LONDREN – En enero se celebró en los Países Bajos una Cumbre de Adaptación Climática por vía digital en que representantes de gobiernos de todo el mundo hablaron de sus respectivos planes pospandemia. Muchos enfatizaron que, para aprovechar el notablemente poco costoso endeudamiento público, harían inversiones estatales directas en infraestructura verde para promover la adaptación climática y estimular la economía.
Puesto que es cada vez más evidente que el sistema climático ya está sufriendo cambios inevitables, habría que aplaudir este cambio de enfoque hacia la adaptación. Sin embargo, no hay que subestimar las implicancias constitucionales de aumentar el intervencionismo estatal. Siempre que un estado promete usar su poder sobre toda una sociedad –en este caso, para blindar a toda una economía contra los fenómenos climáticos-, las fuentes y el alcance de su legitimidad se debatirán intensamente.
Ya lo están siendo en los tribunales de varios países. En 2015, Urgenda, una organización no gubernamental, demandó al gobierno holandés por no haber protegido al pueblo holandés frente al mayor riesgo que supone el cambio climático para países situados en tierras bajas. La implicancia es que el no haber alcanzado los objetivos nacionales de reducción de emisiones constituía una evidencia de la negligencia estatal. En 2019, la Corte Suprema en La Haya manifestó su acuerdo: mediante una sentencia a favor de Urgenda, obligó al estado a buscar mayores reducciones de emisiones.
Si bien el caso Urgenda se enmarcó inicialmente como una aplicación de la ley de responsabilidad civil, en última instancia dependía de las obligaciones del estado holandés como firmante de la Convención Europea sobre Derechos Humanos. Y puesto que el foco de atención pasó a ser los riesgos vividos por toda la población, se convirtió en un problema constitucional. La decisión de la Corte Suprema caracterizó los efectos del cambio climático (proyectados por la ciencia) como una infracción a los derechos humanos, y con ello sentenció que el estado tenía un deber que ejercer. Es de suponer que el mismo deber que se aplica a la mitigación climática (reducción de las emisiones) también lo hará a las inversiones en adaptación.
No obstante, una adaptación climática sistemática implica la transformación del paisaje físico a una escala que sin duda causará reacciones. A principios del siglo veinte, la población humana se triplicó con el paso de sociedades rurales y agrícolas a economías de consumidores urbanos. Como resultado, cambiaron las expectativas. Una población más adinerada y asertiva ya no podía tolerar riesgos (como las inundaciones y las sequías) que antes se habían aceptado como parte de la vida.
Cuando llegó la Gran Depresión, los gobiernos respondieron con programas de modernización impulsados por la construcción de infraestructura, diseñados para controlar un ambiente poco previsible y evitar que amenazara el crecimiento y la estabilidad económicos. La proliferación de represas, diques y canales representó una extraordinaria demostración de soberanía. La esencia de esta cruzada tecnocrática contra la inseguridad económica era parecida a como algunos quisieran que sea la respuesta estatal frente al cambio climático actual.
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En los Estados Unidos, la Autoridad del Valle de Tennessee (TVA, por sus siglas en inglés) se convirtió en el arquetipo de la modernización impulsada por el estado. Dotada de un extraordinario poder ejecutivo como corporación de propiedad federal, la TVA pudo expropiar tierras en nombre del interés público y disponer de importantes recursos federales. Sin embargo, y a pesar de transformar una de las regiones más pobres de su país, enfrentó una oposición tan fuerte por parte de quienes la veían como un exceso del federalismo que hasta la fecha ningún proyecto similar se ha creado en EE.UU. De hecho, la respuesta a la TVA sembró las semillas del movimiento antiinfraestructura y antirrepresas que cundió por el mundo en la segunda mitad del siglo veinte.
Sin una comprensión en común sobre dónde terminan los derechos individuales y comienza la responsabilidad colectiva, toda transformación sistemática del paisaje será una batalla cuesta arriba, sin importar su intención. Los proyectos de adaptación climática no pueden convertirse en moneda corriente en las políticas públicas si su naturaleza es meramente tecnocrática. En lugar de ello, deben impulsar un nuevo contrato entre el estado y sus ciudadanos. Es necesario un acuerdo constitucional que defina los riesgos que la sociedad está dispuesta a soportar y que fije un umbral para tomar acciones colectivas contra amenazas intolerables.
Puesto que el constitucionalismo moderno se desarrolló a lo largo de las crisis de la viruela y la fiebre amarilla, la salud pública ofrece una útil analogía sobre cómo surgen esos acuerdos. En su decisión de 1905 en el caso Jacobson v. Massachusetts, la Corte Suprema estadounidense sentenció que el derecho de una comunidad a protegerse contra una epidemia letal le permitía adoptar medidas contra aquellas personas que se negaran a vacunarse contra la viruela, incluso mediante leyes que hicieran la inoculación obligatoria.
Desde entonces, en la mayoría de las democracias un siglo de jurisprudencia ha producido un gran cuerpo de doctrinas constitucionales que dan legitimidad a las políticas de estado para manejar la salud pública. Estas prerrogativas han estado visibles para todos en la pandemia de COVID-19: los confinamientos ordenados por los gobiernos han limitado las libertades individuales de modos que raramente se ven sin un juicio de por medio.
Los ciudadanos han aceptado estas intervenciones no solo debido a la jurisprudencia del pasado, sino a toda la historia social y política que el sistema legal ha metabolizado para estar donde está hoy. Somos los beneficiarios de décadas de debate sobre la importancia de la salud pública; de enormes cantidades de datos epidemiológicos que se han ganado la confianza de tribunales y políticos, y de inmensas inversiones en una compleja red de instituciones –entidades de gobierno, universidades, reguladores- que se ha construido a lo largo del tiempo. Estos y otros factores han ayudado a que los ciudadanos converjan en una serie de principios que hacen de la salud pública una importante prioridad colectiva.
Hoy la humanidad ha llegado a un punto de inflexión en que el cambio climático ha adquirido un valor normativo. La evidencia que justifica una acción estatal concertada no hace más que crecer. Pero si bien la adaptación climática es un imperativo tan urgente como la salud pública, todavía tiene que ganarse el mismo nivel de aceptación social.
Para que las políticas climáticas se vuelvan más que un proyecto tecnocrático, los gobiernos tendrán que invertir no solo en infraestructura y cambios de uso del suelo, sino también en capital intelectual, instituciones reguladoras, investigación y educación. Ahora es el momento de que la gente participe en los debates que definirán las fronteras entre derechos individuales y responsabilidad colectiva en la era del cambio climático. En la medida en que los límites al ejercicio del poder estatal son la base última del constitucionalismo moderno, la aceptación de la adaptación climática por parte de la sociedad representa un significativo momento constitucional.
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In 2024, global geopolitics and national politics have undergone considerable upheaval, and the world economy has both significant weaknesses, including Europe and China, and notable bright spots, especially the US. In the coming year, the range of possible outcomes will broaden further.
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LONDREN – En enero se celebró en los Países Bajos una Cumbre de Adaptación Climática por vía digital en que representantes de gobiernos de todo el mundo hablaron de sus respectivos planes pospandemia. Muchos enfatizaron que, para aprovechar el notablemente poco costoso endeudamiento público, harían inversiones estatales directas en infraestructura verde para promover la adaptación climática y estimular la economía.
Puesto que es cada vez más evidente que el sistema climático ya está sufriendo cambios inevitables, habría que aplaudir este cambio de enfoque hacia la adaptación. Sin embargo, no hay que subestimar las implicancias constitucionales de aumentar el intervencionismo estatal. Siempre que un estado promete usar su poder sobre toda una sociedad –en este caso, para blindar a toda una economía contra los fenómenos climáticos-, las fuentes y el alcance de su legitimidad se debatirán intensamente.
Ya lo están siendo en los tribunales de varios países. En 2015, Urgenda, una organización no gubernamental, demandó al gobierno holandés por no haber protegido al pueblo holandés frente al mayor riesgo que supone el cambio climático para países situados en tierras bajas. La implicancia es que el no haber alcanzado los objetivos nacionales de reducción de emisiones constituía una evidencia de la negligencia estatal. En 2019, la Corte Suprema en La Haya manifestó su acuerdo: mediante una sentencia a favor de Urgenda, obligó al estado a buscar mayores reducciones de emisiones.
Si bien el caso Urgenda se enmarcó inicialmente como una aplicación de la ley de responsabilidad civil, en última instancia dependía de las obligaciones del estado holandés como firmante de la Convención Europea sobre Derechos Humanos. Y puesto que el foco de atención pasó a ser los riesgos vividos por toda la población, se convirtió en un problema constitucional. La decisión de la Corte Suprema caracterizó los efectos del cambio climático (proyectados por la ciencia) como una infracción a los derechos humanos, y con ello sentenció que el estado tenía un deber que ejercer. Es de suponer que el mismo deber que se aplica a la mitigación climática (reducción de las emisiones) también lo hará a las inversiones en adaptación.
No obstante, una adaptación climática sistemática implica la transformación del paisaje físico a una escala que sin duda causará reacciones. A principios del siglo veinte, la población humana se triplicó con el paso de sociedades rurales y agrícolas a economías de consumidores urbanos. Como resultado, cambiaron las expectativas. Una población más adinerada y asertiva ya no podía tolerar riesgos (como las inundaciones y las sequías) que antes se habían aceptado como parte de la vida.
Cuando llegó la Gran Depresión, los gobiernos respondieron con programas de modernización impulsados por la construcción de infraestructura, diseñados para controlar un ambiente poco previsible y evitar que amenazara el crecimiento y la estabilidad económicos. La proliferación de represas, diques y canales representó una extraordinaria demostración de soberanía. La esencia de esta cruzada tecnocrática contra la inseguridad económica era parecida a como algunos quisieran que sea la respuesta estatal frente al cambio climático actual.
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En los Estados Unidos, la Autoridad del Valle de Tennessee (TVA, por sus siglas en inglés) se convirtió en el arquetipo de la modernización impulsada por el estado. Dotada de un extraordinario poder ejecutivo como corporación de propiedad federal, la TVA pudo expropiar tierras en nombre del interés público y disponer de importantes recursos federales. Sin embargo, y a pesar de transformar una de las regiones más pobres de su país, enfrentó una oposición tan fuerte por parte de quienes la veían como un exceso del federalismo que hasta la fecha ningún proyecto similar se ha creado en EE.UU. De hecho, la respuesta a la TVA sembró las semillas del movimiento antiinfraestructura y antirrepresas que cundió por el mundo en la segunda mitad del siglo veinte.
Sin una comprensión en común sobre dónde terminan los derechos individuales y comienza la responsabilidad colectiva, toda transformación sistemática del paisaje será una batalla cuesta arriba, sin importar su intención. Los proyectos de adaptación climática no pueden convertirse en moneda corriente en las políticas públicas si su naturaleza es meramente tecnocrática. En lugar de ello, deben impulsar un nuevo contrato entre el estado y sus ciudadanos. Es necesario un acuerdo constitucional que defina los riesgos que la sociedad está dispuesta a soportar y que fije un umbral para tomar acciones colectivas contra amenazas intolerables.
Puesto que el constitucionalismo moderno se desarrolló a lo largo de las crisis de la viruela y la fiebre amarilla, la salud pública ofrece una útil analogía sobre cómo surgen esos acuerdos. En su decisión de 1905 en el caso Jacobson v. Massachusetts, la Corte Suprema estadounidense sentenció que el derecho de una comunidad a protegerse contra una epidemia letal le permitía adoptar medidas contra aquellas personas que se negaran a vacunarse contra la viruela, incluso mediante leyes que hicieran la inoculación obligatoria.
Desde entonces, en la mayoría de las democracias un siglo de jurisprudencia ha producido un gran cuerpo de doctrinas constitucionales que dan legitimidad a las políticas de estado para manejar la salud pública. Estas prerrogativas han estado visibles para todos en la pandemia de COVID-19: los confinamientos ordenados por los gobiernos han limitado las libertades individuales de modos que raramente se ven sin un juicio de por medio.
Los ciudadanos han aceptado estas intervenciones no solo debido a la jurisprudencia del pasado, sino a toda la historia social y política que el sistema legal ha metabolizado para estar donde está hoy. Somos los beneficiarios de décadas de debate sobre la importancia de la salud pública; de enormes cantidades de datos epidemiológicos que se han ganado la confianza de tribunales y políticos, y de inmensas inversiones en una compleja red de instituciones –entidades de gobierno, universidades, reguladores- que se ha construido a lo largo del tiempo. Estos y otros factores han ayudado a que los ciudadanos converjan en una serie de principios que hacen de la salud pública una importante prioridad colectiva.
Hoy la humanidad ha llegado a un punto de inflexión en que el cambio climático ha adquirido un valor normativo. La evidencia que justifica una acción estatal concertada no hace más que crecer. Pero si bien la adaptación climática es un imperativo tan urgente como la salud pública, todavía tiene que ganarse el mismo nivel de aceptación social.
Para que las políticas climáticas se vuelvan más que un proyecto tecnocrático, los gobiernos tendrán que invertir no solo en infraestructura y cambios de uso del suelo, sino también en capital intelectual, instituciones reguladoras, investigación y educación. Ahora es el momento de que la gente participe en los debates que definirán las fronteras entre derechos individuales y responsabilidad colectiva en la era del cambio climático. En la medida en que los límites al ejercicio del poder estatal son la base última del constitucionalismo moderno, la aceptación de la adaptación climática por parte de la sociedad representa un significativo momento constitucional.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen