Hoy pocos científicos dudan que la atmósfera de la Tierra se está calentando. La mayoría convienen en que ese proceso se está acelerando y sus consecuencias podrían llegar a ser cada vez más perturbadoras. Incluso los colegiales pueden recitar algunos resultados previstos: los océanos se calentarán y los glaciares se derretirán, con lo que aumentarán los niveles del mar y el agua salada invadirá las zonas costeras bajas. Las regiones idóneas para la agricultura cambiarán.
Pero los efectos menos conocidos del calentamiento de la Tierra -a saber, los trastornos médicos graves para los seres humanos- no son menos preocupantes. Muchos de ellos están ya entre nosotros.
El más directo es el de que, según las previsiones, en 2020 el calentamiento de la Tierra habrá duplicado el número de fallecimientos relacionados con las olas de calor. El calor prolongado puede aumentar la niebla tóxica y la dispersión de alérgenos, lo que causará síntomas respiratorios.
El calentamiento de la Tierra aumenta también la frecuencia y la intensidad de las inundaciones y las sequías. Semejantes desastres no sólo causan muertes por ahogamiento o hambre, sino que, además, dañan los cultivos y los hacen vulnerables a las infecciones y a las infestaciones con plagas y hierbas malas, con lo que contribuyen a la escasez de alimentos y la malnutrición. Desplazan a poblaciones enteras, lo que provoca el hacinamiento y enfermedades con él relacionadas, como, por ejemplo, la tuberculosis.
Los países en desarrollo -donde los recursos para prevenir y tratar las enfermedades infecciosas son escasos- son los más vulnerables a otras enfermedades infecciosas también asociadas con el cambio climático, pero también las naciones avanzadas pueden ser víctimas de un ataque por sorpresa, como ocurrió el año pasado cuando el primer brote del virus del Nilo occidental en Norteamérica mató a siete neoyorquinos. El comercio y los viajes internacionales permiten a las enfermedades infecciosas alcanzar a continentes alejados de sus orígenes.
Naturalmente, no todas las consecuencias para la salud humana del calentamiento de la Tierra pueden ser malas. Unas temperaturas muy altas en las regiones calurosas pueden reducir las poblaciones de caracoles, que desempeñan una función en la transmisión de la esquistosiomasis, enfermedad parasitaria. Los vendavales -causados por el resecamiento de la superficie terrestre- pueden dispersar la contaminación. Unos inviernos más cálidos en zonas normalmente frías pueden reducir los ataques al corazón y las enfermedades respiratorias relacionados con el frío.
Sin embargo, en conjunto es probable que los efectos indeseables de un clima más variable y extremo eclipsen los posibles beneficios.
A medida que el mundo se calienta, las enfermedades transmitidas por mosquitos -paludismo, fiebre del dengue, fiebre amarilla y varias clases de encefalitis- inspiran una preocupación cada vez mayor. Se prevé que la prevalencia de esos trastorno llegará a ser cada vez mayor, porque el clima frío confina los mosquitos en las estaciones y regiones con ciertas temperaturas mínimas.
El calor extremo limita también la supervivencia de los mosquitos, pero, cuando el aire se vuelve más caliente, los mosquitos proliferan con mayor rapidez y pican más dentro del ámbito de temperaturas en el que sobreviven. Un mayor calor acelera también el ritmo al que se reproducen y maduran los patógenos que llevan en su interior. El parásito inmaduro del paludismo tarda 26 días en desarrollarse plenamente a 68 grados F, pero sólo 13 días a 77 grados F. Los mosquitos anofeles, que propagan el paludismo, viven sólo una semanas, por lo que unas temperaturas más calurosas permiten a más parásitos madurar a tiempo para que los mosquitos transmitan la infección.
A medida que se calientan zonas enteras, los mosquitos entran, junto con la enfermedad que los acompaña, en territorios antes prohibidos, además de causar más enfermedades y durante períodos más largos en las zonas en las que ya viven. El paludismo ha vuelto ya a la península de Corea y algunas zonas de los Estados Unidos, la Europa meridional y la antigua Unión Soviética han experimentado pequeños brotes. Según las proyecciones de algunos modelos, al final de este siglo la zona de posible transmisión del paludismo abarcará al 60 por ciento de la población mundial, frente al 45 por ciento actual.
Asimismo, en los diez últimos años el ámbito de la fiebre del dengue (o "quebrantahuesos") -enfermedad viral grave, parecida a la gripe, que puede causar una hemorragia interna fatal- en el continente americano se ha ampliado y al final del decenio de 1990 llegó a Buenos Aires. (También se ha abierto paso hasta la Australia septentrional). Hoy afecta a entre 50 y 100 millones de personas en los trópicos y los subtrópicos.
Naturalmente, no se pueden atribuir esos brotes de forma concluyente al calentamiento de la Tierra. Podrían deberse a otros factores: reducción de la lucha contra los mosquitos y otros programas públicos de salud o una mayor resistencia a los medicamentos y los plaguicidas, pero, cuando los brotes coinciden con otras consecuencias previstas del calentamiento de la Tierra, los argumentos a favor de una causa climática resultan más convincentes.
Así ocurre en las tierras altas del mundo. En el siglo XIX, los colonialistas europeos en África se establecieron en las montañas más frescas para eludir el peligroso aire de las ciénagas ("
mal aria
", otra denominación del paludismo) de las tierras bajas. Hoy muchos de esos refugios están en peligro. Como se preveía, el calor está ascendiendo por muchas montañas. Desde 1970, la elevación a la que las temperaturas están siempre bajo cero ha ascendido casi 152 metros en los trópicos. Se están notificando infecciones transmitidas por insectos en altas elevaciones de Sudamérica y Centroamérica, Asía y África central y oriental.
Un mayor número de sequías e inundaciones debidas al calentamiento de la Tierra probablemente aumenten los brotes de enfermedades transmitidas por el agua. Paradójicamente, las sequías pueden propiciar las enfermedades transmitidas por el agua -incluido el cólera, causa de diarrea grave-, al eliminar las existencias de agua potable, concentrar los contaminantes e impedir una higiene idónea. La falta de agua salubre limita también la rehidratación inocua de los afectados de diarrea o fiebre.
Entretanto, las inundaciones arrastran aguas residuales y fertilizantes hasta los sistemas de abastecimiento de agua, con lo que desencadenan floraciones de algas dañinas que pueden ser directamente tóxicas para los seres humanos o contaminar los peces y los mariscos que éstos consumen.
El precio en salud humana que se cobre el calentamiento de la Tierra dependerá en gran medida de nosotros. Una vigilancia eficaz de las condiciones climáticas y del surgimiento o resurgimiento de enfermedades infecciosas (o sus portadores) debe ser una prioridad mundial, como también la adopción de medidas preventivas y tratamientos para las poblaciones en riesgo.
Pero también debemos limitar las actividades humanas que contribuyen al calentamiento de la atmósfera o exacerban sus efectos. Pocas dudas caben de que la quema de combustibles fósiles contribuye al calentamiento de la Tierra, al arrojar al aire dióxido de carbono y otros gases que absorben el calor o "de invernadero". El análisis de los anillos de los árboles revela que los combustibles fósiles son la causa del 30 por ciento del aumento de los gases de invernadero respecto de los niveles preindustriales. Se deben adoptar fuentes de energía más limpias, al tiempo que se deben preservar y restablecer los bosques y los humedales para que absorban el dióxido de carbono y las crecidas y filtren los contaminantes antes de que lleguen a los sistemas de abastecimiento de agua.
Nada de eso resultará barato, pero la Humanidad pagará un precio mucho mayor por la inacción.
Hoy pocos científicos dudan que la atmósfera de la Tierra se está calentando. La mayoría convienen en que ese proceso se está acelerando y sus consecuencias podrían llegar a ser cada vez más perturbadoras. Incluso los colegiales pueden recitar algunos resultados previstos: los océanos se calentarán y los glaciares se derretirán, con lo que aumentarán los niveles del mar y el agua salada invadirá las zonas costeras bajas. Las regiones idóneas para la agricultura cambiarán.
Pero los efectos menos conocidos del calentamiento de la Tierra -a saber, los trastornos médicos graves para los seres humanos- no son menos preocupantes. Muchos de ellos están ya entre nosotros.
El más directo es el de que, según las previsiones, en 2020 el calentamiento de la Tierra habrá duplicado el número de fallecimientos relacionados con las olas de calor. El calor prolongado puede aumentar la niebla tóxica y la dispersión de alérgenos, lo que causará síntomas respiratorios.
El calentamiento de la Tierra aumenta también la frecuencia y la intensidad de las inundaciones y las sequías. Semejantes desastres no sólo causan muertes por ahogamiento o hambre, sino que, además, dañan los cultivos y los hacen vulnerables a las infecciones y a las infestaciones con plagas y hierbas malas, con lo que contribuyen a la escasez de alimentos y la malnutrición. Desplazan a poblaciones enteras, lo que provoca el hacinamiento y enfermedades con él relacionadas, como, por ejemplo, la tuberculosis.
Los países en desarrollo -donde los recursos para prevenir y tratar las enfermedades infecciosas son escasos- son los más vulnerables a otras enfermedades infecciosas también asociadas con el cambio climático, pero también las naciones avanzadas pueden ser víctimas de un ataque por sorpresa, como ocurrió el año pasado cuando el primer brote del virus del Nilo occidental en Norteamérica mató a siete neoyorquinos. El comercio y los viajes internacionales permiten a las enfermedades infecciosas alcanzar a continentes alejados de sus orígenes.
Naturalmente, no todas las consecuencias para la salud humana del calentamiento de la Tierra pueden ser malas. Unas temperaturas muy altas en las regiones calurosas pueden reducir las poblaciones de caracoles, que desempeñan una función en la transmisión de la esquistosiomasis, enfermedad parasitaria. Los vendavales -causados por el resecamiento de la superficie terrestre- pueden dispersar la contaminación. Unos inviernos más cálidos en zonas normalmente frías pueden reducir los ataques al corazón y las enfermedades respiratorias relacionados con el frío.
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Sin embargo, en conjunto es probable que los efectos indeseables de un clima más variable y extremo eclipsen los posibles beneficios.
A medida que el mundo se calienta, las enfermedades transmitidas por mosquitos -paludismo, fiebre del dengue, fiebre amarilla y varias clases de encefalitis- inspiran una preocupación cada vez mayor. Se prevé que la prevalencia de esos trastorno llegará a ser cada vez mayor, porque el clima frío confina los mosquitos en las estaciones y regiones con ciertas temperaturas mínimas.
El calor extremo limita también la supervivencia de los mosquitos, pero, cuando el aire se vuelve más caliente, los mosquitos proliferan con mayor rapidez y pican más dentro del ámbito de temperaturas en el que sobreviven. Un mayor calor acelera también el ritmo al que se reproducen y maduran los patógenos que llevan en su interior. El parásito inmaduro del paludismo tarda 26 días en desarrollarse plenamente a 68 grados F, pero sólo 13 días a 77 grados F. Los mosquitos anofeles, que propagan el paludismo, viven sólo una semanas, por lo que unas temperaturas más calurosas permiten a más parásitos madurar a tiempo para que los mosquitos transmitan la infección.
A medida que se calientan zonas enteras, los mosquitos entran, junto con la enfermedad que los acompaña, en territorios antes prohibidos, además de causar más enfermedades y durante períodos más largos en las zonas en las que ya viven. El paludismo ha vuelto ya a la península de Corea y algunas zonas de los Estados Unidos, la Europa meridional y la antigua Unión Soviética han experimentado pequeños brotes. Según las proyecciones de algunos modelos, al final de este siglo la zona de posible transmisión del paludismo abarcará al 60 por ciento de la población mundial, frente al 45 por ciento actual.
Asimismo, en los diez últimos años el ámbito de la fiebre del dengue (o "quebrantahuesos") -enfermedad viral grave, parecida a la gripe, que puede causar una hemorragia interna fatal- en el continente americano se ha ampliado y al final del decenio de 1990 llegó a Buenos Aires. (También se ha abierto paso hasta la Australia septentrional). Hoy afecta a entre 50 y 100 millones de personas en los trópicos y los subtrópicos.
Naturalmente, no se pueden atribuir esos brotes de forma concluyente al calentamiento de la Tierra. Podrían deberse a otros factores: reducción de la lucha contra los mosquitos y otros programas públicos de salud o una mayor resistencia a los medicamentos y los plaguicidas, pero, cuando los brotes coinciden con otras consecuencias previstas del calentamiento de la Tierra, los argumentos a favor de una causa climática resultan más convincentes.
Así ocurre en las tierras altas del mundo. En el siglo XIX, los colonialistas europeos en África se establecieron en las montañas más frescas para eludir el peligroso aire de las ciénagas (" mal aria ", otra denominación del paludismo) de las tierras bajas. Hoy muchos de esos refugios están en peligro. Como se preveía, el calor está ascendiendo por muchas montañas. Desde 1970, la elevación a la que las temperaturas están siempre bajo cero ha ascendido casi 152 metros en los trópicos. Se están notificando infecciones transmitidas por insectos en altas elevaciones de Sudamérica y Centroamérica, Asía y África central y oriental.
Un mayor número de sequías e inundaciones debidas al calentamiento de la Tierra probablemente aumenten los brotes de enfermedades transmitidas por el agua. Paradójicamente, las sequías pueden propiciar las enfermedades transmitidas por el agua -incluido el cólera, causa de diarrea grave-, al eliminar las existencias de agua potable, concentrar los contaminantes e impedir una higiene idónea. La falta de agua salubre limita también la rehidratación inocua de los afectados de diarrea o fiebre.
Entretanto, las inundaciones arrastran aguas residuales y fertilizantes hasta los sistemas de abastecimiento de agua, con lo que desencadenan floraciones de algas dañinas que pueden ser directamente tóxicas para los seres humanos o contaminar los peces y los mariscos que éstos consumen.
El precio en salud humana que se cobre el calentamiento de la Tierra dependerá en gran medida de nosotros. Una vigilancia eficaz de las condiciones climáticas y del surgimiento o resurgimiento de enfermedades infecciosas (o sus portadores) debe ser una prioridad mundial, como también la adopción de medidas preventivas y tratamientos para las poblaciones en riesgo.
Pero también debemos limitar las actividades humanas que contribuyen al calentamiento de la atmósfera o exacerban sus efectos. Pocas dudas caben de que la quema de combustibles fósiles contribuye al calentamiento de la Tierra, al arrojar al aire dióxido de carbono y otros gases que absorben el calor o "de invernadero". El análisis de los anillos de los árboles revela que los combustibles fósiles son la causa del 30 por ciento del aumento de los gases de invernadero respecto de los niveles preindustriales. Se deben adoptar fuentes de energía más limpias, al tiempo que se deben preservar y restablecer los bosques y los humedales para que absorban el dióxido de carbono y las crecidas y filtren los contaminantes antes de que lleguen a los sistemas de abastecimiento de agua.
Nada de eso resultará barato, pero la Humanidad pagará un precio mucho mayor por la inacción.