CAMBRIDGE – Pese a las burlas de los negacionistas del cambio climático (en particular, el presidente estadounidense Donald Trump), la propuesta de Alexandria Ocasio-Cortez de un Green New Deal (“nuevo pacto ecológico”), con su llamado urgente a que Estados Unidos guíe con el ejemplo en la lucha contra el calentamiento global, es totalmente acertada. Pero la triste verdad es que más allá de la cantidad de desechos innecesarios que produce la voraz cultura estadounidense, Asia emergente es con creces el principal motor del incremento de las emisiones mundiales de dióxido de carbono, y las muestras de inquietud por el problema no bastarán para resolverlo. La solución pasa por establecer los incentivos correctos para países como China, la India, Vietnam, Indonesia y Bangladesh.
No parece fácil hacerlo en el marco de los organismos multilaterales de ayuda actuales, que tienen experiencia limitada en temas climáticos y enfrentan presiones contrapuestas de los diversos grupos a los que representan. Por ejemplo, para consternación de muchos expertos en energía, hace poco el Banco Mundial tomó la bastante caprichosa decisión de cortar casi totalmente la financiación de nuevas centrales energéticas impulsadas por combustibles fósiles (incluido el gas natural). Pero el reemplazo del muy contaminante carbón con el relativamente limpio gas natural permitió a Estados Unidos una drástica reducción del incremento de las emisiones en la década que pasó (pese a los mejores esfuerzos de Trump), y es un elemento central de las famosas “cuñas de estabilización de Princeton”, una serie de opciones pragmáticas para minimizar el riesgo climático. En la transición a un futuro de neutralidad del carbono, lo mejor no debe ser enemigo de lo bueno.
Ya es hora de crear un nuevo organismo exclusivo, un Banco Mundial para el Desarrollo Ecológico, que dé a las economías avanzadas un vehículo para coordinar ayudas y transferencia técnica y que no esté tratando de resolver al mismo tiempo todos los otros problemas de desarrollo. Sé perfectamente que el gobierno actual de los Estados Unidos es reacio a aportar fondos para los organismos internacionales que ya existen; pero Occidente no puede retirarse de un mundo de responsabilidades climáticas interconectadas.
Según la Agencia Internacional de la Energía (uno de los pocos interlocutores honestos en el debate global sobre el cambio climático, y un posible modelo para el departamento de investigación de un nuevo Banco Mundial para el Desarrollo Ecológico), la emisión anual de CO2 en Asia ya es el doble que la de Estados Unidos y el triple que la de Europa. En las economías avanzadas, donde la edad promedio de las centrales a carbón es 42 años, muchas están llegando al fin natural de su vida útil, y reemplazarlas no supone una carga muy grande. Pero en Asia, donde se construye una central a carbón nueva cada semana, la edad promedio apenas es 11 años, y en su mayoría seguirán funcionando por décadas.
El carbón interviene en más del 60% de la generación de electricidad en China y la India, dos países de crecimiento acelerado. Ambos están haciendo grandes inversiones en fuentes renovables como la solar y la eólica, pero sus necesidades de energía crecen demasiado rápido para descartar un recurso tan abundante como el carbón.
¿Cómo puede Estados Unidos tener la arrogancia de decirle a la India que reduzca sus emisiones de CO2, que sólo son la décima parte de las estadounidenses? O lo mismo, ¿cómo puede Estados Unidos convencer al gobierno del presidente brasileño Jair Bolsonaro de que frene la deforestación del Amazonas (los bosques son el sumidero de carbono de la naturaleza) y el desarrollo sin ofrecerle incentivos concretos?
Hay muchas opciones para tratar de reducir las emisiones de carbono. La mayoría de los economistas (en la que me incluyo) defienden la aplicación de un impuesto global al carbono, aunque algunos sostienen que un sistema de licencias de emisión negociables (políticamente más digerible) puede ser casi igual de eficaz. Pero esto es inaplicable para el gobierno de un país en desarrollo, urgido de satisfacer las necesidades energéticas básicas de su pueblo. En África, sólo el 43% de la gente tiene acceso a electricidad, contra el 87% mundial.
