Al asistir la semana pasada en París a una modesta, pero digna, ceremonia conmemorativa en honor de la periodista rusa Anna Politkovskaya –mujer de un "valor sin límites", como dijo su editor francés–, recordé otro tributo póstumo en el que participé hace casi diecisiete años en Moscú. A diferencia de Politkovskaya, el gran científico y activista en pro de los derechos humanos Andrei Sajarov no había sido asesinado y el tributo que se le rindió entonces parecía la celebración de una nueva época. Se estaba pasando otra página, que estaba llena de incertidumbre, pero también de la esperanza de que Rusia fuera camino de ser un "país normal".
Al asistir la semana pasada en París a una modesta, pero digna, ceremonia conmemorativa en honor de la periodista rusa Anna Politkovskaya –mujer de un "valor sin límites", como dijo su editor francés–, recordé otro tributo póstumo en el que participé hace casi diecisiete años en Moscú. A diferencia de Politkovskaya, el gran científico y activista en pro de los derechos humanos Andrei Sajarov no había sido asesinado y el tributo que se le rindió entonces parecía la celebración de una nueva época. Se estaba pasando otra página, que estaba llena de incertidumbre, pero también de la esperanza de que Rusia fuera camino de ser un "país normal".