BANGKOK – El tejido político y social de Tailandia está deshilachándose. De hecho, el futuro del país nunca había parecido tan inseguro.
En otras democracias prósperas, la clase media aporta la cola que mantiene unida la sociedad. En cambio, en Tailandia la burguesía, centralizada en Bangkok, apenas si está surgiendo como fuerza política y social.
En su lugar y durante medio siglo, un contrato social tácito entre cuatro grupos amplios ha mantenido unida a Tailandia: el “Palacio”, eufemismo usado aquí para no violar las draconianas leyes de lèse majesté; las grandes empresas, custodias del crecimiento económico; el ejército, que garantiza, ante todo, la santidad del Palacio y los valores morales que representa; y el pueblo, mayoritariamente pobre en las zonas rurales y urbanas, que acepta el gobierno de los otros tres estados.
La mitología nacional de Tailandia es la de que es un feliz país budista, una “tierra de sonrisas” cohesionada por la compasión y la armonía bajo las benévolas gracia y bendiciones del palacio y la generosidad de las grandes empresas. Las clases menos afortunadas son dóciles, aceptan su papel subalterno, satisfechas con la asistencia social, por exigua que sea, brindada por los más acomodados.
Los pobres y el ejército rinden una veneración auténtica al Palacio. El personal del Palacio y el pueblo de las zonas rurales se arrodillan ante la monarquía no sólo como un asunto de protocolo, sino también con amor y respeto auténticos.
La revista Forbes clasificó a la monarquía tailandesa en 2009 como la más rica de todas las casas reales del mundo, con un patrimonio neto de 30.000 millones de dólares, cifra que la población local considera demasiado baja. Esa riqueza real entraña necesariamente importantes inversiones en las grandes empresas tailandesas y junto con ellas en todos los sectores de la economía. Las empresas de vanguardia de Tailandia ganan mucho con la relación directa con el Palacio y la proximidad social a él. Un miembro de una importante familia de Hong Kong cuya esposa pertenece a una familia de la minoría selecta tailandesa calcula que tal vez sean veinte familias las que controlan la mayor parte de los negocios tailandeses.
At a time of escalating global turmoil, there is an urgent need for incisive, informed analysis of the issues and questions driving the news – just what PS has always provided.
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El ejército tailandés está subordinado constitucionalmente a la dirección civil, pero en realidad debe su lealtad al Palacio. En la crisis actual, ha habido generales del ejército que han dicho al público que son reacios a recurrir a la fuerza, actitud que no les correspondía a ellos adoptar.
Sólo Dios sabe cuánto durará esa inactividad. Multitudes vestidas con camisas rojas para simbolizar su lealtad al ex Primer Ministro Thaksin Shinawatra están acampadas ahora en dos grandes zonas comerciales y paralizan gran parte de la economía local. Exigen que el Gobierno disuelva la actual asamblea legislativa inmediatamente y que el Primer Ministro, Abhisit Vejjajiva, dimita, porque nunca fue elegido y se lo considera un hombre de paja de los grupos adinerados y tradicionalmente anti-Thaksin.
Muchos creen que lacrisis actual pasará y que Tailandia volverá a su armonía histórica entre los cuatro grupos, pero esa opinión pasa por alto la nueva dinámica política del país.
Ante todo, las clases bajas de Tailandia han llegado a la conclusión de que la docilidad es cosa del pasado. Están irritadas y frustradas por el status quo. Exceptuadas las limosnas que recibieron durante el período de Thaksin, se beneficiaron poco del crecimiento económico de los tres últimos decenios. La enorme separación entre los ricos urbanos y el resto ha aumentado con los años sin que se apreciara repercusión económica alguna, por lenta que fuera, en estos últimos.
Incluso en los principales distritos comerciales y en los barrios elegantes de Bangkok, la ciudad más rica del país, un corto paseo revela kilómetros de pavimentos cuarteados, montones de basura no recogida y ratas que pasan corriendo en libertad. Semejantes espectáculos horribles suelen ir acompañados del acre olor de un sistema de alcantarillado que es más un problema que una solución, en particular durante la estación de las lluvias.
La vista de infraestructuras físicas destartaladas, puntuadas por centros comerciales ultramodernos con marcas mundiales de productos de consumo que superan con mucho la capacidad adquisitiva de la mayoría de los ciudadanos no es lo que sería de esperar en una economía en tiempos calificada de dragón asiático en potencia. Los ricos viven en casas con aire acondicionado, viajan en automóviles con conductor y compran en centros comerciales lujosos, sin advertir, al parecer, cómo vive el resto del país. Las familias rurales pobres ven a demasiados de sus hijos e hijas prostituidos para sobrevivir.
Los pobres consideran el golpe contra Thaksin de 2006 y la posterior disolución de su partido una venganza de las minorías selectas tradicionales que querían recuperar los viejos usos –lo consiguieron– por la fuerza, en vista de que no podían conseguirlo en las urnas. Se trata de una opinión no del todo equivocada.
A finales de 2008, las multitudes anti-Thaksin, con camisas amarillas y dirigidas por destacadas figuras empresariales, ocuparon impunemente el aeropuerto internacional Suvarnabhumi de Bangkok con la pretensión de anular los resultados de unas elecciones generales en las que las fuerzas pro-Thaksin obtuvieron el poder, pese al exilio en el extranjero de este último. El amarillo es el color de la casa real tailandesa y se pensaba que el Palacio simpatizaba con dichas multitudes.
Ahora los leales a Thaksin –los “camisas rojas”– están haciendo lo mismo en gran medida, al exigir un cambio mediante un comportamiento multitudinario. Creen que también ellos tienen derecho a actuar con impunidad. Los camisas rojas no desconocen la excesiva corrupción de Thaksin, pero lo consideran un político tailandés poco común que se preocupó, en realidad, por ganárselos. Además, como Primer Ministro, Thaksin procuró ofrecer servicios muy necesarios a las clases marginales: atención de salud subvencionada y microcréditos, por citar sólo dos.
Pero la cuestión tácita que se oculta tras el malestar de Tailandia es la de que, con un rey que cuenta 82 años de edad y está enfermo, la fuerza moral del Palacio ha quedado en entredicho. De hecho, el ministro tailandés de Asuntos Exteriores, Kasit Pirmoya, violando tabúes que han regido el país durante años, habló recientemente de la necesidad de revisar las leyes de lèse majesté del país para que el discurso público pueda abordar de forma inteligente el papel del Palacio en el futuro de Tailandia.
Lo que Taksin hizo por los pobres requería sólo interés político propio. Sin embargo, incluso esa sensatez elemental nunca se le ha ocurrido a las minorías rectoras tradicionales, demasiado centradas en sus actitudes miopes y arrogantes. Hasta que así sea, el futuro de Tailandia –por lo demás, prometedor– resultará cada vez más remoto.
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Less than two months into his second presidency, Donald Trump has imposed sweeping tariffs on America’s three largest trading partners, with much more to come. This strategy not only lacks any credible theoretical foundations; it is putting the US on a path toward irrevocable economic and geopolitical decline.
Today's profound global uncertainty is not some accident of history or consequence of values-free technologies. Rather, it reflects the will of rival great powers that continue to ignore the seminal economic and social changes underway in other parts of the world.
explains how Malaysia and other middle powers are navigating increasingly uncertain geopolitical terrain.
BANGKOK – El tejido político y social de Tailandia está deshilachándose. De hecho, el futuro del país nunca había parecido tan inseguro.
En otras democracias prósperas, la clase media aporta la cola que mantiene unida la sociedad. En cambio, en Tailandia la burguesía, centralizada en Bangkok, apenas si está surgiendo como fuerza política y social.
En su lugar y durante medio siglo, un contrato social tácito entre cuatro grupos amplios ha mantenido unida a Tailandia: el “Palacio”, eufemismo usado aquí para no violar las draconianas leyes de lèse majesté; las grandes empresas, custodias del crecimiento económico; el ejército, que garantiza, ante todo, la santidad del Palacio y los valores morales que representa; y el pueblo, mayoritariamente pobre en las zonas rurales y urbanas, que acepta el gobierno de los otros tres estados.
La mitología nacional de Tailandia es la de que es un feliz país budista, una “tierra de sonrisas” cohesionada por la compasión y la armonía bajo las benévolas gracia y bendiciones del palacio y la generosidad de las grandes empresas. Las clases menos afortunadas son dóciles, aceptan su papel subalterno, satisfechas con la asistencia social, por exigua que sea, brindada por los más acomodados.
Los pobres y el ejército rinden una veneración auténtica al Palacio. El personal del Palacio y el pueblo de las zonas rurales se arrodillan ante la monarquía no sólo como un asunto de protocolo, sino también con amor y respeto auténticos.
La revista Forbes clasificó a la monarquía tailandesa en 2009 como la más rica de todas las casas reales del mundo, con un patrimonio neto de 30.000 millones de dólares, cifra que la población local considera demasiado baja. Esa riqueza real entraña necesariamente importantes inversiones en las grandes empresas tailandesas y junto con ellas en todos los sectores de la economía. Las empresas de vanguardia de Tailandia ganan mucho con la relación directa con el Palacio y la proximidad social a él. Un miembro de una importante familia de Hong Kong cuya esposa pertenece a una familia de la minoría selecta tailandesa calcula que tal vez sean veinte familias las que controlan la mayor parte de los negocios tailandeses.
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Sólo Dios sabe cuánto durará esa inactividad. Multitudes vestidas con camisas rojas para simbolizar su lealtad al ex Primer Ministro Thaksin Shinawatra están acampadas ahora en dos grandes zonas comerciales y paralizan gran parte de la economía local. Exigen que el Gobierno disuelva la actual asamblea legislativa inmediatamente y que el Primer Ministro, Abhisit Vejjajiva, dimita, porque nunca fue elegido y se lo considera un hombre de paja de los grupos adinerados y tradicionalmente anti-Thaksin.
Muchos creen que la crisis actual pasará y que Tailandia volverá a su armonía histórica entre los cuatro grupos, pero esa opinión pasa por alto la nueva dinámica política del país.
Ante todo, las clases bajas de Tailandia han llegado a la conclusión de que la docilidad es cosa del pasado. Están irritadas y frustradas por el status quo. Exceptuadas las limosnas que recibieron durante el período de Thaksin, se beneficiaron poco del crecimiento económico de los tres últimos decenios. La enorme separación entre los ricos urbanos y el resto ha aumentado con los años sin que se apreciara repercusión económica alguna, por lenta que fuera, en estos últimos.
Incluso en los principales distritos comerciales y en los barrios elegantes de Bangkok, la ciudad más rica del país, un corto paseo revela kilómetros de pavimentos cuarteados, montones de basura no recogida y ratas que pasan corriendo en libertad. Semejantes espectáculos horribles suelen ir acompañados del acre olor de un sistema de alcantarillado que es más un problema que una solución, en particular durante la estación de las lluvias.
La vista de infraestructuras físicas destartaladas, puntuadas por centros comerciales ultramodernos con marcas mundiales de productos de consumo que superan con mucho la capacidad adquisitiva de la mayoría de los ciudadanos no es lo que sería de esperar en una economía en tiempos calificada de dragón asiático en potencia. Los ricos viven en casas con aire acondicionado, viajan en automóviles con conductor y compran en centros comerciales lujosos, sin advertir, al parecer, cómo vive el resto del país. Las familias rurales pobres ven a demasiados de sus hijos e hijas prostituidos para sobrevivir.
Los pobres consideran el golpe contra Thaksin de 2006 y la posterior disolución de su partido una venganza de las minorías selectas tradicionales que querían recuperar los viejos usos –lo consiguieron– por la fuerza, en vista de que no podían conseguirlo en las urnas. Se trata de una opinión no del todo equivocada.
A finales de 2008, las multitudes anti-Thaksin, con camisas amarillas y dirigidas por destacadas figuras empresariales, ocuparon impunemente el aeropuerto internacional Suvarnabhumi de Bangkok con la pretensión de anular los resultados de unas elecciones generales en las que las fuerzas pro-Thaksin obtuvieron el poder, pese al exilio en el extranjero de este último. El amarillo es el color de la casa real tailandesa y se pensaba que el Palacio simpatizaba con dichas multitudes.
Ahora los leales a Thaksin –los “camisas rojas”– están haciendo lo mismo en gran medida, al exigir un cambio mediante un comportamiento multitudinario. Creen que también ellos tienen derecho a actuar con impunidad. Los camisas rojas no desconocen la excesiva corrupción de Thaksin, pero lo consideran un político tailandés poco común que se preocupó, en realidad, por ganárselos. Además, como Primer Ministro, Thaksin procuró ofrecer servicios muy necesarios a las clases marginales: atención de salud subvencionada y microcréditos, por citar sólo dos.
Pero la cuestión tácita que se oculta tras el malestar de Tailandia es la de que, con un rey que cuenta 82 años de edad y está enfermo, la fuerza moral del Palacio ha quedado en entredicho. De hecho, el ministro tailandés de Asuntos Exteriores, Kasit Pirmoya, violando tabúes que han regido el país durante años, habló recientemente de la necesidad de revisar las leyes de lèse majesté del país para que el discurso público pueda abordar de forma inteligente el papel del Palacio en el futuro de Tailandia.
Lo que Taksin hizo por los pobres requería sólo interés político propio. Sin embargo, incluso esa sensatez elemental nunca se le ha ocurrido a las minorías rectoras tradicionales, demasiado centradas en sus actitudes miopes y arrogantes. Hasta que así sea, el futuro de Tailandia –por lo demás, prometedor– resultará cada vez más remoto.