LONDRES – El acuerdo climático mundial alcanzado en París la semana pasada es en realidad el tercero en menos de un mes. El primero fue a fines de noviembre, cuando un grupo de multimillonarios liderado por Bill Gates, Mark Zuckerberg y Jeff Bezos anunció la creación de un fondo de 20 000 millones de dólares para apoyar la investigación en energías limpias. El mismo día, un grupo de 20 países (entre ellos Estados Unidos, el Reino Unido, Alemania, India, China y Brasil) acordó duplicar sus inversiones en energías no contaminantes hasta un total de 20 000 millones de dólares al año.
De los dos anuncios anteriores a París, el que concitó mayor atención fue el del grupo liderado por Gates y sus colegas emprendedores, llamado Breakthrough Energy Coalition (BEC). Era previsible, dado que la imaginación popular suele asociar la innovación con el sector privado. Si la lucha contra el cambio climático demanda una revolución tecnológica, ¿quién mejor para proveerla que los magos de Silicon Valley y otros centros empresariales de innovación?
Pero Gates en persona es el primero en reconocer que la visión del público es muy inexacta. Según el manifiesto de la coalición que lidera: “El sector privado sabe cómo crear empresas, evaluar su potencial de éxito y correr los riesgos que llevan a la adopción de ideas innovadoras y su ofrecimiento al mundo. Pero en el ambiente de negocios actual, la relación riesgo‑beneficio de la inversión inicial en sistemas energéticos con potencial transformador difícilmente pase las pruebas de mercado de los inversores tradicionales, sean capitalistas de riesgo o ángeles inversores”.
El libre mercado por sí solo no desarrollará nuevas fuentes de energía suficientemente pronto. La rentabilidad todavía es demasiado incierta. Lo mismo que en las revoluciones tecnológicas anteriores, un progreso veloz en energías limpias demanda la intervención de un Estado valiente y emprendedor, dispuesto a proveer financiación paciente y a largo plazo para modificar los incentivos del sector privado. Los gobiernos deben tomar decisiones políticas audaces, que no se limiten a emparejar el terreno de juego, sino que lo inclinen hacia la sostenibilidad ambiental. Entonces (y solo entonces) vendrá la financiación privada. Pero hasta ahora, la financiación pública ha sido insuficiente, debido a las medidas de austeridad. Esperemos que el acuerdo de París traiga un cambio.
Lo mismo que con la revolución informática, para lograr avances en energías limpias se necesita la participación del sector público y el privado. Como todavía no sabemos qué innovaciones serán más importantes para descarbonizar la economía, habrá que invertir en una amplia variedad de alternativas. También se necesita financiación paciente a largo plazo para ayudar a las empresas a minimizar la incertidumbre y atravesar airosas el “Valle de la Muerte” entre la investigación básica y la comercialización.
Al señalar que “el nuevo modelo será una alianza público‑privada entre gobiernos, instituciones de investigación e inversores”, la BEC pone oportunamente de manifiesto la relación. Pero por desgracia, dejando a un lado a Gates y sus colegas, no parece que el sector privado vaya a llevar la delantera en este tema.
El sector energético está excesivamente supeditado a las finanzas: hoy gasta más en recomprar acciones que en investigación y desarrollo de innovaciones de descarbonización. Las gigantes energéticas ExxonMobil y General Electric están primera y décima entre los mayores compradores corporativos de acciones propias. En tanto, según la Agencia Internacional de la Energía, solo el 16% de la inversión en el sector energético estadounidense se dedicó a la energía renovable o nuclear. Dejadas a sus propios medios, parece que las empresas petroleras prefieren extraer hidrocarburos de los confines más remotos del planeta a canalizar sus ganancias hacia alternativas energéticas ecológicas.
