TOKIO – El Buda, Siddhartha Gautama, no compuso ningún sutra para azuzar el odio religioso ni la animadversión racial. Sin embargo, el chovinismo budista amenaza los procesos democráticos de Myanmar (Birmania) y Sri Lanka. Algunos de los mismos monjes budistas que desafiaron a la junta militar birmana en la “Revolución de Azafrán” de 2007 hoy incitan a la violencia contra la minoría musulmana rohinyá. En Sri Lanka, el chovinismo étnico de los budistas cingaleses, avivado por un ex presidente que está resuelto a volver al poder, pone el ridículo la supuesta meta de reconciliación con los derrotados tamiles hinduistas.
En Birmania, el racismo budista es uno de los grandes factores de la virtual guerra civil en el estado de Rajiine y ha generado una crisis humanitaria en que cientos de miles de rohinyá musulmanes han tenido que huir del país por mar y tierra. Lo más aciago para el futuro de Birmania es que el antagonismo racial y religioso de los genocidas no tiene nada de espontáneo, ya que están ligados a acciones de tipo oficial. Los rohinyá ya han perdido la nacionalidad birmana y es seguro que habrá más violencia si se aprueba una serie de propuestas de ley que marginarían más aún a quienes profesan el islam.
Por ejemplo, una nueva ley matrimonial exige que las parejas de diferentes confesiones religiosas manifiesten su intención de casarse ante las autoridades locales, que a su vez deberán hacer un aviso público del compromiso; sólo si ningún ciudadano se opone a la unión (algo muy improbable en el actual clima de tensión) se les permitiría contraer matrimonio. Otra propuesta de ley prohibiría a todos los menos de 18 años convertirse a otra religión e incluso exigiría que, antes de dar su permiso, las autoridades locales sometan a interrogatorios a los adultos que intenten impulsar las conversiones.
Quizás lo más preocupantes es que un tercer y reciente proyecto de ley permitiría imponer un control de la natalidad al estilo chino sobre cualquier grupo cuya tasa de crecimiento demográfico supere el promedio nacional. Por ejemplo, se podría ordenar a las mujeres que esperen tres años tras dar nacimiento a un hijo antes de tener otro. En este caso también los gobiernos locales, más susceptibles a los prejuicios populares, tendrán la facultad de aplicar leyes que parecen estar dirigidas específicamente a los rohinyá, que se caracterizan por sus familias numerosas.
Estos proyectos de ley todavía no equivalen a una nueva versión de los edictos de Nuremberg (las leyes antisemitas promulgadas por los nazis en 1935), pero sí reflejan los planes de quienes buscan avivar el resentimiento de los budistas con el fin de hacer fracasar la transición democrática birmana. Es una oscura ambición que ha cobrado más urgencia a medida que se acercan las primeras elecciones presidenciales democráticas desde que comenzara la transición en 2011.
Por supuesto, los rohinyá son el principal blanco de esta estrategia, pero hay también otro: Aung San Suu Kyi, Premio Nobel de la Paz y líder de la oposición.
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Por ahora no puede ser candidata presidencial debido a una cínica cláusula constitucional que excluye a toda persona cuyo cónyuge o hijos posean pasaporte extranjero (los dos hijos que tuvo con su fallecido marido inglés poseen pasaportes británicos). Aun así, el régimen, temeroso de su popularidad, está jugando las bazas de la religión y el origen étnico para desacreditarla a ella y a su partido, la Liga Nacional por la Democracia, que ganó casi la totalidad de los escaños parlamentarios en juego en las últimas elecciones generales (y que arrasó en las elecciones de 1990, que fueron anuladas).
Al instigar la violencia budista contra los rohinyá, el régimen busca perjudicar de dos maneras las posibilidades de victoria de Suu Kyi y la LND. Si ella se manifiesta a favor de esta minoría, su atractivo entre los budistas, que constituyen la gran mayoría de los ciudadanos birmanos, puede debilitarse lo suficiente como para que el ejército se mantenga en el poder. Si no los defiende, su aura de liderazgo moral podría desdibujarse entre sus propios partidarios, tanto en el país como en el extranjero.
