LONDRES – El mundo puede estar agradecido de que Donald Trump ya no sea presidente de Estados Unidos. Mientras ocupó el cargo, Trump envidió al presidente ruso Vladímir Putin por su autoritarismo brutal, e infamemente aceptó el consejo del hombre fuerte del Kremlin de entrometerse en las elecciones (en vez de las sugerencias de las agencias de inteligencia estadounidenses). Y, después de describir las tácticas de Putin frente a Ucrania como «geniales» apenas horas después de que Rusia lanzara una invasión masiva contra ese país, Trump tuvo la desfachatez de afirmar que el ataque no hubiera ocurrido durante su mandato.
Cuando Putin puso las fuerzas nucleares rusas en alerta, el presidente estadounidense Joe Biden reaccionó con la necesaria calma de un experto. Mejor ni pensar en lo que podría haber hecho Trump precipitadamente.
Después de que Trump debilitó a los aliados estadounidenses en Europa y el este asiático durante su presidencia, Biden logró con gran paciencia y tacto recuperar la unidad entre ellos. Incluso Alemania, que finalmente aumentó su presupuesto para la defensa, hizo lo que muchos gobiernos estadounidenses, incluido el de Trump, trataron de conseguir: asumió ahora un papel significativo en el apoyo a Ucrania (aunque esto tal vez refleje más las acciones de Putin que un logro de Biden).
Pero, según una reciente encuesta de opinión, el 62 % de los estadounidenses cree que Rusia no hubiera invadido Ucrania con Trump en la Casa Blanca, y el 59 % piensa que el ataque ruso se debió a la debilidad de Biden. Según otra encuesta de Fox News, realizada antes de la invasión, mientras que el 81 % de los republicanos tienen una opinión negativa sobre Putin, al 92 % no les gusta Biden.
Aunque las encuestas de opinión no siempre son confiables, estos sorprendentes números requieren una explicación. En términos de la política exterior (algo que no interesa a la mayoría de los estadounidenses), Biden no puede ganar. Muchos lo ven como un debilucho apaciguador que abandonó a Afganistán, mima a los europeos y muestra debilidad frente a Rusia, o como un combatiente de la Guerra Fría que provocó la invasión rusa cuando se negó a hacer ajustes frente a las preocupaciones de Putin relacionadas con la seguridad.
Biden tiene además la mala suerte de estar obligado a lidiar con las secuelas de la pandemia de COVID-19, entre ellas, los aumentos del precio del combustible (algo que sí interesa a la mayoría de los estadounidenses), de la inflación y del crimen en las calles. Estas cosas no son su culpa, pero no tiene alternativa. Por ello, los demócratas podrían fácilmente perder su ajustada mayoría legislativa en las elecciones en noviembre de este año.
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Creo, sin embargo, que los problemas de Biden son más profundos. En parte es una cuestión de edad: a los 79 años, es un anciano. Y no solo eso, es un viejo blanco liberal que personifica un mundo que se desploma tan rápidamente que ya casi no existe. Es la golpeada y arrugada cara de la pax americana, la hegemonía estadounidense a veces benévola y a veces pérfida de lo que se solía llamar «el mundo libre». En la seguridad del seno del poder militar estadounidense, los europeos occidentales, al igual que los japoneses y coreanos del sur, disfrutaron una seguridad sin precedentes desde fines de la Segunda Guerra Mundial.
El sol se pone sobre ese mundo liderado por EE. UU., pero no solo porque todo debe llegar a su fin en algún momento. El ascenso de superpotencias rivales es inevitable, al contrario de las afirmaciones triunfalistas occidentales de fines de la Guerra Fría, la historia nunca termina. La relativa caída estadounidense también tiene algo que ver con esta tendencia hacia el orgullo desmedido. Las imprudentes guerras de EE. UU., principalmente en Vietnam y Medio Oriente, terminaron con desastres que perjudicaron en gran medida su posición en el mundo.
De todas formas, los enemigos externos rara vez son el motivo por el que caen los imperios, incluso aquellos informales como el estadounidense. Es más frecuente que los imperios pierdan impulso. El escritor indio Nirad C. Chaudhuri atribuyó el colapso del Raj británico en la India a «puro miedo». Por supuesto que se trató de una afirmación provocadora, pero algo de razón tenía. Cuando los imperialistas dejan de creer en su propia causa, el fin se acerca.
Algo parecido ocurrió en la Unión Soviética alrededor de 1990, cuando los líderes de un esclerótico Partido Comunista perdieron el deseo de apuntalar un imperio decadente. La Unión Soviética colapsó entonces rápidamente, y EE. UU. y sus aliados no hicieron nada para atenuar la humillación. Putin, que fue funcionario de la KGB en Alemania Oriental a fines de la década de 1980 planea su venganza desde entonces.
Las cosas probablemente no se vendrán abajo tan rápidamente en el caso de EE. UU. (sobre todo porque aún es un país muy rico con un ejército formidable), pero cada vez son menos los estadounidenses que sienten la necesidad de mantener la pax americana que, después de todo, es cara. Los republicanos al servicio de Trump ansían la vuelta a la década de 1930, cuando los miembros del Comité America First propugnaban el aislamiento de EE. UU. de los conflictos externos y alegremente hubieran hecho un pacto con Hitler, un líder al que algunos de ellos admiraban de todos modos.
Muchos demócratas jóvenes en la actualidad muestran la misma falta de entusiasmo por el uso del poder estadounidense en el mundo, ya que lo consideran un neoimperialismo nocivo. Su principal interés reside en la diversidad y la inclusión a nivel nacional, que se expresa en causas como la igualdad de género, los derechos LGBTQ y «Las vidas negras importan». La vieja guardia de atlantistas, quienes aún creen en un orden mundial liberal a cargo de hombres (y un puñado de mujeres) benévolos, son ahora los últimos mohicanos.
Biden es uno de esos mohicanos. Me alegra que esté a cargo ahora en vez de un miembro del America First o un político centrado completamente en cuestiones sociales internas, pero una vez que haya aportado lo suyo en esta época de crisis, espero que deje el escenario rápidamente y de buena gana. Es hora de que un demócrata más joven, que no sea aislacionista ni cuasiimperialista, intente asumir la presidencia. No es necesario que esa persona sea una mujer, alguien de color o gay, pero tal vez ayude.
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At the end of a year of domestic and international upheaval, Project Syndicate commentators share their favorite books from the past 12 months. Covering a wide array of genres and disciplines, this year’s picks provide fresh perspectives on the defining challenges of our time and how to confront them.
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LONDRES – El mundo puede estar agradecido de que Donald Trump ya no sea presidente de Estados Unidos. Mientras ocupó el cargo, Trump envidió al presidente ruso Vladímir Putin por su autoritarismo brutal, e infamemente aceptó el consejo del hombre fuerte del Kremlin de entrometerse en las elecciones (en vez de las sugerencias de las agencias de inteligencia estadounidenses). Y, después de describir las tácticas de Putin frente a Ucrania como «geniales» apenas horas después de que Rusia lanzara una invasión masiva contra ese país, Trump tuvo la desfachatez de afirmar que el ataque no hubiera ocurrido durante su mandato.
Cuando Putin puso las fuerzas nucleares rusas en alerta, el presidente estadounidense Joe Biden reaccionó con la necesaria calma de un experto. Mejor ni pensar en lo que podría haber hecho Trump precipitadamente.
Después de que Trump debilitó a los aliados estadounidenses en Europa y el este asiático durante su presidencia, Biden logró con gran paciencia y tacto recuperar la unidad entre ellos. Incluso Alemania, que finalmente aumentó su presupuesto para la defensa, hizo lo que muchos gobiernos estadounidenses, incluido el de Trump, trataron de conseguir: asumió ahora un papel significativo en el apoyo a Ucrania (aunque esto tal vez refleje más las acciones de Putin que un logro de Biden).
Pero, según una reciente encuesta de opinión, el 62 % de los estadounidenses cree que Rusia no hubiera invadido Ucrania con Trump en la Casa Blanca, y el 59 % piensa que el ataque ruso se debió a la debilidad de Biden. Según otra encuesta de Fox News, realizada antes de la invasión, mientras que el 81 % de los republicanos tienen una opinión negativa sobre Putin, al 92 % no les gusta Biden.
Aunque las encuestas de opinión no siempre son confiables, estos sorprendentes números requieren una explicación. En términos de la política exterior (algo que no interesa a la mayoría de los estadounidenses), Biden no puede ganar. Muchos lo ven como un debilucho apaciguador que abandonó a Afganistán, mima a los europeos y muestra debilidad frente a Rusia, o como un combatiente de la Guerra Fría que provocó la invasión rusa cuando se negó a hacer ajustes frente a las preocupaciones de Putin relacionadas con la seguridad.
Biden tiene además la mala suerte de estar obligado a lidiar con las secuelas de la pandemia de COVID-19, entre ellas, los aumentos del precio del combustible (algo que sí interesa a la mayoría de los estadounidenses), de la inflación y del crimen en las calles. Estas cosas no son su culpa, pero no tiene alternativa. Por ello, los demócratas podrían fácilmente perder su ajustada mayoría legislativa en las elecciones en noviembre de este año.
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Creo, sin embargo, que los problemas de Biden son más profundos. En parte es una cuestión de edad: a los 79 años, es un anciano. Y no solo eso, es un viejo blanco liberal que personifica un mundo que se desploma tan rápidamente que ya casi no existe. Es la golpeada y arrugada cara de la pax americana, la hegemonía estadounidense a veces benévola y a veces pérfida de lo que se solía llamar «el mundo libre». En la seguridad del seno del poder militar estadounidense, los europeos occidentales, al igual que los japoneses y coreanos del sur, disfrutaron una seguridad sin precedentes desde fines de la Segunda Guerra Mundial.
El sol se pone sobre ese mundo liderado por EE. UU., pero no solo porque todo debe llegar a su fin en algún momento. El ascenso de superpotencias rivales es inevitable, al contrario de las afirmaciones triunfalistas occidentales de fines de la Guerra Fría, la historia nunca termina. La relativa caída estadounidense también tiene algo que ver con esta tendencia hacia el orgullo desmedido. Las imprudentes guerras de EE. UU., principalmente en Vietnam y Medio Oriente, terminaron con desastres que perjudicaron en gran medida su posición en el mundo.
De todas formas, los enemigos externos rara vez son el motivo por el que caen los imperios, incluso aquellos informales como el estadounidense. Es más frecuente que los imperios pierdan impulso. El escritor indio Nirad C. Chaudhuri atribuyó el colapso del Raj británico en la India a «puro miedo». Por supuesto que se trató de una afirmación provocadora, pero algo de razón tenía. Cuando los imperialistas dejan de creer en su propia causa, el fin se acerca.
Algo parecido ocurrió en la Unión Soviética alrededor de 1990, cuando los líderes de un esclerótico Partido Comunista perdieron el deseo de apuntalar un imperio decadente. La Unión Soviética colapsó entonces rápidamente, y EE. UU. y sus aliados no hicieron nada para atenuar la humillación. Putin, que fue funcionario de la KGB en Alemania Oriental a fines de la década de 1980 planea su venganza desde entonces.
Las cosas probablemente no se vendrán abajo tan rápidamente en el caso de EE. UU. (sobre todo porque aún es un país muy rico con un ejército formidable), pero cada vez son menos los estadounidenses que sienten la necesidad de mantener la pax americana que, después de todo, es cara. Los republicanos al servicio de Trump ansían la vuelta a la década de 1930, cuando los miembros del Comité America First propugnaban el aislamiento de EE. UU. de los conflictos externos y alegremente hubieran hecho un pacto con Hitler, un líder al que algunos de ellos admiraban de todos modos.
Muchos demócratas jóvenes en la actualidad muestran la misma falta de entusiasmo por el uso del poder estadounidense en el mundo, ya que lo consideran un neoimperialismo nocivo. Su principal interés reside en la diversidad y la inclusión a nivel nacional, que se expresa en causas como la igualdad de género, los derechos LGBTQ y «Las vidas negras importan». La vieja guardia de atlantistas, quienes aún creen en un orden mundial liberal a cargo de hombres (y un puñado de mujeres) benévolos, son ahora los últimos mohicanos.
Biden es uno de esos mohicanos. Me alegra que esté a cargo ahora en vez de un miembro del America First o un político centrado completamente en cuestiones sociales internas, pero una vez que haya aportado lo suyo en esta época de crisis, espero que deje el escenario rápidamente y de buena gana. Es hora de que un demócrata más joven, que no sea aislacionista ni cuasiimperialista, intente asumir la presidencia. No es necesario que esa persona sea una mujer, alguien de color o gay, pero tal vez ayude.
Traducción al español por Ant-Translation