BRUSELAS – Recientemente el Presidente estadounidense Joe Biden reunió a 40 líderes mundiales en una cumbre sobre la lucha contra el cambio climático, una señal muy bienvenida de avance hacia la creación de una estrategia global. Pero enfrentar el calentamiento global es una maratón, no una carrera de corto aliento. Y si bien el reciente aumento de la ambición climática de los Estados Unidos y la Unión Europea es una buena noticia, hay por delante opciones más complicadas.
Ya en 2009, por ejemplo, EE.UU. lideró el esfuerzo global de lograr el Acuerdo de Copenhague en la cumbre sobre el cambio climático COP15, a la que asistieron más de 100 líderes mundiales. Pero las esperanzas de una contribución significativa de los estadounidenses murieron a manos de la oposición bipartidista en el Congreso, asustado por el coste percibido de la reducción de emisiones.
Biden, que en ese entonces era vicepresidente, enfrenta hoy un problema similar: cómo cumplir sus promesas sabiendo que el Congreso no va a aprobar ninguna medida climática seria. En consecuencia, ha optado por el camino de la menor resistencia política, razón por la que su plan climático evita cuidadosamente nociones como el “impuesto al carbono” o un plan de emisiones de “límites máximos y comercio” de emisiones, ambos de los cuales resultan políticamente tóxicos en los Estados Unidos.
La meta de Biden de reducir a la mitad las emisiones estadounidenses para el año 2030 suena ambiciosa, pero en realidad su sustancia es mucho menos exigente. Los gobiernos eligen invariablemente como referencia el año que hizo más noticia. Estados Unidos escogió el 2005 porque representa la marca más alta de emisiones estadounidenses. Desde entonces, las emisiones se han reducido en cerca de un 25%, gracias a la sustitución del gas de esquisto por carbón. Para reducir las emisiones en un 50% en comparación con los niveles de 2005 se requeriría una baja de cerca del 30%.
La UE también escogió una marca de referencia conveniente: su propio pico de emisiones en 1990. Pero su meta de reducir las emisiones en un 55% para 2030 implica una reducción adicional de más del 40% desde su nivel actual.
Puesto que las emisiones per cápita de EE.UU. son en la actualidad cerca del doble del nivel europeo, lograr la promesa de Biden las reduciría solo al nivel de la UE actual para el año 2030. Para ese entonces, las emisiones estadounidenses per cápita todavía más que duplicarían las de la UE.
La clave para que la administración Biden alcance su meta del 2030 es su compromiso con hacer que su sector energético esté libre de emisiones para 2035. Pero eso podría ser difícil de lograr, dado que los combustibles fósiles actualmente representan cerca del 60% de la electricidad estadounidense (comparado con el cerca del 34% en la UE). Más aún, hacer que un sector esté totalmente libre de emisiones mientras se toman pocas medidas en otras áreas aumenta el coste de alcanzar el objetivo general. Este es un error que la UE trató de evitar cuando creó su Régimen de Comercio de Derechos de Emisión (RCDE), que abarca a los sectores de la industria y la energía.
El plan de Biden afirma con audacia que la descarbonización del sector energético “se puede lograr mediante múltiples rutas eficaces en función de los costes”. Eso es difícil de creer. Para comenzar, tuvo que haber más de una década de subsidios antes de que las renovables llegaran a ser una proporción significativa de la combinación energética general en Europa. El coste de las renovables ha caído mucho en la última década, en varios casos por un factor de cinco, en parte gracias a que esos subsidios dispararon un proceso de reducción de costes a medida que aumentaba la demanda de baterías y paneles solares.
La administración Biden dice además que la captura y el almacenaje de carbono puede convertirse en una contribución potencialmente importante. Pero esta sigue siendo una tecnología cara con un potencial de reducción de costes mucho menor.
Por consiguiente, la política climática estadounidense tiene poco sentido desde el punto de vista económico. El enfoque de Biden se entiende mejor como una estrategia política que apunta a los llamados “estados en disputa”, como Pennsylvania, donde el carbón sigue siendo económica y políticamente importante. Solo será posible ponerle un precio al carbono en Estados Unidos cuando haya cerrado la última mina de carbón.
El enfoque europeo –con el RCDE y sus derechos de emisión que se pueden comerciar entre sectores y países- parece mucho más sensato a primera vista, pero si se mira más de cerca tiene similitudes con el plan de Biden. Cuando se creó el RCDE, las firmas industriales arguyeron que los sectores sujetos a competencia internacional debían recibir sus derechos gratuitamente para evitar la llamada “fuga de carbono”. Como era de prever, el riesgo de fugas de carbono se detectó en casi todas las industrias, por lo que la mayor parte de los sectores industriales de la UE obtuvieron prácticamente gratis sus derechos. El RCDE funcionó solo porque el sector energético de UE recibió un trato distinto, ya que no hay competencia internacional en él.
Por consiguiente, al acuerdo implícito que sustentó el RCDE fue que la industria no pasaría por las dificultades que implica reducir las emisiones. Toda la carga del ajuste recayó en la generación de energía, donde un creciente suministro de renovables hizo posible la reducción de emisiones en cerca de un cuarto a lo largo de la pasada década. Las emisiones industriales de la UE no han bajado de manera significativa. Pero esto puede cambiar, ahora que el precio de los certificados de emisiones, que por muchos años se habían mantenido en el orden de un solo dígito, ha alcanzado casi los €50 ($60) por tonelada.
La libre asignación de derechos de emisiones también fue la causa de que la UE haya tenido pocos alicientes para introducir un arancel fronterizo al carbono. Una medida así se justificaría (y debería ser aprobada por la Organización Mundial del Comercio) solamente si las asignaciones libres se abolieran al mismo tiempo, algo a lo que la industria se opone con vehemencia.
Así, el entendido político subyacente es similar a ambos lados del Atlántico: descarbonizar primero al sector energético mientras se protege a la industria de un aumento de los costes. La experiencia de Europa sugiere que esto puede generar modestos avances en la reducción de emisiones, pero que para lograr metas más ambiciosas será necesario tomar decisiones más complejas. Estados Unidos no podrá hacer que toda su energía sea provista por renovables y la UE tendrá que empezar a poner presión sobre su propia industria.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen
BRUSELAS – Recientemente el Presidente estadounidense Joe Biden reunió a 40 líderes mundiales en una cumbre sobre la lucha contra el cambio climático, una señal muy bienvenida de avance hacia la creación de una estrategia global. Pero enfrentar el calentamiento global es una maratón, no una carrera de corto aliento. Y si bien el reciente aumento de la ambición climática de los Estados Unidos y la Unión Europea es una buena noticia, hay por delante opciones más complicadas.
Ya en 2009, por ejemplo, EE.UU. lideró el esfuerzo global de lograr el Acuerdo de Copenhague en la cumbre sobre el cambio climático COP15, a la que asistieron más de 100 líderes mundiales. Pero las esperanzas de una contribución significativa de los estadounidenses murieron a manos de la oposición bipartidista en el Congreso, asustado por el coste percibido de la reducción de emisiones.
Biden, que en ese entonces era vicepresidente, enfrenta hoy un problema similar: cómo cumplir sus promesas sabiendo que el Congreso no va a aprobar ninguna medida climática seria. En consecuencia, ha optado por el camino de la menor resistencia política, razón por la que su plan climático evita cuidadosamente nociones como el “impuesto al carbono” o un plan de emisiones de “límites máximos y comercio” de emisiones, ambos de los cuales resultan políticamente tóxicos en los Estados Unidos.
La meta de Biden de reducir a la mitad las emisiones estadounidenses para el año 2030 suena ambiciosa, pero en realidad su sustancia es mucho menos exigente. Los gobiernos eligen invariablemente como referencia el año que hizo más noticia. Estados Unidos escogió el 2005 porque representa la marca más alta de emisiones estadounidenses. Desde entonces, las emisiones se han reducido en cerca de un 25%, gracias a la sustitución del gas de esquisto por carbón. Para reducir las emisiones en un 50% en comparación con los niveles de 2005 se requeriría una baja de cerca del 30%.
La UE también escogió una marca de referencia conveniente: su propio pico de emisiones en 1990. Pero su meta de reducir las emisiones en un 55% para 2030 implica una reducción adicional de más del 40% desde su nivel actual.
Puesto que las emisiones per cápita de EE.UU. son en la actualidad cerca del doble del nivel europeo, lograr la promesa de Biden las reduciría solo al nivel de la UE actual para el año 2030. Para ese entonces, las emisiones estadounidenses per cápita todavía más que duplicarían las de la UE.
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La clave para que la administración Biden alcance su meta del 2030 es su compromiso con hacer que su sector energético esté libre de emisiones para 2035. Pero eso podría ser difícil de lograr, dado que los combustibles fósiles actualmente representan cerca del 60% de la electricidad estadounidense (comparado con el cerca del 34% en la UE). Más aún, hacer que un sector esté totalmente libre de emisiones mientras se toman pocas medidas en otras áreas aumenta el coste de alcanzar el objetivo general. Este es un error que la UE trató de evitar cuando creó su Régimen de Comercio de Derechos de Emisión (RCDE), que abarca a los sectores de la industria y la energía.
El plan de Biden afirma con audacia que la descarbonización del sector energético “se puede lograr mediante múltiples rutas eficaces en función de los costes”. Eso es difícil de creer. Para comenzar, tuvo que haber más de una década de subsidios antes de que las renovables llegaran a ser una proporción significativa de la combinación energética general en Europa. El coste de las renovables ha caído mucho en la última década, en varios casos por un factor de cinco, en parte gracias a que esos subsidios dispararon un proceso de reducción de costes a medida que aumentaba la demanda de baterías y paneles solares.
La administración Biden dice además que la captura y el almacenaje de carbono puede convertirse en una contribución potencialmente importante. Pero esta sigue siendo una tecnología cara con un potencial de reducción de costes mucho menor.
Por consiguiente, la política climática estadounidense tiene poco sentido desde el punto de vista económico. El enfoque de Biden se entiende mejor como una estrategia política que apunta a los llamados “estados en disputa”, como Pennsylvania, donde el carbón sigue siendo económica y políticamente importante. Solo será posible ponerle un precio al carbono en Estados Unidos cuando haya cerrado la última mina de carbón.
El enfoque europeo –con el RCDE y sus derechos de emisión que se pueden comerciar entre sectores y países- parece mucho más sensato a primera vista, pero si se mira más de cerca tiene similitudes con el plan de Biden. Cuando se creó el RCDE, las firmas industriales arguyeron que los sectores sujetos a competencia internacional debían recibir sus derechos gratuitamente para evitar la llamada “fuga de carbono”. Como era de prever, el riesgo de fugas de carbono se detectó en casi todas las industrias, por lo que la mayor parte de los sectores industriales de la UE obtuvieron prácticamente gratis sus derechos. El RCDE funcionó solo porque el sector energético de UE recibió un trato distinto, ya que no hay competencia internacional en él.
Por consiguiente, al acuerdo implícito que sustentó el RCDE fue que la industria no pasaría por las dificultades que implica reducir las emisiones. Toda la carga del ajuste recayó en la generación de energía, donde un creciente suministro de renovables hizo posible la reducción de emisiones en cerca de un cuarto a lo largo de la pasada década. Las emisiones industriales de la UE no han bajado de manera significativa. Pero esto puede cambiar, ahora que el precio de los certificados de emisiones, que por muchos años se habían mantenido en el orden de un solo dígito, ha alcanzado casi los €50 ($60) por tonelada.
La libre asignación de derechos de emisiones también fue la causa de que la UE haya tenido pocos alicientes para introducir un arancel fronterizo al carbono. Una medida así se justificaría (y debería ser aprobada por la Organización Mundial del Comercio) solamente si las asignaciones libres se abolieran al mismo tiempo, algo a lo que la industria se opone con vehemencia.
Así, el entendido político subyacente es similar a ambos lados del Atlántico: descarbonizar primero al sector energético mientras se protege a la industria de un aumento de los costes. La experiencia de Europa sugiere que esto puede generar modestos avances en la reducción de emisiones, pero que para lograr metas más ambiciosas será necesario tomar decisiones más complejas. Estados Unidos no podrá hacer que toda su energía sea provista por renovables y la UE tendrá que empezar a poner presión sobre su propia industria.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen