MADRID – Hoy la energía ha ganado centralidad en la formulación de políticas globales. Al tiempo que la caída del precio del petróleo acapara titulares en todo el mundo, el presidente estadounidense Barack Obama y el presidente chino Xi Jinping firman un acuerdo clave sobre el cambio climático, y las conclusiones del pasado Consejo Europeo de octubre podrían marcar un avance real hacia una política energética juiciosa de la UE. Este impulso debe conservarse en el próximo año, y culminar en la Conferencia de Naciones Unidas sobre Cambio Climático (COP21) que tendrá lugar en París en diciembre.
Sin embargo, para establecer un sistema global de energía que cubra la creciente demanda dentro de los imperativos de la neutralidad-carbono, debemos evitar las trampas que han lastrado iniciativas pasadas. En particular, hemos de encontrar el equilibrio adecuado entre ideología y realismo, entre los sectores público y privado, así como tener en cuenta las consideraciones a corto y largo plazo. Además, es esencial traducir nuestros compromisos en acciones.
En la pugna entre ideología y realismo, la UE encarna quizás el mejor ejemplo de un enfoque desequilibrado. Y es que los europeos tienden a liderar con el corazón en lugar de con la cabeza, lo que socava la efectividad de sus acciones. El rechazo visceral e irreflexivo a la utilización de la energía nuclear por parte de algunos países miembro ha repercutido en un fuerte aumento en el consumo del carbón, mientras que el uso de energías renovables, al margen de su eficacia o viabilidad, ha sido alentado con devoción. Y el objetivo "20/20/20 en 2020" de la UE –reducción en un 20% en las emisiones de gases de efecto invernadero, aumento en un 20% de la contribución de las energías renovables al mix enérgetico, e incremento en un 20% de la eficiencia energética, todo ello para 2020 – tiene más de mantra que de verdadera política.
La estrecha colaboración entre los sectores público y privado resulta vital a la hora de financiar la construcción de un sistema energético global eficiente. La Agencia Internacional de la Energía estima que en 2040 la inversión anual necesaria para garantizar el suministro de energía asociado a infraestructuras será de $2 billones, un 20% por encima de los niveles actuales. Eso significa que en los próximos 26 años serán necesarios aproximadamente $51 billones adicionales.
Y estas ingentes cifras son sólo parte del déficit global de inversión en infraestructura, que actualmente asciende a $1 billón al año -cantidad que rebasa ampliamente lo que los gobiernos pueden pagar-. Por ello, éstos deben crear partenariados innovadores con actores del sector privado, sin perjuicio de que la energía, en tanto que bien público, deba estar sujeta a una regulación y supervisión adecuadas.
Se han dado pasos importantes en este sentido, aunque hasta ahora pocas iniciativas han pasado del plano teórico al de las realizaciones. El Banco Mundial, el G-20, y la UE han puesto recientemente en marcha propuestas destinadas a encauzar el poder de financiación de las empresas hacia el desarrollo de infraestructuras. A éstas se suma la creación del Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras encabezado por China.
El Fondo para la Infraestructura Mundial del Banco Mundial es una plataforma abierta que reúne a bancos multilaterales de desarrollo, gobiernos nacionales y financiación privada para encauzar los proyectos de infraestructura hasta su finalización, así como para cubrir las carencias que han obstaculizado hasta hoy la inversión en este campo. Así, mitigar los riesgos políticos asociados, sobre todo a través de un creciente papel de la Agencia de Garantía de Inversiones Multilaterales (MIGA, en su acrónimo inglés) resulta fundamental para desbloquear estos flujos de inversión.
De esta misma filosofía participa la Plataforma para la Infraestructura Global creada el mes pasado por el G-20 en la cumbre de Brisbane, a fin de facilitar el intercambio de información y agilizar así los proyectos. De igual modo, el Mecanismo Conectar Europa de la UE ha destinado €5.850 millones ($7.200 millones) en el periodo hasta 2020 para ayudar a reactivar la inversión privada en proyectos de infraestructura que vinculen los sistemas energéticos de los estados miembro.