Al mismo tiempo, estos últimos años los presupuestos de I+D del sector público se redujeron, tendencia que se debe en parte a subestimar el papel del Estado en el fomento de la innovación y el crecimiento, y más recientemente a las medidas de austeridad adoptadas tras la crisis financiera de 2008. La estrechez presupuestaria dificulta el trabajo de organismos que podrían ser motores de innovaciones pioneras. La Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada en Defensa de los Estados Unidos (DARPA) fue un catalizador de la revolución informática. En cambio, la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada en Energía (ARPA-E) tuvo en 2015 un presupuesto de 280 millones de dólares, apenas la décima parte del de la DARPA. En 1981, la investigación en energía fue el 11% del presupuesto total de inversión pública en I+D de Estados Unidos. Hoy solo asciende al 4%. En tanto, las problemáticas políticas de demanda también están en crisis, lo que obstaculiza la adopción de tecnologías de energía renovables ya existentes.
Dentro del sector público, la delantera en la promoción de tecnologías energéticas no contaminantes la llevan los bancos de desarrollo. El KfW alemán, el Banco de Desarrollo de China, el Banco Europeo de Inversiones y el BNDES brasileño son cuatro de los diez mayores inversores en energía renovable, con un aporte del 15% del capital total.
El sector público puede (y debe) hacer mucho más. Por ejemplo, los subsidios a las corporaciones energéticas deberían supeditarse a que inviertan una proporción mayor de sus ganancias en innovaciones de descarbonización. Una condición de este tipo (la que se le impuso a la telefónica estadounidense AT&T a principios del siglo XX a cambio de conservar su monopolio) llevó a la creación de Bell Labs, un actor de innovación fundamental.
Del mismo modo, sin dejar de aplaudir las donaciones de los multimillonarios, también hay que cobrar impuestos razonables a las empresas. Como señala el manifiesto de la BEC, “los actuales niveles de inversión pública en energías limpias son sencillamente insuficientes para hacer frente a los desafíos que nos esperan”. Y sin embargo, en el Reino Unido (por poner un ejemplo), Facebook sólo pagó 4327 libras de impuestos en 2014, mucho menos que muchos contribuyentes individuales.
La buena voluntad de Gates y otros líderes empresariales para comprometerse personal y financieramente con la promoción de las energías limpias es admirable. El acuerdo de París también es buena noticia. Pero no bastan. Para lograr la revolución de la descarbonización, se necesita un compromiso más pleno del sector público y el privado con la innovación verde tanto en la oferta como en la demanda.
Traducción: Esteban Flamini
LONDRES – El acuerdo climático mundial alcanzado en París la semana pasada es en realidad el tercero en menos de un mes. El primero fue a fines de noviembre, cuando un grupo de multimillonarios liderado por Bill Gates, Mark Zuckerberg y Jeff Bezos anunció la creación de un fondo de 20 000 millones de dólares para apoyar la investigación en energías limpias. El mismo día, un grupo de 20 países (entre ellos Estados Unidos, el Reino Unido, Alemania, India, China y Brasil) acordó duplicar sus inversiones en energías no contaminantes hasta un total de 20 000 millones de dólares al año.
De los dos anuncios anteriores a París, el que concitó mayor atención fue el del grupo liderado por Gates y sus colegas emprendedores, llamado Breakthrough Energy Coalition (BEC). Era previsible, dado que la imaginación popular suele asociar la innovación con el sector privado. Si la lucha contra el cambio climático demanda una revolución tecnológica, ¿quién mejor para proveerla que los magos de Silicon Valley y otros centros empresariales de innovación?
Pero Gates en persona es el primero en reconocer que la visión del público es muy inexacta. Según el manifiesto de la coalición que lidera: “El sector privado sabe cómo crear empresas, evaluar su potencial de éxito y correr los riesgos que llevan a la adopción de ideas innovadoras y su ofrecimiento al mundo. Pero en el ambiente de negocios actual, la relación riesgo‑beneficio de la inversión inicial en sistemas energéticos con potencial transformador difícilmente pase las pruebas de mercado de los inversores tradicionales, sean capitalistas de riesgo o ángeles inversores”.
El libre mercado por sí solo no desarrollará nuevas fuentes de energía suficientemente pronto. La rentabilidad todavía es demasiado incierta. Lo mismo que en las revoluciones tecnológicas anteriores, un progreso veloz en energías limpias demanda la intervención de un Estado valiente y emprendedor, dispuesto a proveer financiación paciente y a largo plazo para modificar los incentivos del sector privado. Los gobiernos deben tomar decisiones políticas audaces, que no se limiten a emparejar el terreno de juego, sino que lo inclinen hacia la sostenibilidad ambiental. Entonces (y solo entonces) vendrá la financiación privada. Pero hasta ahora, la financiación pública ha sido insuficiente, debido a las medidas de austeridad. Esperemos que el acuerdo de París traiga un cambio.
Lo mismo que con la revolución informática, para lograr avances en energías limpias se necesita la participación del sector público y el privado. Como todavía no sabemos qué innovaciones serán más importantes para descarbonizar la economía, habrá que invertir en una amplia variedad de alternativas. También se necesita financiación paciente a largo plazo para ayudar a las empresas a minimizar la incertidumbre y atravesar airosas el “Valle de la Muerte” entre la investigación básica y la comercialización.
Al señalar que “el nuevo modelo será una alianza público‑privada entre gobiernos, instituciones de investigación e inversores”, la BEC pone oportunamente de manifiesto la relación. Pero por desgracia, dejando a un lado a Gates y sus colegas, no parece que el sector privado vaya a llevar la delantera en este tema.
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El sector energético está excesivamente supeditado a las finanzas: hoy gasta más en recomprar acciones que en investigación y desarrollo de innovaciones de descarbonización. Las gigantes energéticas ExxonMobil y General Electric están primera y décima entre los mayores compradores corporativos de acciones propias. En tanto, según la Agencia Internacional de la Energía, solo el 16% de la inversión en el sector energético estadounidense se dedicó a la energía renovable o nuclear. Dejadas a sus propios medios, parece que las empresas petroleras prefieren extraer hidrocarburos de los confines más remotos del planeta a canalizar sus ganancias hacia alternativas energéticas ecológicas.
Al mismo tiempo, estos últimos años los presupuestos de I+D del sector público se redujeron, tendencia que se debe en parte a subestimar el papel del Estado en el fomento de la innovación y el crecimiento, y más recientemente a las medidas de austeridad adoptadas tras la crisis financiera de 2008. La estrechez presupuestaria dificulta el trabajo de organismos que podrían ser motores de innovaciones pioneras. La Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada en Defensa de los Estados Unidos (DARPA) fue un catalizador de la revolución informática. En cambio, la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada en Energía (ARPA-E) tuvo en 2015 un presupuesto de 280 millones de dólares, apenas la décima parte del de la DARPA. En 1981, la investigación en energía fue el 11% del presupuesto total de inversión pública en I+D de Estados Unidos. Hoy solo asciende al 4%. En tanto, las problemáticas políticas de demanda también están en crisis, lo que obstaculiza la adopción de tecnologías de energía renovables ya existentes.
Dentro del sector público, la delantera en la promoción de tecnologías energéticas no contaminantes la llevan los bancos de desarrollo. El KfW alemán, el Banco de Desarrollo de China, el Banco Europeo de Inversiones y el BNDES brasileño son cuatro de los diez mayores inversores en energía renovable, con un aporte del 15% del capital total.
El sector público puede (y debe) hacer mucho más. Por ejemplo, los subsidios a las corporaciones energéticas deberían supeditarse a que inviertan una proporción mayor de sus ganancias en innovaciones de descarbonización. Una condición de este tipo (la que se le impuso a la telefónica estadounidense AT&T a principios del siglo XX a cambio de conservar su monopolio) llevó a la creación de Bell Labs, un actor de innovación fundamental.
Del mismo modo, sin dejar de aplaudir las donaciones de los multimillonarios, también hay que cobrar impuestos razonables a las empresas. Como señala el manifiesto de la BEC, “los actuales niveles de inversión pública en energías limpias son sencillamente insuficientes para hacer frente a los desafíos que nos esperan”. Y sin embargo, en el Reino Unido (por poner un ejemplo), Facebook sólo pagó 4327 libras de impuestos en 2014, mucho menos que muchos contribuyentes individuales.
La buena voluntad de Gates y otros líderes empresariales para comprometerse personal y financieramente con la promoción de las energías limpias es admirable. El acuerdo de París también es buena noticia. Pero no bastan. Para lograr la revolución de la descarbonización, se necesita un compromiso más pleno del sector público y el privado con la innovación verde tanto en la oferta como en la demanda.
Traducción: Esteban Flamini