Dejando a un lado a presidentes ignorantes, la mayoría de los investigadores serios consideran que el riesgo de un cambio climático catastrófico puede ser la mayor amenaza existencial que enfrentará el mundo en el siglo XXI. Los efectos ya son muy visibles: máximos de temperatura históricos en la costa occidental de los Estados Unidos y en Europa, inundaciones monumentales en Iowa o el impacto de los riesgos climáticos sobre el precio de los seguros para el hogar, que está cada vez más fuera del alcance de mucha gente. Y el problema actual de los refugiados no es nada en comparación con lo que el mundo enfrentará conforme las regiones ecuatoriales se vuelvan demasiado cálidas y áridas para la agricultura, y la cantidad de migrantes climáticos explote, hasta alcanzar quizás mil millones o más a fines de siglo.
El ejército estadounidense se está preparando para enfrentar la amenaza. Ya en 2013, el almirante Samuel J. Locklear, comandante de las fuerzas estadounidenses en el Pacífico, afirmó que el cambio climático a largo plazo es la mayor amenaza a la seguridad nacional. Ante la grave probabilidad de que las medidas actuales (por ejemplo el acuerdo climático de París 2015) sólo logren frenar ligeramente el calentamiento global, los pragmáticos no se equivocan al considerar que prepararse para lo peor es una cruel necesidad.
Las economías avanzadas deben poner en orden sus propios asuntos ambientales. Pero eso será muy insuficiente si al mismo tiempo no se pone a los países asiáticos (y algún día tal vez los africanos) en una trayectoria de desarrollo distinta. Un nuevo Banco Mundial para el Desarrollo Ecológico es casi con certeza un componente necesario de cualquier solución integral, incluso con los avances tecnológicos milagrosos que todos esperan.
El costo dependerá de los supuestos y de las ambiciones, pero no sería aventurado imaginar un billón de dólares a lo largo de diez años. ¿Una locura? Tal vez no, en comparación con las alternativas. Hasta un Green New Deal es mejor que un Green No Deal.
Traducción: Esteban Flamini
CAMBRIDGE – Pese a las burlas de los negacionistas del cambio climático (en particular, el presidente estadounidense Donald Trump), la propuesta de Alexandria Ocasio-Cortez de un Green New Deal (“nuevo pacto ecológico”), con su llamado urgente a que Estados Unidos guíe con el ejemplo en la lucha contra el calentamiento global, es totalmente acertada. Pero la triste verdad es que más allá de la cantidad de desechos innecesarios que produce la voraz cultura estadounidense, Asia emergente es con creces el principal motor del incremento de las emisiones mundiales de dióxido de carbono, y las muestras de inquietud por el problema no bastarán para resolverlo. La solución pasa por establecer los incentivos correctos para países como China, la India, Vietnam, Indonesia y Bangladesh.
No parece fácil hacerlo en el marco de los organismos multilaterales de ayuda actuales, que tienen experiencia limitada en temas climáticos y enfrentan presiones contrapuestas de los diversos grupos a los que representan. Por ejemplo, para consternación de muchos expertos en energía, hace poco el Banco Mundial tomó la bastante caprichosa decisión de cortar casi totalmente la financiación de nuevas centrales energéticas impulsadas por combustibles fósiles (incluido el gas natural). Pero el reemplazo del muy contaminante carbón con el relativamente limpio gas natural permitió a Estados Unidos una drástica reducción del incremento de las emisiones en la década que pasó (pese a los mejores esfuerzos de Trump), y es un elemento central de las famosas “cuñas de estabilización de Princeton”, una serie de opciones pragmáticas para minimizar el riesgo climático. En la transición a un futuro de neutralidad del carbono, lo mejor no debe ser enemigo de lo bueno.
Ya es hora de crear un nuevo organismo exclusivo, un Banco Mundial para el Desarrollo Ecológico, que dé a las economías avanzadas un vehículo para coordinar ayudas y transferencia técnica y que no esté tratando de resolver al mismo tiempo todos los otros problemas de desarrollo. Sé perfectamente que el gobierno actual de los Estados Unidos es reacio a aportar fondos para los organismos internacionales que ya existen; pero Occidente no puede retirarse de un mundo de responsabilidades climáticas interconectadas.