Hasta el momento, Suu Kyi ha esquivado esta trampa con las evasiones verbales que uno esperaría más de un político común y corriente que de una figura de su valentía y prestigio. En todo caso, no cabe duda de que su margen de maniobra será cada vez más estrecho a medida que se acerquen las elecciones. En lugar de poner énfasis en las reales necesidades del país (una reforma agraria seria, una campaña contra la corrupción y la liberación de la economía del control de la oligarquía), puede que se vea arrastrada a defender a una minoría impopular.
Un imperativo político parecido late en el centro del chovinismo cingalés, que ha vuelto de súbito a la vida pública de Sri Lanka. En el sangriento impulso final que puso fin al cuarto de siglo de guerra civil con los Tigres Tamiles en 2009 se azuzaron las pasiones religiosas y étnicas de los cingaleses. Pero en lugar de buscar la reconciliación con los tamiles tras su derrota, el entonces Presidente Mahinda Rajapaksa siguió utilizando el odio étnico para subvertir la democracia del país.
La inesperada derrota de Rajapaksa por una coalición de demócratas de Sri Lanka y partidos políticos tamiles en las elecciones presidenciales de enero pasado (resultado que intentó anular) tendría que haber acabado con su carrera y la política de los ataques raciales. Pero hoy el ex presidente está intentando ferozmente volver al poder, y bien podría ocurrir que triunfe en las elecciones parlamentarias que se celebrarán el 17 de agosto.
Una razón de su potencial victoria es la cantidad de fondos con los que cuenta; otra es que probablemente tenga el apoyo de China tras haber permitido la construcción de puertos y otras instalaciones para el Ejército Popular de Liberación durante su presidencia. Pero la clave de su fortuna ha sido el aprovechamiento de los temores de la mayoría cingalesa.
De esta manera, Rajapaksa está poniendo al Primer Ministro Ranil Wickremesinghe en el mismo tipo de dilema al que se enfrenta Suu Kyi en Birmania. Hasta ahora Wickremesinghe ha podido evitarlo al sugerir que los cingaleses tienen más que temer de un retorno de Rajapaksa que de las minorías étnicas del país. Sin embargo, nunca se debe subestimar el poder del odio para socavar una democracia desde dentro.
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Unlike during his first term, US President Donald Trump no longer seems to care if his policies wreak havoc in financial markets. This time around, Trump seems to be obsessed with his radical approach to institutional deconstruction, which includes targeting the Federal Reserve, the International Monetary Fund, and the World Bank.
explains why the US president’s second administration, unlike his first, is targeting all three.
According to the incoming chair of US President Donald Trump’s
Council of Economic Advisers, America runs large trade deficits and
struggles to compete in manufacturing because foreign demand for US
financial assets has made the dollar too strong. It is not a persuasive
argument.
is unpersuaded by the argument made by presidential advisers for unilaterally restructuring global trade.
By launching new trade wars and ordering the creation of a Bitcoin reserve, Donald Trump is assuming that US trade partners will pay any price to maintain access to the American market. But if he is wrong about that, the dominance of the US dollar, and all the advantages it confers, could be lost indefinitely.
doubts the US administration can preserve the greenback’s status while pursuing its trade and crypto policies.
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TOKIO – El Buda, Siddhartha Gautama, no compuso ningún sutra para azuzar el odio religioso ni la animadversión racial. Sin embargo, el chovinismo budista amenaza los procesos democráticos de Myanmar (Birmania) y Sri Lanka. Algunos de los mismos monjes budistas que desafiaron a la junta militar birmana en la “Revolución de Azafrán” de 2007 hoy incitan a la violencia contra la minoría musulmana rohinyá. En Sri Lanka, el chovinismo étnico de los budistas cingaleses, avivado por un ex presidente que está resuelto a volver al poder, pone el ridículo la supuesta meta de reconciliación con los derrotados tamiles hinduistas.
En Birmania, el racismo budista es uno de los grandes factores de la virtual guerra civil en el estado de Rajiine y ha generado una crisis humanitaria en que cientos de miles de rohinyá musulmanes han tenido que huir del país por mar y tierra. Lo más aciago para el futuro de Birmania es que el antagonismo racial y religioso de los genocidas no tiene nada de espontáneo, ya que están ligados a acciones de tipo oficial. Los rohinyá ya han perdido la nacionalidad birmana y es seguro que habrá más violencia si se aprueba una serie de propuestas de ley que marginarían más aún a quienes profesan el islam.
