PRAGA – Quienes hacen campañas sobre cuestiones importantes, pero complejas, molestos por el mucho tiempo necesario para las deliberaciones públicas, con frecuencia reaccionan exagerando sus afirmaciones, con la esperanza de imponer una solución determinada por delante de las demás en el debate público, pero, por buenas que sean sus intenciones, al asustar al público con miras a imponer una solución predeterminada, con frecuencia les sale el tiro por la culata: cuando el público acaba comprendiendo que se lo había engañado, pierde confianza e interés.
El mes pasado, hubo dos ejemplos de ello en una sola semana. El 19 de septiembre, el investigador francés Gilles-Eric Séralini intentó intensificar la oposición pública a los alimentos genéticamente modificados mostrando al público que el maíz genéticamente modificado, con el plaguicida Roundup y sin él, causaba tumores enormes y muerte temprana a 200 ratas que lo habían consumido a lo largo de dos años.
Al ofrecer una profusión de fotografías de ratas con tumores del tamaño de pelotas de ping pong, Séralini atrajo sin lugar a dudas la atención del público. Los ministros de Salud, Ecología y Agricultura de Francia prometieron una pronta investigación y amenazaron con prohibir las importaciones de maíz genéticamente modificado de Monsanto a la Unión Europea. Rusia bloqueó, de hecho, las importaciones del maíz de Monsanto.
Pero la investigación de Séralini planteó muchas cuestiones problemáticas. Para empezar, la cepa de ratas Sprague-Dawley que utilizó es propensa de forma natural a los tumores. Los estudios de ratas Sprague-Dawley muestran que a entre el 88 por ciento y el 96 por ciento de las que sirven de controles experimentales se les declaran tumores antes de que lleguen a los dos años de edad, pero el público sólo vio fotografías de ratas cubiertas de tumores que habían consumido maíz genéticamente modificado y Roundup. Si el público hubiera visto los tumores igualmente grotescos que crecen en ratas no tratadas, muy probablemente los funcionarios no habrían actuado tan apresuradamente.
Séralini utilizó sólo veinte ratas como grupo de control a las que se alimentaría con maíz común y sin Roundup. De ellas, cinco murieron al cabo de dos años, cosa inhabitual, pues los estudios de miles de ratas Sprague-Dawley muestran que la mitad, aproximadamente, habrían muerto en ese período. Basándose en su baja tasa de mortalidad, Séralini afirmó –sin análisis estadístico alguno– que la tasa de mortalidad mayor (un poco menos del 40 por ciento) correspondiente a las 180 ratas restantes alimentadas con maíz genéticamente modificado y Roundup era sospechosa.
Además, los resultados de Séralini contradicen el más reciente megaestudio compuesto de 24 estudios a largo plazo (de hasta dos años y cinco generaciones), según cuyas conclusiones los datos “no indica[ba]n peligro alguno para la salud” y no presentaban “diferencias estadísticamente significativas” entre los alimentos genéticamente modificados y los tradicionales.
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Curiosamente, Séralini permitió el acceso a su informe sólo a un grupo de informadores y pidió que firmaran un acuerdo de confidencialidad en el que se les impedía que entrevistaran a otros expertos sobre la investigación antes de su publicación, pero, mientras que la primera ronda de artículos tenía el tenor de comunicados de prensa, la comunidad científica se ha pronunciado posteriormente con contundencia. La Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria, por ejemplo, acaba de concluir que “la concepción, la notificación y el análisis del estudio, tal como figura expuesto en el informe, son inadecuados”.
La financiación del estudio corrió en parte a cargo de CRIIGEN, grupo que hace campañas contra la biotecnología. El consejo científico de CRIIGEN está dirigido precisamente por Séralini, quien también acaba de publicar un libro (en francés) y un documental en los que censura los alimentos genéticamente modificados.
Ese desastre tiene su importancia, porque muchos cultivos genéticamente modificados brindan beneficios tangibles a las personas y al medio ambiente. Permiten a los agricultores producir cosechas mayores con menores insumos (como, por ejemplo, plaguicidas), por lo que se pueden producir más alimentos a partir de las tierras de cultivo existentes, lo que, a su vez, entraña menos invasión humana en los ecosistemas naturales y permite una mayor diversidad biológica, pero, naturalmente, las fotografías hechas por Séralini de ratas cancerosas mascando maíz genéticamente modificado habían quedado grabadas con fuego en la imaginación del público.