Según la Agencia Internacional de la Energía (uno de los pocos interlocutores honestos en el debate global sobre el cambio climático, y un posible modelo para el departamento de investigación de un nuevo Banco Mundial para el Desarrollo Ecológico), la emisión anual de CO2 en Asia ya es el doble que la de Estados Unidos y el triple que la de Europa. En las economías avanzadas, donde la edad promedio de las centrales a carbón es 42 años, muchas están llegando al fin natural de su vida útil, y reemplazarlas no supone una carga muy grande. Pero en Asia, donde se construye una central a carbón nueva cada semana, la edad promedio apenas es 11 años, y en su mayoría seguirán funcionando por décadas.
El carbón interviene en más del 60% de la generación de electricidad en China y la India, dos países de crecimiento acelerado. Ambos están haciendo grandes inversiones en fuentes renovables como la solar y la eólica, pero sus necesidades de energía crecen demasiado rápido para descartar un recurso tan abundante como el carbón.
¿Cómo puede Estados Unidos tener la arrogancia de decirle a la India que reduzca sus emisiones de CO2, que sólo son la décima parte de las estadounidenses? O lo mismo, ¿cómo puede Estados Unidos convencer al gobierno del presidente brasileño Jair Bolsonaro de que frene la deforestación del Amazonas (los bosques son el sumidero de carbono de la naturaleza) y el desarrollo sin ofrecerle incentivos concretos?
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Hay muchas opciones para tratar de reducir las emisiones de carbono. La mayoría de los economistas (en la que me incluyo) defienden la aplicación de un impuesto global al carbono, aunque algunos sostienen que un sistema de licencias de emisión negociables (políticamente más digerible) puede ser casi igual de eficaz. Pero esto es inaplicable para el gobierno de un país en desarrollo, urgido de satisfacer las necesidades energéticas básicas de su pueblo. En África, sólo el 43% de la gente tiene acceso a electricidad, contra el 87% mundial.
Dejando a un lado a presidentes ignorantes, la mayoría de los investigadores serios consideran que el riesgo de un cambio climático catastrófico puede ser la mayor amenaza existencial que enfrentará el mundo en el siglo XXI. Los efectos ya son muy visibles: máximos de temperatura históricos en la costa occidental de los Estados Unidos y en Europa, inundaciones monumentales en Iowa o el impacto de los riesgos climáticos sobre el precio de los seguros para el hogar, que está cada vez más fuera del alcance de mucha gente. Y el problema actual de los refugiados no es nada en comparación con lo que el mundo enfrentará conforme las regiones ecuatoriales se vuelvan demasiado cálidas y áridas para la agricultura, y la cantidad de migrantes climáticos explote, hasta alcanzar quizás mil millones o más a fines de siglo.
El ejército estadounidense se está preparando para enfrentar la amenaza. Ya en 2013, el almirante Samuel J. Locklear, comandante de las fuerzas estadounidenses en el Pacífico, afirmó que el cambio climático a largo plazo es la mayor amenaza a la seguridad nacional. Ante la grave probabilidad de que las medidas actuales (por ejemplo el acuerdo climático de París 2015) sólo logren frenar ligeramente el calentamiento global, los pragmáticos no se equivocan al considerar que prepararse para lo peor es una cruel necesidad.
Las economías avanzadas deben poner en orden sus propios asuntos ambientales. Pero eso será muy insuficiente si al mismo tiempo no se pone a los países asiáticos (y algún día tal vez los africanos) en una trayectoria de desarrollo distinta. Un nuevo Banco Mundial para el Desarrollo Ecológico es casi con certeza un componente necesario de cualquier solución integral, incluso con los avances tecnológicos milagrosos que todos esperan.
El costo dependerá de los supuestos y de las ambiciones, pero no sería aventurado imaginar un billón de dólares a lo largo de diez años. ¿Una locura? Tal vez no, en comparación con las alternativas. Hasta un Green New Deal es mejor que un Green No Deal.
Traducción: Esteban Flamini