Por ejemplo, una nueva ley matrimonial exige que las parejas de diferentes confesiones religiosas manifiesten su intención de casarse ante las autoridades locales, que a su vez deberán hacer un aviso público del compromiso; sólo si ningún ciudadano se opone a la unión (algo muy improbable en el actual clima de tensión) se les permitiría contraer matrimonio. Otra propuesta de ley prohibiría a todos los menos de 18 años convertirse a otra religión e incluso exigiría que, antes de dar su permiso, las autoridades locales sometan a interrogatorios a los adultos que intenten impulsar las conversiones.
Quizás lo más preocupantes es que un tercer y reciente proyecto de ley permitiría imponer un control de la natalidad al estilo chino sobre cualquier grupo cuya tasa de crecimiento demográfico supere el promedio nacional. Por ejemplo, se podría ordenar a las mujeres que esperen tres años tras dar nacimiento a un hijo antes de tener otro. En este caso también los gobiernos locales, más susceptibles a los prejuicios populares, tendrán la facultad de aplicar leyes que parecen estar dirigidas específicamente a los rohinyá, que se caracterizan por sus familias numerosas.
Estos proyectos de ley todavía no equivalen a una nueva versión de los edictos de Nuremberg (las leyes antisemitas promulgadas por los nazis en 1935), pero sí reflejan los planes de quienes buscan avivar el resentimiento de los budistas con el fin de hacer fracasar la transición democrática birmana. Es una oscura ambición que ha cobrado más urgencia a medida que se acercan las primeras elecciones presidenciales democráticas desde que comenzara la transición en 2011.
Por supuesto, los rohinyá son el principal blanco de esta estrategia, pero hay también otro: Aung San Suu Kyi, Premio Nobel de la Paz y líder de la oposición.
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Al instigar la violencia budista contra los rohinyá, el régimen busca perjudicar de dos maneras las posibilidades de victoria de Suu Kyi y la LND. Si ella se manifiesta a favor de esta minoría, su atractivo entre los budistas, que constituyen la gran mayoría de los ciudadanos birmanos, puede debilitarse lo suficiente como para que el ejército se mantenga en el poder. Si no los defiende, su aura de liderazgo moral podría desdibujarse entre sus propios partidarios, tanto en el país como en el extranjero.
Hasta el momento, Suu Kyi ha esquivado esta trampa con las evasiones verbales que uno esperaría más de un político común y corriente que de una figura de su valentía y prestigio. En todo caso, no cabe duda de que su margen de maniobra será cada vez más estrecho a medida que se acerquen las elecciones. En lugar de poner énfasis en las reales necesidades del país (una reforma agraria seria, una campaña contra la corrupción y la liberación de la economía del control de la oligarquía), puede que se vea arrastrada a defender a una minoría impopular.
Un imperativo político parecido late en el centro del chovinismo cingalés, que ha vuelto de súbito a la vida pública de Sri Lanka. En el sangriento impulso final que puso fin al cuarto de siglo de guerra civil con los Tigres Tamiles en 2009 se azuzaron las pasiones religiosas y étnicas de los cingaleses. Pero en lugar de buscar la reconciliación con los tamiles tras su derrota, el entonces Presidente Mahinda Rajapaksa siguió utilizando el odio étnico para subvertir la democracia del país.
La inesperada derrota de Rajapaksa por una coalición de demócratas de Sri Lanka y partidos políticos tamiles en las elecciones presidenciales de enero pasado (resultado que intentó anular) tendría que haber acabado con su carrera y la política de los ataques raciales. Pero hoy el ex presidente está intentando ferozmente volver al poder, y bien podría ocurrir que triunfe en las elecciones parlamentarias que se celebrarán el 17 de agosto.
Una razón de su potencial victoria es la cantidad de fondos con los que cuenta; otra es que probablemente tenga el apoyo de China tras haber permitido la construcción de puertos y otras instalaciones para el Ejército Popular de Liberación durante su presidencia. Pero la clave de su fortuna ha sido el aprovechamiento de los temores de la mayoría cingalesa.
De esta manera, Rajapaksa está poniendo al Primer Ministro Ranil Wickremesinghe en el mismo tipo de dilema al que se enfrenta Suu Kyi en Birmania. Hasta ahora Wickremesinghe ha podido evitarlo al sugerir que los cingaleses tienen más que temer de un retorno de Rajapaksa que de las minorías étnicas del país. Sin embargo, nunca se debe subestimar el poder del odio para socavar una democracia desde dentro.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen