PRINCETON – En toda Latinoamérica la paciencia pública se está agotando; hay violencia en Chile y los peronistas vuelven al poder en Argentina. Durante casi cuarenta años, líderes y votantes han luchado por realinear las economías con los mercados globales, suavizando el ajuste con políticas sociales que protegieran a los más desfavorecidos. Coaliciones de centroderecha y centroizquierda coincidían a grandes rasgos. Aunque discutieran por la política tributaria y otras cuestiones, los latinoamericanos aceptaban que los mercados e inversores extranjeros eran necesarios.
Pero en los últimos diez años, el comercio internacional se desaceleró. La Organización Mundial del Comercio predice un crecimiento anémico del 3% en el mejor de los casos. Las guerras comerciales, el estancamiento de los tratados de libre comercio y el regreso del nacionalismo económico plantean una amenaza real a los latinoamericanos y a otros que dependen de los mercados extranjeros. Para colmo de males, la desigualdad de ingresos se ensanchó. Aunque ya era la región más injusta del mundo en este aspecto, América Latina había hecho algunos avances antes de 2015. Pero después, la desaceleración del crecimiento del PIB y políticas sociales torpes revirtieron la tendencia.
Los dirigentes latinoamericanos, de todo el espectro político, se hallan en un brete. Mientras el mundo dio la espalda a la globalización y a la apertura de fronteras para favorecer bloques nacionales y regionales, los gobiernos proglobalización enfrentan los anhelos de votantes que se tomaron en serio la promesa de derechos económicos y bienestar social. Al mismo tiempo, la invocación de la tríada tradición, familia y propiedad resultó atractiva para una creciente franja de la población que apoyó a Jair Bolsonaro en Brasil, a Keiko Fujimori en Perú o incluso a José Antonio Kast en Chile.
La gente está impaciente e indignada. La economía de Argentina viene en picado desde 2017; el salario real se redujo; aumentó la pobreza. Dos años antes, en 2015, Mauricio Macri obtuvo la presidencia con la promesa de que el ajuste fiscal y la apertura de Argentina al mundo alentarían un renacimiento económico. En vez de eso, sentaron las bases de su derrota. En muy pocos años el paquete de reformas promercado y apertura económica quedó aparentemente a contramano del resto del mundo, donde la política comenzó a girar en torno de la desglobalización, el nativismo y el proteccionismo, mientras la esperanza cedía paso a la frustración y a la incertidumbre por el futuro.
Frustración que incluso afecta al paradigma regional de la política de libre mercado, Chile. El 18 de octubre, una ola de protestas llevó al gobierno del presidente Sebastián Piñera a reprimir disturbios y saqueos con gendarmes, balas de goma y gas lacrimógeno. Durante la semana que siguió, el mundo vio imágenes que parecían contradecir la estabilidad del “modelo chileno”. Tras los disturbios y la sangrienta respuesta del ejército y de los “carabineros” llegaron videos de Piñera, rodeado de hombres en uniforme de fajina, declarando que el país estaba “en guerra”, una retórica que suscitó recuerdos de los diecisiete años de dictadura militar de Augusto Pinochet. Pese al impresionante desempeño de Chile en materia de crecimiento económico y reducción de la pobreza desde el final de la dictadura en 1990, la sombra de la desigualdad se cernía sobre el país; ahora, los que todavía no han visto los beneficios perdieron la paciencia.
Hasta a los gobiernos progresistas parece que se les acabó el tiempo. Hace unas pocas semanas, cuando el gobierno de Ecuador anunció una reducción de los subsidios a los combustibles, un estallido popular obligó al gobierno del presidente Lenin Moreno a huir de la capital, Quito. Heredero del gobierno de centroizquierda de Rafael Correa, Moreno había recurrido al Fondo Monetario Internacional y adoptado un programa de ajuste fiscal. Como en Chile, a las masivas manifestaciones se les respondió con dura represión. Al final, Moreno tuvo que archivar las controvertidas políticas para restaurar la paz.
En algunos casos, el malestar llevó a la parálisis. En Perú, la renuncia del presidente Pedro Pablo Kuczynski en marzo de 2018 envalentonó todavía más a las fuerzas populistas del fujimorismo en el Congreso y alentó manifestaciones contra la ilegitimidad de los políticos peruanos. El cierre del Congreso decidido el mes pasado por el actual presidente, Martín Vizcarra, genera dudas sobre el futuro del país.
