COPENHAGUE – La operación de disfrazar el fracaso como una victoria ha formado parte íntegramente de las negociaciones sobre el cambio climático desde que comenzaron hace veinte años. La más reciente ronda de conversaciones, celebrada en Durban (Sudáfrica) el pasado mes de diciembre, no ha sido una excepción.
Las negociaciones sobre el clima han estado en un limbo virtual desde la catastrófica y humillante cumbre celebrada en 2009 en Copenhague, donde unas esperanzas exageradas chocaron con una dura realidad política. Así, pues, cuando los negociadores –y un puñado de ministros de gobiernos– llegaron a Durban, las esperanzas no podían haber sido menores.
Sin embargo, al final de las conversaciones, el Comisario de la Unión Europea encargado de los asuntos relativos al clima, Connie Hedegaard, recibió el aplauso de los medios de comunicación por haber logrado un “avance” que “salvó la cumbre de Durban” y –lo más importante de todo– por haber conseguido el santo grial de las negociaciones sobre el clima: un “tratado legalmente vinculante”. Según el ministro británico encargado de los asuntos relativos al clima, Chris Huhne, los resultados mostraban que el sistema de negociaciones de las Naciones Unidas sobre el clima “funciona de verdad y produce resultados”.
Claro, que el acuerdo no entraría en vigor hasta 2020, cosa que parece extrañamente complaciente cuando resulta que, antes de la conferencia de Copenhague, los dirigentes políticos y medioambientalistas habían advertido que sólo disponíamos de seis meses o cincuenta días para resolver el problema del clima. Pero, como aseguraba el periódico británico The Guardian a sus lectores, se trataba de un avance, porque los países en desarrollo, incluidas la India y China, habían aceptado por primera vez “verse legalmente obligadas a poner freno a sus emisiones de los gases que producen el efecto de invernadero” y –lo que era igualmente importante– los Estados Unidos estaban formulando la misma promesa.
Echemos un vistazo al acuerdo real logrado en Durban y al que se debía tanto palmoteo en las espaldas de felicitación. No requerirá demasiado tiempo: el documento ocupa dos páginas, no figura en él compromiso alguno de reducir las emisiones y no expone política alguna para aplicar las indeterminadas reducciones. Sólo hay una promesa de “lanzar un proceso para formular un protocolo, otro instrumento jurídico, o un resultado acordado y con carácter legalmente vinculante”.
Un acuerdo para lanzar un proceso jurídico. ¿Eso es lo que se entusiasmó tanto a todo el mundo? Y vuelvo a decir que los negociadores se limitaron a prometer que se fijaría el plazo de 2015 para acabar estableciendo dicho proceso jurídico, que entraría en vigor cinco años después.
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Tan sólo unos días después, el ministro de Medio Ambiente de la India, Shrimati Jayanthi Natarajan, subrayó que no había un tratado jurídicamente vinculante: “La India no puede aceptar un acuerdo legalmente vinculante para la reducción de las emisiones en esta fase de su desarrollo. (…) Debo aclarar que [las conclusiones de Durban] no obligan a la India a adoptar compromisos vinculantes para reducir sus emisiones en términos absolutos en 2020”.
La India no estaba sola al respecto. El día siguiente al de la celebración de la conferencia de Durban, el Canadá se retiró oficialmente del Protocolo de Kyoto, que Rusia y el Japón ya se han negado a prorrogar, por lo que sólo han quedado los Estados miembros de la UE y otros pocos países explícitamente comprometidos a aplicar mayores reducciones.
Las victorias huecas han sido permanentes en las negociaciones sobre el clima desde que se iniciaron. El acuerdo de Durban resulta asombrosamente idéntico al de Bali en 2007: “lanzar un proceso amplio para permitir la aplicación plena, efectiva y sostenida de la Convención [de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático] mediante una cooperación a largo plazo”. Conforme a dicho acuerdo, que, naturalmente, fue objeto de gran celebración en su momento, debía haber un tratado legal listo para la reunión de 2009 en Copenhague.
En 1997, el tratado fue aclamado en Kyoto como “un hito en la historia de la protección climática” y el Presidente Bill Clinton declaró que “los Estados Unidos han logrado un acuerdo histórico con otras naciones del mundo para adoptar medidas sin precedentes a fin de abordar el calentamiento planetario”.
Naturalmente, el tratado ya había sido rechazado en el Senado de los EE.UU. por 95 votos en contra y ninguno a favor, es decir, que murió antes de nacer, con lo que, junto con las interpretaciones laxas de las emisiones en los años siguientes a la reunión de Kyoto, resultó, según las investigaciones emprendidas por los economistas Christoph Böhringer y Carsten Vogt, que hubo más emisiones con el Protocolo en vigor de lo que se esperaba que hubiera, si no hubiera existido éste.
Incluso al comienzo de las negociaciones sobre el cambio climático planetario celebradas en Río de Janeiro en 1992, el objetivo de situar el planeta “en un rumbo adecuado para abordar el gravísimo problema del calentamiento planetario” pronto empezó a fallar. Los países ricos no cumplieron el 12 por ciento de su promesa de reducir las emisiones a los niveles de 1990 en 2000.
Durante veinte años, los negociadores sobre el clima han celebrado repetidas veces acuerdos que no han dado resultado. Peor aún: a todos los efectos prácticos, las promesas formuladas no han tenido repercusión alguna en las emisiones mundiales de CO2. Lo único que han hecho ha sido infundir la falsa esperanza de que hemos abordado el cambio climático y permitirnos seguir así unos años más. Así, pues, antes de emocionarnos demasiado al celebrar el “avance” de Durban, haríamos bien en reflexionar sobre la historia de dos decenios en los que se ha estado azotando un caballo muerto.
Mientras no consigamos que la energía verde sea más barata que los combustibles fósiles, no reduciremos las emisiones en gran medida. Debemos centrarnos claramente en la investigación y la innovación para reducir los precios de las energías substitutivas en los próximos decenios.
El primer paso con miras a lograrlo es poner fin a nuestra suspensión colectiva de la incredulidad en relación con las negociaciones sobre el cambio climático. No debemos dejarnos engañar por el autobombo y una interesada presentación política de los hechos. Tenemos la obligación para con el futuro de actuar mejor.
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At the end of a year of domestic and international upheaval, Project Syndicate commentators share their favorite books from the past 12 months. Covering a wide array of genres and disciplines, this year’s picks provide fresh perspectives on the defining challenges of our time and how to confront them.
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COPENHAGUE – La operación de disfrazar el fracaso como una victoria ha formado parte íntegramente de las negociaciones sobre el cambio climático desde que comenzaron hace veinte años. La más reciente ronda de conversaciones, celebrada en Durban (Sudáfrica) el pasado mes de diciembre, no ha sido una excepción.
Las negociaciones sobre el clima han estado en un limbo virtual desde la catastrófica y humillante cumbre celebrada en 2009 en Copenhague, donde unas esperanzas exageradas chocaron con una dura realidad política. Así, pues, cuando los negociadores –y un puñado de ministros de gobiernos– llegaron a Durban, las esperanzas no podían haber sido menores.
Sin embargo, al final de las conversaciones, el Comisario de la Unión Europea encargado de los asuntos relativos al clima, Connie Hedegaard, recibió el aplauso de los medios de comunicación por haber logrado un “avance” que “salvó la cumbre de Durban” y –lo más importante de todo– por haber conseguido el santo grial de las negociaciones sobre el clima: un “tratado legalmente vinculante”. Según el ministro británico encargado de los asuntos relativos al clima, Chris Huhne, los resultados mostraban que el sistema de negociaciones de las Naciones Unidas sobre el clima “funciona de verdad y produce resultados”.
Claro, que el acuerdo no entraría en vigor hasta 2020, cosa que parece extrañamente complaciente cuando resulta que, antes de la conferencia de Copenhague, los dirigentes políticos y medioambientalistas habían advertido que sólo disponíamos de seis meses o cincuenta días para resolver el problema del clima. Pero, como aseguraba el periódico británico The Guardian a sus lectores, se trataba de un avance, porque los países en desarrollo, incluidas la India y China, habían aceptado por primera vez “verse legalmente obligadas a poner freno a sus emisiones de los gases que producen el efecto de invernadero” y –lo que era igualmente importante– los Estados Unidos estaban formulando la misma promesa.
Echemos un vistazo al acuerdo real logrado en Durban y al que se debía tanto palmoteo en las espaldas de felicitación. No requerirá demasiado tiempo: el documento ocupa dos páginas, no figura en él compromiso alguno de reducir las emisiones y no expone política alguna para aplicar las indeterminadas reducciones. Sólo hay una promesa de “lanzar un proceso para formular un protocolo, otro instrumento jurídico, o un resultado acordado y con carácter legalmente vinculante”.
Un acuerdo para lanzar un proceso jurídico. ¿Eso es lo que se entusiasmó tanto a todo el mundo? Y vuelvo a decir que los negociadores se limitaron a prometer que se fijaría el plazo de 2015 para acabar estableciendo dicho proceso jurídico, que entraría en vigor cinco años después.
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Tan sólo unos días después, el ministro de Medio Ambiente de la India, Shrimati Jayanthi Natarajan, subrayó que no había un tratado jurídicamente vinculante: “La India no puede aceptar un acuerdo legalmente vinculante para la reducción de las emisiones en esta fase de su desarrollo. (…) Debo aclarar que [las conclusiones de Durban] no obligan a la India a adoptar compromisos vinculantes para reducir sus emisiones en términos absolutos en 2020”.
La India no estaba sola al respecto. El día siguiente al de la celebración de la conferencia de Durban, el Canadá se retiró oficialmente del Protocolo de Kyoto, que Rusia y el Japón ya se han negado a prorrogar, por lo que sólo han quedado los Estados miembros de la UE y otros pocos países explícitamente comprometidos a aplicar mayores reducciones.
Las victorias huecas han sido permanentes en las negociaciones sobre el clima desde que se iniciaron. El acuerdo de Durban resulta asombrosamente idéntico al de Bali en 2007: “lanzar un proceso amplio para permitir la aplicación plena, efectiva y sostenida de la Convención [de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático] mediante una cooperación a largo plazo”. Conforme a dicho acuerdo, que, naturalmente, fue objeto de gran celebración en su momento, debía haber un tratado legal listo para la reunión de 2009 en Copenhague.
En 1997, el tratado fue aclamado en Kyoto como “un hito en la historia de la protección climática” y el Presidente Bill Clinton declaró que “los Estados Unidos han logrado un acuerdo histórico con otras naciones del mundo para adoptar medidas sin precedentes a fin de abordar el calentamiento planetario”.
Naturalmente, el tratado ya había sido rechazado en el Senado de los EE.UU. por 95 votos en contra y ninguno a favor, es decir, que murió antes de nacer, con lo que, junto con las interpretaciones laxas de las emisiones en los años siguientes a la reunión de Kyoto, resultó, según las investigaciones emprendidas por los economistas Christoph Böhringer y Carsten Vogt, que hubo más emisiones con el Protocolo en vigor de lo que se esperaba que hubiera, si no hubiera existido éste.
Incluso al comienzo de las negociaciones sobre el cambio climático planetario celebradas en Río de Janeiro en 1992, el objetivo de situar el planeta “en un rumbo adecuado para abordar el gravísimo problema del calentamiento planetario” pronto empezó a fallar. Los países ricos no cumplieron el 12 por ciento de su promesa de reducir las emisiones a los niveles de 1990 en 2000.
Durante veinte años, los negociadores sobre el clima han celebrado repetidas veces acuerdos que no han dado resultado. Peor aún: a todos los efectos prácticos, las promesas formuladas no han tenido repercusión alguna en las emisiones mundiales de CO2. Lo único que han hecho ha sido infundir la falsa esperanza de que hemos abordado el cambio climático y permitirnos seguir así unos años más. Así, pues, antes de emocionarnos demasiado al celebrar el “avance” de Durban, haríamos bien en reflexionar sobre la historia de dos decenios en los que se ha estado azotando un caballo muerto.
Mientras no consigamos que la energía verde sea más barata que los combustibles fósiles, no reduciremos las emisiones en gran medida. Debemos centrarnos claramente en la investigación y la innovación para reducir los precios de las energías substitutivas en los próximos decenios.
El primer paso con miras a lograrlo es poner fin a nuestra suspensión colectiva de la incredulidad en relación con las negociaciones sobre el cambio climático. No debemos dejarnos engañar por el autobombo y una interesada presentación política de los hechos. Tenemos la obligación para con el futuro de actuar mejor.