BRUSELAS – A veces la noticia más importante es lo que no está sucediendo. Este verano nos ha dado un ejemplo así: el proyecto de ley sobre el cambio climático, que el Presidente Barack Obama ha impulsado tanto, no será presentado siquiera al Senado de los Estados Unidos, porque no tiene posibilidad alguna de ser aprobado.
Eso significa que los EE.UU. están a punto de repetir su “experiencia de Kyoto”. Hace veinte años, en 1990, los EE.UU. participaron (al menos inicialmente) en las primeras negociaciones mundiales encaminadas a lograr un acuerdo mundial para reducir las emisiones de CO2. En aquel momento, la Unión Europea y los EE.UU. eran, con mucha diferencia, los mayores emisores, por lo que parecía apropiado eximir de compromiso alguno a las economías en ascenso del mundo. Con el tiempo, resultó claro que los EE.UU. no iban a cumplir con su compromiso, por la oposición, como ahora, del Senado. Entonces la UE siguió adelante sola, al introducir su innovador sistema de compraventa de emisiones con la esperanza de que Europa guiara mediante el ejemplo.
Sin el plan legislativo americano sobre el cambio climático, las promesas hechas por el gobierno de los EE.UU. hace tan sólo siete meses en la cumbre de Copenhague han pasado a ser inútiles. La estrategia europea está hecha jirones... y no sólo en el frente transatlántico.
El compromiso de China de aumentar la eficiencia en materia de CO2 de su economía en un 3 por ciento al año no sirve de ayuda, porque las tasas de crecimiento anual de casi 10 por ciento del PIB significan que las emisiones del país van a dispararse durante este decenio. De hecho, en 2020 las emisiones chinas podrían ser más del triple de las de Europa e incluso superar las de los EE.UU. y Europa combinadas. Eximir a los mercados en ascenso de compromiso alguno, como intentaba hacer el protocolo de Kyoto, carece ya de sentido.
¿Por qué han fracasado todos los intentos de fijar precios para las emisiones de carbono? Podemos encontrar la respuesta en una palabra: “carbón”... o, mejor dicho, el hecho de que el carbón sea barato y abundante.
La quema de hidrocarburos (gas natural y petróleo) produce agua y CO2. En cambio, la quema de carbón produce sólo CO2. Además, en comparación con el gas natural y el crudo de petróleo, el carbón es mucho más barato por tonelada de CO2 emitida, por lo que cualquier impuesto sobre el carbono tiene repercusiones mucho mayores en el carbón que en el crudo de petróleo (o el gas). Por esa razón, los propietarios de minas de carbón y sus clientes se oponen rotundamente a cualquier impuesto al carbono. Constituyen un grupo pequeño, pero bien organizado, que ejerce una inmensa capacidad de cabildeo para bloquear los intentos de limitar las emisiones de CO2 poniéndoles un precio, como habría hecho el previsto sistema de límites máximos y comercio de los EE.UU.
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En Europa, la producción de carbón autóctono ya no desempeña un papel económico importante. Así, pues, no es de extrañar que Europa pudiera promulgar un sistema de límites máximos y comercio que imponía un precio del carbón a gran parte de su industria. De hecho, el impuesto parece recaer más que nada sobre los proveedores extranjeros de carbón (y en menor medida sobre los proveedores extranjeros de hidrocarburos en Oriente Medio y Rusia). En cambio, la oposición por parte de los estados de los EE.UU. cuyas economías dependen en gran medida de la producción de carbón resultó decisiva para la suerte del proyecto de ley sobre el cambio climático de Obama.
La experiencia de los EE.UU. tiene consecuencias mayores. Si resultara imposible introducir un impuesto moderado al carbono en una economía rica, no cabe la menor duda de que China no ofrecerá compromiso alguno para la próxima generación, por ser un país que sigue siendo mucho más pobre y que depende aún más del carbón autóctono que los EE.UU., y, después de China, asoma la India como la siguiente superpotencia industrial en ascenso basada en el carbón.
Sin un compromiso válido de los EE.UU., el Acuerdo de Copenhague, tan laboriosamente logrado el año pasado, ha pasado a ser inútil. Todo seguirá igual, tanto desde el punto de vista de la diplomacia en materia de cambio climático con su circo itinerante de grandes reuniones internacionales, como desde el del rápido aumento de las emisiones.
Las reuniones van encaminadas a dar la impresión de que los dirigentes del mundo siguen buscando una solución para el problema, pero el aumento de las emisiones de CO2 constituye lo que de verdad está ocurriendo en el terreno: una base industrial en rápido crecimiento en los mercados en ascenso que va a ir unida a una utilización intensiva del carbón. Así, resultará extraordinariamente difícil invertir la tendencia en el futuro.
Un planeta compuesto de Estados-nación, dominados, a su vez, por grupos de intereses especiales, no parece capacitado para resolver el problema. Lamentablemente, existe demasiado carbón por ahí para propulsar emisiones aún mayores durante al menos otro siglo. Así, pues, el mundo se calentará mucho más. La única incertidumbre es cuánto más lo hará.
La adopción de medidas decididas en el nivel mundial sólo llegará a ser posible cuando el cambio climático ya no sea una predicción científica, sino una realidad que la población sienta, pero, en ese momento, será demasiado tarde para invertir las repercusiones de decenios de emisiones excesivas. Un mundo incapaz de prevenir el cambio climático tendrá que vivir con él.
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Since Plato’s Republic 2,300 years ago, philosophers have understood the process by which demagogues come to power in free and fair elections, only to overthrow democracy and establish tyrannical rule. The process is straightforward, and we have now just watched it play out.
observes that philosophers since Plato have understood how tyrants come to power in free elections.
Despite being a criminal, a charlatan, and an aspiring dictator, Donald Trump has won not only the Electoral College, but also the popular vote – a feat he did not achieve in 2016 or 2020. A nihilistic voter base, profit-hungry business leaders, and craven Republican politicians are to blame.
points the finger at a nihilistic voter base, profit-hungry business leaders, and craven Republican politicians.
BRUSELAS – A veces la noticia más importante es lo que no está sucediendo. Este verano nos ha dado un ejemplo así: el proyecto de ley sobre el cambio climático, que el Presidente Barack Obama ha impulsado tanto, no será presentado siquiera al Senado de los Estados Unidos, porque no tiene posibilidad alguna de ser aprobado.
Eso significa que los EE.UU. están a punto de repetir su “experiencia de Kyoto”. Hace veinte años, en 1990, los EE.UU. participaron (al menos inicialmente) en las primeras negociaciones mundiales encaminadas a lograr un acuerdo mundial para reducir las emisiones de CO2. En aquel momento, la Unión Europea y los EE.UU. eran, con mucha diferencia, los mayores emisores, por lo que parecía apropiado eximir de compromiso alguno a las economías en ascenso del mundo. Con el tiempo, resultó claro que los EE.UU. no iban a cumplir con su compromiso, por la oposición, como ahora, del Senado. Entonces la UE siguió adelante sola, al introducir su innovador sistema de compraventa de emisiones con la esperanza de que Europa guiara mediante el ejemplo.
Sin el plan legislativo americano sobre el cambio climático, las promesas hechas por el gobierno de los EE.UU. hace tan sólo siete meses en la cumbre de Copenhague han pasado a ser inútiles. La estrategia europea está hecha jirones... y no sólo en el frente transatlántico.
El compromiso de China de aumentar la eficiencia en materia de CO2 de su economía en un 3 por ciento al año no sirve de ayuda, porque las tasas de crecimiento anual de casi 10 por ciento del PIB significan que las emisiones del país van a dispararse durante este decenio. De hecho, en 2020 las emisiones chinas podrían ser más del triple de las de Europa e incluso superar las de los EE.UU. y Europa combinadas. Eximir a los mercados en ascenso de compromiso alguno, como intentaba hacer el protocolo de Kyoto, carece ya de sentido.
¿Por qué han fracasado todos los intentos de fijar precios para las emisiones de carbono? Podemos encontrar la respuesta en una palabra: “carbón”... o, mejor dicho, el hecho de que el carbón sea barato y abundante.
La quema de hidrocarburos (gas natural y petróleo) produce agua y CO2. En cambio, la quema de carbón produce sólo CO2. Además, en comparación con el gas natural y el crudo de petróleo, el carbón es mucho más barato por tonelada de CO2 emitida, por lo que cualquier impuesto sobre el carbono tiene repercusiones mucho mayores en el carbón que en el crudo de petróleo (o el gas). Por esa razón, los propietarios de minas de carbón y sus clientes se oponen rotundamente a cualquier impuesto al carbono. Constituyen un grupo pequeño, pero bien organizado, que ejerce una inmensa capacidad de cabildeo para bloquear los intentos de limitar las emisiones de CO2 poniéndoles un precio, como habría hecho el previsto sistema de límites máximos y comercio de los EE.UU.
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En Europa, la producción de carbón autóctono ya no desempeña un papel económico importante. Así, pues, no es de extrañar que Europa pudiera promulgar un sistema de límites máximos y comercio que imponía un precio del carbón a gran parte de su industria. De hecho, el impuesto parece recaer más que nada sobre los proveedores extranjeros de carbón (y en menor medida sobre los proveedores extranjeros de hidrocarburos en Oriente Medio y Rusia). En cambio, la oposición por parte de los estados de los EE.UU. cuyas economías dependen en gran medida de la producción de carbón resultó decisiva para la suerte del proyecto de ley sobre el cambio climático de Obama.
La experiencia de los EE.UU. tiene consecuencias mayores. Si resultara imposible introducir un impuesto moderado al carbono en una economía rica, no cabe la menor duda de que China no ofrecerá compromiso alguno para la próxima generación, por ser un país que sigue siendo mucho más pobre y que depende aún más del carbón autóctono que los EE.UU., y, después de China, asoma la India como la siguiente superpotencia industrial en ascenso basada en el carbón.
Sin un compromiso válido de los EE.UU., el Acuerdo de Copenhague, tan laboriosamente logrado el año pasado, ha pasado a ser inútil. Todo seguirá igual, tanto desde el punto de vista de la diplomacia en materia de cambio climático con su circo itinerante de grandes reuniones internacionales, como desde el del rápido aumento de las emisiones.
Las reuniones van encaminadas a dar la impresión de que los dirigentes del mundo siguen buscando una solución para el problema, pero el aumento de las emisiones de CO2 constituye lo que de verdad está ocurriendo en el terreno: una base industrial en rápido crecimiento en los mercados en ascenso que va a ir unida a una utilización intensiva del carbón. Así, resultará extraordinariamente difícil invertir la tendencia en el futuro.
Un planeta compuesto de Estados-nación, dominados, a su vez, por grupos de intereses especiales, no parece capacitado para resolver el problema. Lamentablemente, existe demasiado carbón por ahí para propulsar emisiones aún mayores durante al menos otro siglo. Así, pues, el mundo se calentará mucho más. La única incertidumbre es cuánto más lo hará.
La adopción de medidas decididas en el nivel mundial sólo llegará a ser posible cuando el cambio climático ya no sea una predicción científica, sino una realidad que la población sienta, pero, en ese momento, será demasiado tarde para invertir las repercusiones de decenios de emisiones excesivas. Un mundo incapaz de prevenir el cambio climático tendrá que vivir con él.