A esto se suma la onda expansiva de la victoria de Bolsonaro en la elección presidencial del año pasado en Brasil, que puso fin al largo consenso de centroizquierda brasileño y dio paso a un nuevo régimen incivil y amiguista. Puesto que el FMI predice que el crecimiento económico este año será un 0,8%, no hay modo de saber hasta cuándo la retórica incendiaria de Bolsonaro mantendrá contentos a sus partidarios. Puede que también a él se le esté acabando el tiempo.
Cada país está viviendo un drama propio. Pero lo que es evidente en la región es que mientras el tejido de la integración global se deshilacha, los gobiernos latinoamericanos enfrentan un aumento de la insatisfacción popular y una marcada pérdida de confianza pública en los gobiernos y en las instituciones. El resultado es una escalada de protestas y respuestas represivas, que convierten pequeñas manifestaciones en enormes conflictos.
Hasta ahora, la excepción es Argentina, donde el malestar social se canalizó por la vía electoral. Pero cabe recordar que muchos que ahora votaron por los peronistas, en su momento votaron por las reformas de libre mercado de Macri. No está claro cuánto esperarán a que las promesas de Alberto Fernández se hagan realidad. El nuevo presidente es un pragmático astuto, pero no ignora que la lealtad de los votantes, especialmente cuando están presionados hasta el límite de la subsistencia, es inestable.
Algo fundamental cambió. América Latina no puede atar su suerte a las menguantes promesas de la globalización. Y tampoco puede volver al populismo a la vieja usanza. La única certeza es que la opinión pública tiene la mecha corta; muchos años de promesas alentaron expectativas en un tiempo en que el futuro se muestra especialmente sombrío.
No es la misma clase de agitación que vemos en Beirut o en Hong Kong, donde la gente sale a las calles para luchar contra regímenes no democráticos. Se trata en cambio de frustración económica, amplificada por la aparente ausencia de alternativas a la fallida globalización. El riesgo, claro está, es que los gobiernos imiten las tácticas de China y conviertan los problemas económicos en una lucha por el futuro de la democracia. La ominosa referencia de Piñera a una guerra interna rodeado de oficiales del ejército en uniforme no presagia nada bueno.
Traducción: Esteban Flamini
PRINCETON – En toda Latinoamérica la paciencia pública se está agotando; hay violencia en Chile y los peronistas vuelven al poder en Argentina. Durante casi cuarenta años, líderes y votantes han luchado por realinear las economías con los mercados globales, suavizando el ajuste con políticas sociales que protegieran a los más desfavorecidos. Coaliciones de centroderecha y centroizquierda coincidían a grandes rasgos. Aunque discutieran por la política tributaria y otras cuestiones, los latinoamericanos aceptaban que los mercados e inversores extranjeros eran necesarios.
Pero en los últimos diez años, el comercio internacional se desaceleró. La Organización Mundial del Comercio predice un crecimiento anémico del 3% en el mejor de los casos. Las guerras comerciales, el estancamiento de los tratados de libre comercio y el regreso del nacionalismo económico plantean una amenaza real a los latinoamericanos y a otros que dependen de los mercados extranjeros. Para colmo de males, la desigualdad de ingresos se ensanchó. Aunque ya era la región más injusta del mundo en este aspecto, América Latina había hecho algunos avances antes de 2015. Pero después, la desaceleración del crecimiento del PIB y políticas sociales torpes revirtieron la tendencia.
Los dirigentes latinoamericanos, de todo el espectro político, se hallan en un brete. Mientras el mundo dio la espalda a la globalización y a la apertura de fronteras para favorecer bloques nacionales y regionales, los gobiernos proglobalización enfrentan los anhelos de votantes que se tomaron en serio la promesa de derechos económicos y bienestar social. Al mismo tiempo, la invocación de la tríada tradición, familia y propiedad resultó atractiva para una creciente franja de la población que apoyó a Jair Bolsonaro en Brasil, a Keiko Fujimori en Perú o incluso a José Antonio Kast en Chile.
La gente está impaciente e indignada. La economía de Argentina viene en picado desde 2017; el salario real se redujo; aumentó la pobreza. Dos años antes, en 2015, Mauricio Macri obtuvo la presidencia con la promesa de que el ajuste fiscal y la apertura de Argentina al mundo alentarían un renacimiento económico. En vez de eso, sentaron las bases de su derrota. En muy pocos años el paquete de reformas promercado y apertura económica quedó aparentemente a contramano del resto del mundo, donde la política comenzó a girar en torno de la desglobalización, el nativismo y el proteccionismo, mientras la esperanza cedía paso a la frustración y a la incertidumbre por el futuro.
Frustración que incluso afecta al paradigma regional de la política de libre mercado, Chile. El 18 de octubre, una ola de protestas llevó al gobierno del presidente Sebastián Piñera a reprimir disturbios y saqueos con gendarmes, balas de goma y gas lacrimógeno. Durante la semana que siguió, el mundo vio imágenes que parecían contradecir la estabilidad del “modelo chileno”. Tras los disturbios y la sangrienta respuesta del ejército y de los “carabineros” llegaron videos de Piñera, rodeado de hombres en uniforme de fajina, declarando que el país estaba “en guerra”, una retórica que suscitó recuerdos de los diecisiete años de dictadura militar de Augusto Pinochet. Pese al impresionante desempeño de Chile en materia de crecimiento económico y reducción de la pobreza desde el final de la dictadura en 1990, la sombra de la desigualdad se cernía sobre el país; ahora, los que todavía no han visto los beneficios perdieron la paciencia.
Hasta a los gobiernos progresistas parece que se les acabó el tiempo. Hace unas pocas semanas, cuando el gobierno de Ecuador anunció una reducción de los subsidios a los combustibles, un estallido popular obligó al gobierno del presidente Lenin Moreno a huir de la capital, Quito. Heredero del gobierno de centroizquierda de Rafael Correa, Moreno había recurrido al Fondo Monetario Internacional y adoptado un programa de ajuste fiscal. Como en Chile, a las masivas manifestaciones se les respondió con dura represión. Al final, Moreno tuvo que archivar las controvertidas políticas para restaurar la paz.
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En algunos casos, el malestar llevó a la parálisis. En Perú, la renuncia del presidente Pedro Pablo Kuczynski en marzo de 2018 envalentonó todavía más a las fuerzas populistas del fujimorismo en el Congreso y alentó manifestaciones contra la ilegitimidad de los políticos peruanos. El cierre del Congreso decidido el mes pasado por el actual presidente, Martín Vizcarra, genera dudas sobre el futuro del país.
A esto se suma la onda expansiva de la victoria de Bolsonaro en la elección presidencial del año pasado en Brasil, que puso fin al largo consenso de centroizquierda brasileño y dio paso a un nuevo régimen incivil y amiguista. Puesto que el FMI predice que el crecimiento económico este año será un 0,8%, no hay modo de saber hasta cuándo la retórica incendiaria de Bolsonaro mantendrá contentos a sus partidarios. Puede que también a él se le esté acabando el tiempo.
Cada país está viviendo un drama propio. Pero lo que es evidente en la región es que mientras el tejido de la integración global se deshilacha, los gobiernos latinoamericanos enfrentan un aumento de la insatisfacción popular y una marcada pérdida de confianza pública en los gobiernos y en las instituciones. El resultado es una escalada de protestas y respuestas represivas, que convierten pequeñas manifestaciones en enormes conflictos.
Hasta ahora, la excepción es Argentina, donde el malestar social se canalizó por la vía electoral. Pero cabe recordar que muchos que ahora votaron por los peronistas, en su momento votaron por las reformas de libre mercado de Macri. No está claro cuánto esperarán a que las promesas de Alberto Fernández se hagan realidad. El nuevo presidente es un pragmático astuto, pero no ignora que la lealtad de los votantes, especialmente cuando están presionados hasta el límite de la subsistencia, es inestable.
Algo fundamental cambió. América Latina no puede atar su suerte a las menguantes promesas de la globalización. Y tampoco puede volver al populismo a la vieja usanza. La única certeza es que la opinión pública tiene la mecha corta; muchos años de promesas alentaron expectativas en un tiempo en que el futuro se muestra especialmente sombrío.
No es la misma clase de agitación que vemos en Beirut o en Hong Kong, donde la gente sale a las calles para luchar contra regímenes no democráticos. Se trata en cambio de frustración económica, amplificada por la aparente ausencia de alternativas a la fallida globalización. El riesgo, claro está, es que los gobiernos imiten las tácticas de China y conviertan los problemas económicos en una lucha por el futuro de la democracia. La ominosa referencia de Piñera a una guerra interna rodeado de oficiales del ejército en uniforme no presagia nada bueno.
Traducción: Esteban Flamini