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Traición en el aire

COPENHAGUE – Los debates sobre el calentamiento planetario se caracterizan por un deseo cada vez mayor de acabar con el pensamiento “impuro”, hasta el punto de poner en entredicho el valor del debate democrático, pero excluir este último significa, sencillamente, la desaparición de la razón en la política pública.

En marzo, el asesor científico de Al Gore y destacado investigador del clima, Jim Hansen, proclamó que, a la hora de afrontar el cambio planetario, el “proceso democrático no está dando resultado”. Aunque la ciencia ha demostrado que el CO2 procedente de los combustibles fósiles esta calentando el planeta, los políticos son reacios a seguir su recomendación y dejar de construir centrales eléctricas de carbón.

Hansen sostiene lo siguiente: “La primera medida que se debe adoptar es la de recurrir al proceso democrático. Lo que está frustrando a los ciudadanos, yo incluido, es que la acción democrática afecta a las elecciones, pero lo que después nos ofrecen los dirigentes políticos es una apariencia de verde. Aunque no nos dice cuál debería ser la segunda o la tercera acción, ha comparecido ante un tribunal británico para defender a seis activistas que causaron daños en una central de carbón. Sostiene que es necesario que “más personas se encadenen a centrales de carbón”, afirmación repetida por Gore.

El premio Nobel de economía Paul Krugman va más lejos. Después de la aprobación por muy poca diferencia del proyecto de ley Waxman-Markey sobre el cambio climático en la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, Krugman dijo que no había justificación para un voto en contra. Llamó “negacionistas del clima” que estaban cometiendo una “traición contra el planeta” prácticamente a todos los diputados que votaron en contra.

Krugman dijo que la “irresponsabilidad e inmoralidad” de las opiniones democráticas de esos diputados eran “imperdonables” y una “traición”. Así, pues, acusó a casi la mitad de los representantes elegidos de los dos partidos en la Cámara de traición por mantener sus opiniones... con lo que negaba esencialmente la democracia.

Expertos menos conocidos hacen afirmaciones similares y dan a entender que las personas con opiniones “incorrectas” sobre el calentamiento planetario deberían afrontar juicios del estilo del de Nuremberg o ser juzgados por crímenes contra la Humanidad. Está claro que hay una tendencia a ese respecto. La amenaza del clima es tan grande –y las democracias están haciendo tan poco al respecto–, que hay quienes sacan la conclusión de que tal vez la democracia sea parte del problema y que tal vez no se debería permitir que se expresaran opiniones heterodoxas sobre un asunto tan importante.

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Es algo que da miedo, auque no carece de precedentes históricos. Gran parte del mccarthysmo americano de los decenios de 1940 y 1950 fue impulsado por la misma fe ardiente en la justeza de su misión: una fe que veía abrogados derechos fundamentales. A nosotros nos vendría bien seguir una senda diferente.

Gore y otros sostienen con frecuencia que, si la ciencia del clima llega a la conclusión de que las emisiones de CO2 son perjudiciales, de ello se sigue que debemos detenerlas... y que estamos moralmente obligados a hacerlo, pero eso equivale a tener en cuenta sólo la mitad de la historia. Igualmente podría señalar que, como la ciencia nos muestra que la velocidad de los automóviles mata a muchas personas, deberíamos reducir los límites de velocidad hasta reducirlos casi a nada. No lo hacemos, porque reconocemos que se deben ponderar los costos de los automóviles muy veloces frente a los beneficios de una sociedad móvil.

De hecho, nadie emite CO2 por diversión. Las emisiones de CO2 son consecuencia de otros actos generalmente beneficiosos, como, por ejemplo, la quema de carbón para luchar contra el frío, de queroseno para cocinar o de gas para transportar a personas. Se deben ponderar los beneficios de los combustibles fósiles frente a los costos del calentamiento planetario.

Gore y Hansen quieren que se apruebe una moratoria para las centrales eléctricas de carbón, pero pasan por alto que los centenares de nuevas centrales eléctricas que se inaugurarán en China y la India en los próximos años podrían sacar a mil millones de personas de la pobreza. Suprimir ese resultado mediante una moratoria es claramente un bien no absoluto.

Asimismo, personas razonables pueden diferir en su interpretación del proyecto de ley Waxman-Markey. Aun cuando dejemos de lado sus sumas de gasto electoralista y los análisis según los cuales permite más emisiones en los EE.UU. durante los primeros decenios, esa legislación plantea problemas mucho mayores.

Pese a su costo de centenares de miles de millones de dólares anuales, apenas tendrá efecto en el cambio climático. Aunque se cumplieran enteramente todas las numerosas disposiciones de ese proyecto de ley, los modelos económicos muestran que reducirían la temperatura al final del siglo en 0,11º centígrados (0,2º Fahrenheit, lo que reduciría el calentamiento en menos del cuatro por ciento.

Aun cuando todos los países obligados al cumplimiento del Protocolo de Kyoto aprobaran sus propios proyectos de ley Waxman-Markey, cosa poco probable y que entrañaría costos mucho mayores, la reducción mundial equivaldría a 0,22º centígrados (0,35º Fahrenheit) al final de este siglo. La reducción de la temperatura planetaria no resultaría mensurable dentro de cien años y, sin embargo, el costo sería importante y pagadero ahora.

¿De verdad es una traición contra el planeta expresar algún escepticismo sobre si se trata de la forma correcta de avanzar? ¿Es traición discutir la conveniencia de dedicar enormes sumas de dinero a una política que no tendrá prácticamente ningún resultado beneficioso en cien años? ¿No es razonable señalar que la inevitable creación de obstáculos al comercio que entrañará el proyecto de ley Waxman-Markey llegará a costar al mundo diez veces más que el daño que el cambio climático podría haber causado?

La atención que se presta actualmente a políticas costosas e ineficaces sobre el clima revela poco juicio, pero yo nunca desearía que no hubiera debate sobre esas cuestiones... ya sea con Gore, Hansen o Krugman. Todos los participantes en ese debate deben dedicar más tiempo a formular y reconocer argumentos válidos y menos a indicar a los demás lo que no pueden decir. Querer suprimir el debate es, sencillamente, una traición a la razón.

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