COPENHAGUE – Miles de políticos, burócratas y activistas del medio ambiente han llegado a Copenhague para la cumbre global COP15 sobre el cambio climático con todos los bríos -y la buena imagen de sí mismos- de un grupo de comandos convencidos de que están a punto de salvar el mundo. Y, aunque las diferencias políticas entre ellos siguen siendo enormes, los delegados se están felicitando mutuamente por tener las respuestas al cambio global.
El colorido lenguaje y la pretenciosa autoconfianza que aquí repletan el Bella Center me recuerdan una escena similar: Kyoto, 1997. Allí los líderes mundiales firmaron de verdad un acuerdo legalmente vinculante para reducir las emisiones de carbono, algo que no verán los asistentes a esta cumbre. Sin embargo, ¿qué logró el Protocolo de Kyoto? Hasta ahora al menos, prácticamente nada.
Es verdad que Europa ha dado algunos pasos para reducir sus emisiones. Sin embargo, de los 15 países de la Unión Europea representados en la cumbre de Kyoto, 10 todavía no cumplen los objetivos acordados allí. Tampoco lo harán Japón ni Canadá. Y Estados Unidos ni siquiera ratificó el acuerdo. En total, lo probable es que apenas logremos un 5% la reducción comprometida en Kyoto.
Para ponerlo de otra manera, digamos que indexamos las emisiones globales de 1990 en 100. Si no hubiera existido el protocolo de Kyoto, el nivel de 2010 habría sido de 142,7. Con la implementación completa del protocolo, habría sido de 133. De hecho, el resultado real probablemente sea un nivel de 142, 2 para el 2010... prácticamente lo mismo que si no hubiésemos hecho nada. Considerando los 12 años de conversaciones y alabanzas por Kyoto, no se trata de un logro muy impresionante.
El Protocolo de Kyoto no fracasó porque alguna nación del mundo abandonara al resto. Falló porque hacer cortes rápidos y drásticos a las emisiones de carbono es extremadamente costoso. Se declare o no a Copenhague como una victoria política, los hechos ineludibles de la vida económica prevalecerán una vez más, y las promesas grandilocuentes quedarán nuevamente en nada.
Por eso soy partidario de abandonar la inútil estrategia de intentar hacer que los gobiernos prometan reducir las emisiones. En lugar de ello, el mundo debería centrar sus esfuerzos en hacer que las fuentes de energía no contaminantes sean menos costosas que los combustibles fósiles. Deberíamos estar negociando un acuerdo internacional para aumentar radicalmente el gasto en investigación y desarrollo de energías "verdes", hasta un total de 0,2% del PGB global, o 100 mil millones de dólares al año. Sin este tipo de esfuerzo concertado, las tecnologías alternativas sencillamente no podrán reemplazar a los combustibles fósiles.
Lamentablemente, los delegados de la COP15 parecen tener poco apetito por ese nivel de realismo. El primer día de la conferencia., el jefe del comité sobre el cambio climático de las Naciones Unidas, Yvo de Boer, declaró lo optimista que se sentía acerca de la continuación del enfoque de Kyoto: "Casi todos los días, los países anuncian nuevas metas o planes para reducir las emisiones", señaló.
Esas declaraciones pasan por alto el hecho de que tales promesas son casi completamente vacías. Las metas son inalcanzables, o bien las cifras están arregladas. Por ejemplo, el compromiso de Japón de lograr un 25% de reducción de las emisiones de carbono para 2020 suena no creíble... porque no lo es. No hay modo de que los japoneses realmente puedan cumplir una promesa así de ambiciosa.
Mientras tanto, China sacó aplausos antes de la cumbre de Copenhague al prometer reducir la intensidad de su uso del carbono (la cantidad de CO2 emitida por cada dólar de PGB) a lo largo de los próximos años en un 40 a 45% de su nivel de 2005. Si tomamos en cuenta las cifras de la Agencia de Energía Internacional, ya se esperaba que China redujera su intensidad de uso del carbono en un 40% sin nuevas medidas. A medida que se desarrolle su economía, China inevitablemente pasará a tener más industrias que hagan un uso menos intensivo del carbono. En otras palabras, China tomó lo que todo el mundo esperaba que ocurriera y, con un giro creativo, lo presentó como una nueva y ambiciosa iniciativa de política medio ambiental.
En encuentros como éste, siempre hay más ingenio verbal que sustancia. Piénsese en lo rápidos que fueron los delegados de Copenhague para restar importancia al escándalo que hoy se conoce como el “Climategate”, la indignación tras las divulgación de miles de inquietantes mensajes de correo electrónico y otros documentos tomados por piratas informáticos de las computadoras de un prestigioso centro británico de estudios sobre el medio ambiente.
Sería un error no aprender las lecciones de este lío. El “Climategate” expuso una cara de la comunidad científica que la gente nunca ve. No fue un espectáculo muy edificante.
Lo que revelaron los mensajes robados fue un grupo de los climatólogos más influyentes del mundo discutiendo, lanzando ideas y conspirando para obligar a adoptar una línea dogmática sobre el cambio climático. Los datos que no respaldaban sus supuestos sobre el calentamiento global fueron disfrazados. Se denigró como "idiotas" y "basura" a los expertos que no estaban de acuerdo con sus conclusiones. Se amenazó con boicotear a las publicaciones científicas revisadas por pares que se atrevieron a publicar artículos que les contradijeran. Se suprimió el disenso, se borraron hechos, se bloqueó el escrutinio de terceros y se ahogó el libre flujo de la información.
Predeciblemente, el texto de los más de 3000 mensajes de correo electrónico fue utilizado por los escépticos de que el cambio climático sea producto de la actividad humana como "prueba" de que se trata nada más que de un engaño creado por un montón de intelectuales presuntuosos. Y esa es la verdadera tragedia del "Climategate": el calentamiento global no es un invento, pero en momentos en que las encuestas de opinión pública revelan un ascenso del escepticismo público sobre este tema, este desagradable atisbo de científicos que intentan cocinar datos podría convertirse en una excusa para quitar todo el asunto de la mesa.
Lo que parece haber motivado a los científicos implicados en el Climategate fue la arrogante creencia de que la manera de salvar el mundo fue ocultar o distorsionar hallazgos ambiguos y contradictorios acerca del cambio climático que podrían "confundir" al público. Sin embargo, reemplazar el rigor científico con palabrería ingeniosa es una terrible estrategia.
También lo es seguir adoptando una estrategia frente al cambio climático que ha fracasado por cerca de dos décadas. En lugar de gastar papel en comentar las falencias del enfoque de Kyoto y fingir que las promesas grandiosas se pueden convertir en medidas reales, debemos reconocer que para salvar el mundo es necesaria una estrategia más inteligente que la se sigue tan dogmáticamente en Copenhague.
COPENHAGUE – Miles de políticos, burócratas y activistas del medio ambiente han llegado a Copenhague para la cumbre global COP15 sobre el cambio climático con todos los bríos -y la buena imagen de sí mismos- de un grupo de comandos convencidos de que están a punto de salvar el mundo. Y, aunque las diferencias políticas entre ellos siguen siendo enormes, los delegados se están felicitando mutuamente por tener las respuestas al cambio global.
El colorido lenguaje y la pretenciosa autoconfianza que aquí repletan el Bella Center me recuerdan una escena similar: Kyoto, 1997. Allí los líderes mundiales firmaron de verdad un acuerdo legalmente vinculante para reducir las emisiones de carbono, algo que no verán los asistentes a esta cumbre. Sin embargo, ¿qué logró el Protocolo de Kyoto? Hasta ahora al menos, prácticamente nada.
Es verdad que Europa ha dado algunos pasos para reducir sus emisiones. Sin embargo, de los 15 países de la Unión Europea representados en la cumbre de Kyoto, 10 todavía no cumplen los objetivos acordados allí. Tampoco lo harán Japón ni Canadá. Y Estados Unidos ni siquiera ratificó el acuerdo. En total, lo probable es que apenas logremos un 5% la reducción comprometida en Kyoto.
Para ponerlo de otra manera, digamos que indexamos las emisiones globales de 1990 en 100. Si no hubiera existido el protocolo de Kyoto, el nivel de 2010 habría sido de 142,7. Con la implementación completa del protocolo, habría sido de 133. De hecho, el resultado real probablemente sea un nivel de 142, 2 para el 2010... prácticamente lo mismo que si no hubiésemos hecho nada. Considerando los 12 años de conversaciones y alabanzas por Kyoto, no se trata de un logro muy impresionante.
El Protocolo de Kyoto no fracasó porque alguna nación del mundo abandonara al resto. Falló porque hacer cortes rápidos y drásticos a las emisiones de carbono es extremadamente costoso. Se declare o no a Copenhague como una victoria política, los hechos ineludibles de la vida económica prevalecerán una vez más, y las promesas grandilocuentes quedarán nuevamente en nada.
Por eso soy partidario de abandonar la inútil estrategia de intentar hacer que los gobiernos prometan reducir las emisiones. En lugar de ello, el mundo debería centrar sus esfuerzos en hacer que las fuentes de energía no contaminantes sean menos costosas que los combustibles fósiles. Deberíamos estar negociando un acuerdo internacional para aumentar radicalmente el gasto en investigación y desarrollo de energías "verdes", hasta un total de 0,2% del PGB global, o 100 mil millones de dólares al año. Sin este tipo de esfuerzo concertado, las tecnologías alternativas sencillamente no podrán reemplazar a los combustibles fósiles.
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Lamentablemente, los delegados de la COP15 parecen tener poco apetito por ese nivel de realismo. El primer día de la conferencia., el jefe del comité sobre el cambio climático de las Naciones Unidas, Yvo de Boer, declaró lo optimista que se sentía acerca de la continuación del enfoque de Kyoto: "Casi todos los días, los países anuncian nuevas metas o planes para reducir las emisiones", señaló.
Esas declaraciones pasan por alto el hecho de que tales promesas son casi completamente vacías. Las metas son inalcanzables, o bien las cifras están arregladas. Por ejemplo, el compromiso de Japón de lograr un 25% de reducción de las emisiones de carbono para 2020 suena no creíble... porque no lo es. No hay modo de que los japoneses realmente puedan cumplir una promesa así de ambiciosa.
Mientras tanto, China sacó aplausos antes de la cumbre de Copenhague al prometer reducir la intensidad de su uso del carbono (la cantidad de CO2 emitida por cada dólar de PGB) a lo largo de los próximos años en un 40 a 45% de su nivel de 2005. Si tomamos en cuenta las cifras de la Agencia de Energía Internacional, ya se esperaba que China redujera su intensidad de uso del carbono en un 40% sin nuevas medidas. A medida que se desarrolle su economía, China inevitablemente pasará a tener más industrias que hagan un uso menos intensivo del carbono. En otras palabras, China tomó lo que todo el mundo esperaba que ocurriera y, con un giro creativo, lo presentó como una nueva y ambiciosa iniciativa de política medio ambiental.
En encuentros como éste, siempre hay más ingenio verbal que sustancia. Piénsese en lo rápidos que fueron los delegados de Copenhague para restar importancia al escándalo que hoy se conoce como el “Climategate”, la indignación tras las divulgación de miles de inquietantes mensajes de correo electrónico y otros documentos tomados por piratas informáticos de las computadoras de un prestigioso centro británico de estudios sobre el medio ambiente.
Sería un error no aprender las lecciones de este lío. El “Climategate” expuso una cara de la comunidad científica que la gente nunca ve. No fue un espectáculo muy edificante.
Lo que revelaron los mensajes robados fue un grupo de los climatólogos más influyentes del mundo discutiendo, lanzando ideas y conspirando para obligar a adoptar una línea dogmática sobre el cambio climático. Los datos que no respaldaban sus supuestos sobre el calentamiento global fueron disfrazados. Se denigró como "idiotas" y "basura" a los expertos que no estaban de acuerdo con sus conclusiones. Se amenazó con boicotear a las publicaciones científicas revisadas por pares que se atrevieron a publicar artículos que les contradijeran. Se suprimió el disenso, se borraron hechos, se bloqueó el escrutinio de terceros y se ahogó el libre flujo de la información.
Predeciblemente, el texto de los más de 3000 mensajes de correo electrónico fue utilizado por los escépticos de que el cambio climático sea producto de la actividad humana como "prueba" de que se trata nada más que de un engaño creado por un montón de intelectuales presuntuosos. Y esa es la verdadera tragedia del "Climategate": el calentamiento global no es un invento, pero en momentos en que las encuestas de opinión pública revelan un ascenso del escepticismo público sobre este tema, este desagradable atisbo de científicos que intentan cocinar datos podría convertirse en una excusa para quitar todo el asunto de la mesa.
Lo que parece haber motivado a los científicos implicados en el Climategate fue la arrogante creencia de que la manera de salvar el mundo fue ocultar o distorsionar hallazgos ambiguos y contradictorios acerca del cambio climático que podrían "confundir" al público. Sin embargo, reemplazar el rigor científico con palabrería ingeniosa es una terrible estrategia.
También lo es seguir adoptando una estrategia frente al cambio climático que ha fracasado por cerca de dos décadas. En lugar de gastar papel en comentar las falencias del enfoque de Kyoto y fingir que las promesas grandiosas se pueden convertir en medidas reales, debemos reconocer que para salvar el mundo es necesaria una estrategia más inteligente que la se sigue tan dogmáticamente en Copenhague.