COPENHAGUE -- ¿Está el supuesto “déficit democrático” de la Unión Europea extendiéndose ahora a los países europeos por separado a raíz de la crisis de la deuda soberana? El ascenso de tecnócratas no elegidos al poder político en Grecia y en Italia indica, al menos superficialmente, que se ha acabado con el antiguo tabú contra la aplicación por los gobiernos tecnocráticos de un programa dictado por la UE.
Pensemos en Italia. La mayoría de los italianos lanzaron un suspiro colectivo de alivio porque un tecnócrata por excelencia, el ex Comisario europeo Mario Monti, economista respetado, va a substituir al tres veces Primer Ministro Silvio Berlusconi. También Grecia va a entregar las riendas del gobierno a un tecnócrata no elegido y supuestamente apolítico, Lucas Papademos, ex Vicepresidente del Banco Central Europeo.
Naturalmente, la UE actual tiene muchos fallos, pero una ampliación de su llamado “déficit democrático” no es uno de ellos. De hecho, ese déficit sentido es una patraña políticamente conveniente. Académicos como Andrew Moravcsik, de la Universidad de Princeton, han sostenido desde hace mucho que la legitimidad de la UE no procede de las urnas, sino de su capacidad para brindar beneficios concretos a los ciudadanos. Lo que la UE logra mediante los mercados integrados –o incluso la eliminación del control de pasaportes– pone de relieve los beneficios de su “democracia delegada”.
De hecho, la distancia de los eurócratas de la política cotidiana ha sido precisamente lo que ha permitido a la UE dar resultados. Al contrario de lo que despotrican los políticos euroescépticos de Gran Bretaña y, cada vez más, los países miembros de la zona del euro, el desencanto cada vez mayor de los votantes con la política refleja la distancia en aumento entre las promesas y los resultados, no la distancia entre los funcionarios de la UE y los ciudadanos de los Estados miembros.
Según una alarmante encuesta de opinión publicada recientemente por el principal periódico italiano, La Repubblica, más del 22 por ciento de los italianos no ven grandes diferencias entre un sistema autoritario de gobierno y uno democrático. Otro 10 por ciento cree que un régimen autoritario es mejor y más eficaz que un sistema político democrático.
El inquietante debilitamiento de la fe en la democracia, que no se limita a Italia, nos hace volver a pensar en la poderosa razón subyacente a la confianza cada vez mayor de los europeos en la gestión tecnocrática: la seguridad. Desde el final de la segunda guerra mundial hasta el hundimiento de la Unión Soviética, lo que unió a los europeos no fue el sueño de un sistema de gobierno democrático a escala europea, sino, por encima de todo, su deseo de seguridad.
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A lo largo de toda la posguerra, el relato de la integración europea casi siempre se centró en la búsqueda de la seguridad política, social y económica. Ante las violentas manifestaciones en las calles de Atenas, Madrid y Roma, no es difícil de entender por qué algunos pueden preferir una vez más conceder prioridad a su seguridad, en particular la económica.
Antes de la ampliación de Europa en 2004 a los Estados ex comunistas de la Europa central, los tecnócratas de Europa contribuyeron a la seguridad. La burocracia de la UE desempeñó un papel decisivo para ayudar a dichos países a avanzar durante la compleja transición de la autocracia socialista a la democracia capitalista. En aquel momento, pocos lo reconocieron, porque los eurócratas raras veces aparecen en los titulares, pero su éxito en la aplicación de las normas técnicas a los países que aspiraban a la adhesión a la UE les granjeó una enorme legitimidad.
La norma no escrita en Europa parece ser la de que cuanto más despolitizado sea el proceso, más legitimidad pueden obtener los tecnócratas y, a la inversa, siempre que la política se interpone ante una decisión, los burócratas pierden crédito.
Una objeción a la delegación de la autoridad política a los tecnócratas es la de que esa clase de nombramientos equivale a una humillante limitación de la soberanía. En tiempos normales, resulta inaceptable para la mayoría de los ciudadanos, pero en época de crisis la voz del tecnócrata neutral adquiere una mayor legitimidad.
Monti, por ejemplo, fue uno de los primeros en dar la alarma sobre el grave estado de la hacienda de Italia, pero, como prueba de la neutralidad del tecnócrata, el pasado mes de agosto advirtió también sobre las consecuencias de las exigencias por parte de instituciones internacionales no elegidas (en este caso, el Banco Central Europeo) de determinadas políticas a cambio del apoyo a los bonos italianos en los mercados internacionales. Monti lo llamó podestà forestiero, algo así como un señor feudal extranjero radicado en Bruselas, Washington y Fránkfurt, además de en Berlín y en París.
La UE es una puesta en común voluntaria de la soberanía nacional, pero las peticiones que se están haciendo ahora a Italia (y a Grecia) son el diktat de otras naciones soberanas. Un gobierno de unidad nacional dirigido por un tecnócrata en lugar de uno dirigido por políticos elegidos no cambia cualitativamente el hecho de que desde fuera se estén exigiendo reformas, pero los votantes en una época de crisis pueden ser más sensatos que la mayoría de los políticos: durante los dos últimos decenios, el estadista más popular de forma constante ha sido Carlo Azeglio Ciampi, ex miembro del Banco Central, al que a mediados del decenio de 1990 se llamó para que dirigiera un gobierno provisional de emergencia.
Desde luego, un gobierno tecnocrático es una anomalía en la medida en que constituye un veredicto condenatorio sobre la actuación de toda la clase política de un país, pero los votantes en las maltrechas tierras de la zona del euro parecen haber sacado sus conclusiones condenatorias sobre sus dirigentes elegidos hace unos meses.
Lao Tsé, el fundador del taoísmo, escribió que “el mejor dirigente es aquel que el pueblo apenas nota que existe”. En vista de que en la Europa azotada por la crisis cada vez se recurre más a gobiernos de tecnócratas no elegidos, casi podemos ver a los ciudadanos asintiendo agradecidos.
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Since Plato’s Republic 2,300 years ago, philosophers have understood the process by which demagogues come to power in free and fair elections, only to overthrow democracy and establish tyrannical rule. The process is straightforward, and we have now just watched it play out.
observes that philosophers since Plato have understood how tyrants come to power in free elections.
Despite being a criminal, a charlatan, and an aspiring dictator, Donald Trump has won not only the Electoral College, but also the popular vote – a feat he did not achieve in 2016 or 2020. A nihilistic voter base, profit-hungry business leaders, and craven Republican politicians are to blame.
points the finger at a nihilistic voter base, profit-hungry business leaders, and craven Republican politicians.
COPENHAGUE -- ¿Está el supuesto “déficit democrático” de la Unión Europea extendiéndose ahora a los países europeos por separado a raíz de la crisis de la deuda soberana? El ascenso de tecnócratas no elegidos al poder político en Grecia y en Italia indica, al menos superficialmente, que se ha acabado con el antiguo tabú contra la aplicación por los gobiernos tecnocráticos de un programa dictado por la UE.
Pensemos en Italia. La mayoría de los italianos lanzaron un suspiro colectivo de alivio porque un tecnócrata por excelencia, el ex Comisario europeo Mario Monti, economista respetado, va a substituir al tres veces Primer Ministro Silvio Berlusconi. También Grecia va a entregar las riendas del gobierno a un tecnócrata no elegido y supuestamente apolítico, Lucas Papademos, ex Vicepresidente del Banco Central Europeo.
Naturalmente, la UE actual tiene muchos fallos, pero una ampliación de su llamado “déficit democrático” no es uno de ellos. De hecho, ese déficit sentido es una patraña políticamente conveniente. Académicos como Andrew Moravcsik, de la Universidad de Princeton, han sostenido desde hace mucho que la legitimidad de la UE no procede de las urnas, sino de su capacidad para brindar beneficios concretos a los ciudadanos. Lo que la UE logra mediante los mercados integrados –o incluso la eliminación del control de pasaportes– pone de relieve los beneficios de su “democracia delegada”.
De hecho, la distancia de los eurócratas de la política cotidiana ha sido precisamente lo que ha permitido a la UE dar resultados. Al contrario de lo que despotrican los políticos euroescépticos de Gran Bretaña y, cada vez más, los países miembros de la zona del euro, el desencanto cada vez mayor de los votantes con la política refleja la distancia en aumento entre las promesas y los resultados, no la distancia entre los funcionarios de la UE y los ciudadanos de los Estados miembros.
Según una alarmante encuesta de opinión publicada recientemente por el principal periódico italiano, La Repubblica, más del 22 por ciento de los italianos no ven grandes diferencias entre un sistema autoritario de gobierno y uno democrático. Otro 10 por ciento cree que un régimen autoritario es mejor y más eficaz que un sistema político democrático.
El inquietante debilitamiento de la fe en la democracia, que no se limita a Italia, nos hace volver a pensar en la poderosa razón subyacente a la confianza cada vez mayor de los europeos en la gestión tecnocrática: la seguridad. Desde el final de la segunda guerra mundial hasta el hundimiento de la Unión Soviética, lo que unió a los europeos no fue el sueño de un sistema de gobierno democrático a escala europea, sino, por encima de todo, su deseo de seguridad.
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Antes de la ampliación de Europa en 2004 a los Estados ex comunistas de la Europa central, los tecnócratas de Europa contribuyeron a la seguridad. La burocracia de la UE desempeñó un papel decisivo para ayudar a dichos países a avanzar durante la compleja transición de la autocracia socialista a la democracia capitalista. En aquel momento, pocos lo reconocieron, porque los eurócratas raras veces aparecen en los titulares, pero su éxito en la aplicación de las normas técnicas a los países que aspiraban a la adhesión a la UE les granjeó una enorme legitimidad.
La norma no escrita en Europa parece ser la de que cuanto más despolitizado sea el proceso, más legitimidad pueden obtener los tecnócratas y, a la inversa, siempre que la política se interpone ante una decisión, los burócratas pierden crédito.
Una objeción a la delegación de la autoridad política a los tecnócratas es la de que esa clase de nombramientos equivale a una humillante limitación de la soberanía. En tiempos normales, resulta inaceptable para la mayoría de los ciudadanos, pero en época de crisis la voz del tecnócrata neutral adquiere una mayor legitimidad.
Monti, por ejemplo, fue uno de los primeros en dar la alarma sobre el grave estado de la hacienda de Italia, pero, como prueba de la neutralidad del tecnócrata, el pasado mes de agosto advirtió también sobre las consecuencias de las exigencias por parte de instituciones internacionales no elegidas (en este caso, el Banco Central Europeo) de determinadas políticas a cambio del apoyo a los bonos italianos en los mercados internacionales. Monti lo llamó podestà forestiero, algo así como un señor feudal extranjero radicado en Bruselas, Washington y Fránkfurt, además de en Berlín y en París.
La UE es una puesta en común voluntaria de la soberanía nacional, pero las peticiones que se están haciendo ahora a Italia (y a Grecia) son el diktat de otras naciones soberanas. Un gobierno de unidad nacional dirigido por un tecnócrata en lugar de uno dirigido por políticos elegidos no cambia cualitativamente el hecho de que desde fuera se estén exigiendo reformas, pero los votantes en una época de crisis pueden ser más sensatos que la mayoría de los políticos: durante los dos últimos decenios, el estadista más popular de forma constante ha sido Carlo Azeglio Ciampi, ex miembro del Banco Central, al que a mediados del decenio de 1990 se llamó para que dirigiera un gobierno provisional de emergencia.
Desde luego, un gobierno tecnocrático es una anomalía en la medida en que constituye un veredicto condenatorio sobre la actuación de toda la clase política de un país, pero los votantes en las maltrechas tierras de la zona del euro parecen haber sacado sus conclusiones condenatorias sobre sus dirigentes elegidos hace unos meses.
Lao Tsé, el fundador del taoísmo, escribió que “el mejor dirigente es aquel que el pueblo apenas nota que existe”. En vista de que en la Europa azotada por la crisis cada vez se recurre más a gobiernos de tecnócratas no elegidos, casi podemos ver a los ciudadanos asintiendo agradecidos.