El 26 de septiembre, tan sólo una semana después del fiasco de Séralini, el Foro de Vulnerabilidad Climática, grupo de países encabezado por Bangladesh, lanzó la segunda edición de su Vigilancia de la vulnerabilidad mundial. Los titulares al respecto fueron en verdad alarmantes: en los próximos dieciocho años el calentamiento planetario mataría a 100 millones de personas y costaría a la economía más de 6,7 billones de dólares al año.
Esos mensajes públicos eran profundamente engañosos e iban encaminados claramente a inquietar y alarmar. La inmensa mayoría de las muertes citadas en el informe no fueron en realidad consecuencia del calentamiento planetario. La contaminación del aire exterior, causada por la combustión de combustibles fósiles, no por el calentamiento planetario, contribuyó al 30 por ciento de todas las muertes citadas en el estudio y el 60 por ciento del total de muertes refleja la quema de biomasa (como, por ejemplo, excrementos animales y residuos de cosechas) para cocinar y calentar los hogares, lo que no guarda relación alguna con los combustibles fósiles ni con el calentamiento planetario.
En total, el estudio exageró más de doce veces el número de muertes que se podrían atribuir al cambio climático y más que cuadriplicó los posibles costos económicos, simplemente para atraer la atención, pero será utilizado como argumento por quienes afirman que los coches eléctricos o las placas solares –tecnologías que sólo harán una contribución marginal, en vista de sus enormes costos progresivos– son la solución para el cambio climático.
Las tecnologías que de verdad pueden hacer una aportación rápida y con menor costo son los depuradores de las emisiones de las chimeneas, los convertidores catalíticos que reducen las emisiones de los tubos de escape y mucho otros. Al centrarnos exclusivamente en la reducción del CO2, dejamos de ayudar a muchas más personas, con mucho mayor rapidez y menos costo.
Asimismo, la superación del grave problema de la contaminación del aire del interior de los hogares sólo se logrará cuando las personas afectadas puedan utilizar el queroseno, el propano y la electricidad procedente de la red eléctrica. Si se tomara en serio la recomendación de la Vigilancia de la vulnerabilidad mundial de reducir los combustibles fósiles, el resultado sería un menor crecimiento económico y una dependencia continua de los excrementos, del cartón y de otros combustibles de menor calidad, con lo que se prolongaría el sufrimiento resultante de la contaminación del aire del interior de las casas.
Cuando las tácticas atemorizadoras substituyen al debate científico, ya sea sobre los cultivos genéticamente modificados o el cambio climático, el resultado no puede ser bueno. Merecemos algo mejor.
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PRAGA – Quienes hacen campañas sobre cuestiones importantes, pero complejas, molestos por el mucho tiempo necesario para las deliberaciones públicas, con frecuencia reaccionan exagerando sus afirmaciones, con la esperanza de imponer una solución determinada por delante de las demás en el debate público, pero, por buenas que sean sus intenciones, al asustar al público con miras a imponer una solución predeterminada, con frecuencia les sale el tiro por la culata: cuando el público acaba comprendiendo que se lo había engañado, pierde confianza e interés.
El mes pasado, hubo dos ejemplos de ello en una sola semana. El 19 de septiembre, el investigador francés Gilles-Eric Séralini intentó intensificar la oposición pública a los alimentos genéticamente modificados mostrando al público que el maíz genéticamente modificado, con el plaguicida Roundup y sin él, causaba tumores enormes y muerte temprana a 200 ratas que lo habían consumido a lo largo de dos años.
Al ofrecer una profusión de fotografías de ratas con tumores del tamaño de pelotas de ping pong, Séralini atrajo sin lugar a dudas la atención del público. Los ministros de Salud, Ecología y Agricultura de Francia prometieron una pronta investigación y amenazaron con prohibir las importaciones de maíz genéticamente modificado de Monsanto a la Unión Europea. Rusia bloqueó, de hecho, las importaciones del maíz de Monsanto.
Pero la investigación de Séralini planteó muchas cuestiones problemáticas. Para empezar, la cepa de ratas Sprague-Dawley que utilizó es propensa de forma natural a los tumores. Los estudios de ratas Sprague-Dawley muestran que a entre el 88 por ciento y el 96 por ciento de las que sirven de controles experimentales se les declaran tumores antes de que lleguen a los dos años de edad, pero el público sólo vio fotografías de ratas cubiertas de tumores que habían consumido maíz genéticamente modificado y Roundup. Si el público hubiera visto los tumores igualmente grotescos que crecen en ratas no tratadas, muy probablemente los funcionarios no habrían actuado tan apresuradamente.
Séralini utilizó sólo veinte ratas como grupo de control a las que se alimentaría con maíz común y sin Roundup. De ellas, cinco murieron al cabo de dos años, cosa inhabitual, pues los estudios de miles de ratas Sprague-Dawley muestran que la mitad, aproximadamente, habrían muerto en ese período. Basándose en su baja tasa de mortalidad, Séralini afirmó –sin análisis estadístico alguno– que la tasa de mortalidad mayor (un poco menos del 40 por ciento) correspondiente a las 180 ratas restantes alimentadas con maíz genéticamente modificado y Roundup era sospechosa.
Además, los resultados de Séralini contradicen el más reciente megaestudio compuesto de 24 estudios a largo plazo (de hasta dos años y cinco generaciones), según cuyas conclusiones los datos “no indica[ba]n peligro alguno para la salud” y no presentaban “diferencias estadísticamente significativas” entre los alimentos genéticamente modificados y los tradicionales.
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La financiación del estudio corrió en parte a cargo de CRIIGEN, grupo que hace campañas contra la biotecnología. El consejo científico de CRIIGEN está dirigido precisamente por Séralini, quien también acaba de publicar un libro (en francés) y un documental en los que censura los alimentos genéticamente modificados.
Ese desastre tiene su importancia, porque muchos cultivos genéticamente modificados brindan beneficios tangibles a las personas y al medio ambiente. Permiten a los agricultores producir cosechas mayores con menores insumos (como, por ejemplo, plaguicidas), por lo que se pueden producir más alimentos a partir de las tierras de cultivo existentes, lo que, a su vez, entraña menos invasión humana en los ecosistemas naturales y permite una mayor diversidad biológica, pero, naturalmente, las fotografías hechas por Séralini de ratas cancerosas mascando maíz genéticamente modificado habían quedado grabadas con fuego en la imaginación del público.
El 26 de septiembre, tan sólo una semana después del fiasco de Séralini, el Foro de Vulnerabilidad Climática, grupo de países encabezado por Bangladesh, lanzó la segunda edición de su Vigilancia de la vulnerabilidad mundial. Los titulares al respecto fueron en verdad alarmantes: en los próximos dieciocho años el calentamiento planetario mataría a 100 millones de personas y costaría a la economía más de 6,7 billones de dólares al año.
Esos mensajes públicos eran profundamente engañosos e iban encaminados claramente a inquietar y alarmar. La inmensa mayoría de las muertes citadas en el informe no fueron en realidad consecuencia del calentamiento planetario. La contaminación del aire exterior, causada por la combustión de combustibles fósiles, no por el calentamiento planetario, contribuyó al 30 por ciento de todas las muertes citadas en el estudio y el 60 por ciento del total de muertes refleja la quema de biomasa (como, por ejemplo, excrementos animales y residuos de cosechas) para cocinar y calentar los hogares, lo que no guarda relación alguna con los combustibles fósiles ni con el calentamiento planetario.
En total, el estudio exageró más de doce veces el número de muertes que se podrían atribuir al cambio climático y más que cuadriplicó los posibles costos económicos, simplemente para atraer la atención, pero será utilizado como argumento por quienes afirman que los coches eléctricos o las placas solares –tecnologías que sólo harán una contribución marginal, en vista de sus enormes costos progresivos– son la solución para el cambio climático.
Las tecnologías que de verdad pueden hacer una aportación rápida y con menor costo son los depuradores de las emisiones de las chimeneas, los convertidores catalíticos que reducen las emisiones de los tubos de escape y mucho otros. Al centrarnos exclusivamente en la reducción del CO2, dejamos de ayudar a muchas más personas, con mucho mayor rapidez y menos costo.
Asimismo, la superación del grave problema de la contaminación del aire del interior de los hogares sólo se logrará cuando las personas afectadas puedan utilizar el queroseno, el propano y la electricidad procedente de la red eléctrica. Si se tomara en serio la recomendación de la Vigilancia de la vulnerabilidad mundial de reducir los combustibles fósiles, el resultado sería un menor crecimiento económico y una dependencia continua de los excrementos, del cartón y de otros combustibles de menor calidad, con lo que se prolongaría el sufrimiento resultante de la contaminación del aire del interior de las casas.
Cuando se impugnaron sus exageraciones, los autores afirmaron que, “si se reduce la contaminación aérea peligrosa, es difícil no reducir también las emisiones que producen el calentamiento planetario”, pero tanto en el caso de la contaminación aérea interior como en el de la exterior lo más probable es lo contrario: menores emisiones de carbono entrañarían más muertes por contaminación aérea del interior de los hogares.
Cuando las tácticas atemorizadoras substituyen al debate científico, ya sea sobre los cultivos genéticamente modificados o el cambio climático, el resultado no puede ser bueno. Merecemos algo mejor.
Traducido del inglés por Carlos Manzano.