La necesidad de partenariados supera el ámbito de la inversión. El sector privado también se encuentra mejor posicionado para investigar y desarrollar nuevos métodos de producción que limiten la demanda de combustibles fósiles. Para impulsar esta acción, el sector público debe incentivar con fondos y garantías proyectos que, aunque arriesgados, entrañan un beneficio potencial importante. Por ejemplo, los fondos que el gobierno de EEUU destina a la investigación de la fracturación hidráulica -o “fracking”, tecnología que está potenciando la producción de petróleo y gas en América- se remonta a la década de 1970.
Esto nos lleva a la necesidad de equilibrar los imperativos a corto plazo con una visión a largo plazo. Los proyectos y políticas actuales en materia energética han de tener en cuenta el aumento previsto de la demanda de los mercados emergentes, al tiempo que garantizar una inversión futura suficiente en capacidad de generación.
En los próximos 25 años el 60% de la capacidad de generación de la UE deberá ser reemplazada - algo que exigirá una inversión de $2,2 billones si se han de mantener niveles equivalentes. Por otra parte, y ante las expectativas de que la producción estadounidense de petróleo de formaciones compactas alcance su máximo en la década de 2020, será necesario desarrollar proveedores alternativos de energía en Oriente Medio, Irak en particular. Teniendo en cuenta el tiempo que requiere poner en marcha nuevos proyectos, se hace necesario meterse en faena para hacer frente a ésta situación.
En todos estos esfuerzos, hay un imperativo común: pasar de las palabras a los hechos. El mundo no necesita más compromisos y promesas; necesita acción. Sin embargo, muchos países no cesan de emitir tímidas declaraciones, insuficientes para lograr un verdadero progreso.
Una vez más, este problema se hace particularmente evidente en Europa. Las máximas de hoy -la necesidad de una variedad de proveedores, de una interconexión mejorada, de una mayor eficiencia y de un mix energético razonable- se vienen debatiendo desde hace más de una década.
De hecho, pese al flujo aparentemente interminable de nuevas iniciativas y proyectos en materia energética, Europa ha avanzado poco; incluso puede que su situación en éste campo sea hoy peor que hace diez años. Reformular las mismas viejas estrategias -para muestra un botón: los €300 mil millones del cacareado paquete de inversiones del Presidente de la Comisión Europea, Jean Claude Juncker- no es solución.
Con la atención centrada en el COP21 de diciembre, el año que viene brindará una oportunidad excepcional para construir un sistema energético global eficaz. Europa, que se enrogullece de su liderazgo, debe dar ejemplo mediante el desarrollo -e implementación- de una estrategia energética realista a largo plazo que involucre al sector privado.
MADRID – Hoy la energía ha ganado centralidad en la formulación de políticas globales. Al tiempo que la caída del precio del petróleo acapara titulares en todo el mundo, el presidente estadounidense Barack Obama y el presidente chino Xi Jinping firman un acuerdo clave sobre el cambio climático, y las conclusiones del pasado Consejo Europeo de octubre podrían marcar un avance real hacia una política energética juiciosa de la UE. Este impulso debe conservarse en el próximo año, y culminar en la Conferencia de Naciones Unidas sobre Cambio Climático (COP21) que tendrá lugar en París en diciembre.
Sin embargo, para establecer un sistema global de energía que cubra la creciente demanda dentro de los imperativos de la neutralidad-carbono, debemos evitar las trampas que han lastrado iniciativas pasadas. En particular, hemos de encontrar el equilibrio adecuado entre ideología y realismo, entre los sectores público y privado, así como tener en cuenta las consideraciones a corto y largo plazo. Además, es esencial traducir nuestros compromisos en acciones.
En la pugna entre ideología y realismo, la UE encarna quizás el mejor ejemplo de un enfoque desequilibrado. Y es que los europeos tienden a liderar con el corazón en lugar de con la cabeza, lo que socava la efectividad de sus acciones. El rechazo visceral e irreflexivo a la utilización de la energía nuclear por parte de algunos países miembro ha repercutido en un fuerte aumento en el consumo del carbón, mientras que el uso de energías renovables, al margen de su eficacia o viabilidad, ha sido alentado con devoción. Y el objetivo "20/20/20 en 2020" de la UE –reducción en un 20% en las emisiones de gases de efecto invernadero, aumento en un 20% de la contribución de las energías renovables al mix enérgetico, e incremento en un 20% de la eficiencia energética, todo ello para 2020 – tiene más de mantra que de verdadera política.
La estrecha colaboración entre los sectores público y privado resulta vital a la hora de financiar la construcción de un sistema energético global eficiente. La Agencia Internacional de la Energía estima que en 2040 la inversión anual necesaria para garantizar el suministro de energía asociado a infraestructuras será de $2 billones, un 20% por encima de los niveles actuales. Eso significa que en los próximos 26 años serán necesarios aproximadamente $51 billones adicionales.
Y estas ingentes cifras son sólo parte del déficit global de inversión en infraestructura, que actualmente asciende a $1 billón al año -cantidad que rebasa ampliamente lo que los gobiernos pueden pagar-. Por ello, éstos deben crear partenariados innovadores con actores del sector privado, sin perjuicio de que la energía, en tanto que bien público, deba estar sujeta a una regulación y supervisión adecuadas.
Se han dado pasos importantes en este sentido, aunque hasta ahora pocas iniciativas han pasado del plano teórico al de las realizaciones. El Banco Mundial, el G-20, y la UE han puesto recientemente en marcha propuestas destinadas a encauzar el poder de financiación de las empresas hacia el desarrollo de infraestructuras. A éstas se suma la creación del Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras encabezado por China.
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De esta misma filosofía participa la Plataforma para la Infraestructura Global creada el mes pasado por el G-20 en la cumbre de Brisbane, a fin de facilitar el intercambio de información y agilizar así los proyectos. De igual modo, el Mecanismo Conectar Europa de la UE ha destinado €5.850 millones ($7.200 millones) en el periodo hasta 2020 para ayudar a reactivar la inversión privada en proyectos de infraestructura que vinculen los sistemas energéticos de los estados miembro.
La necesidad de partenariados supera el ámbito de la inversión. El sector privado también se encuentra mejor posicionado para investigar y desarrollar nuevos métodos de producción que limiten la demanda de combustibles fósiles. Para impulsar esta acción, el sector público debe incentivar con fondos y garantías proyectos que, aunque arriesgados, entrañan un beneficio potencial importante. Por ejemplo, los fondos que el gobierno de EEUU destina a la investigación de la fracturación hidráulica -o “fracking”, tecnología que está potenciando la producción de petróleo y gas en América- se remonta a la década de 1970.
Esto nos lleva a la necesidad de equilibrar los imperativos a corto plazo con una visión a largo plazo. Los proyectos y políticas actuales en materia energética han de tener en cuenta el aumento previsto de la demanda de los mercados emergentes, al tiempo que garantizar una inversión futura suficiente en capacidad de generación.
En los próximos 25 años el 60% de la capacidad de generación de la UE deberá ser reemplazada - algo que exigirá una inversión de $2,2 billones si se han de mantener niveles equivalentes. Por otra parte, y ante las expectativas de que la producción estadounidense de petróleo de formaciones compactas alcance su máximo en la década de 2020, será necesario desarrollar proveedores alternativos de energía en Oriente Medio, Irak en particular. Teniendo en cuenta el tiempo que requiere poner en marcha nuevos proyectos, se hace necesario meterse en faena para hacer frente a ésta situación.
En todos estos esfuerzos, hay un imperativo común: pasar de las palabras a los hechos. El mundo no necesita más compromisos y promesas; necesita acción. Sin embargo, muchos países no cesan de emitir tímidas declaraciones, insuficientes para lograr un verdadero progreso.
Una vez más, este problema se hace particularmente evidente en Europa. Las máximas de hoy -la necesidad de una variedad de proveedores, de una interconexión mejorada, de una mayor eficiencia y de un mix energético razonable- se vienen debatiendo desde hace más de una década.
De hecho, pese al flujo aparentemente interminable de nuevas iniciativas y proyectos en materia energética, Europa ha avanzado poco; incluso puede que su situación en éste campo sea hoy peor que hace diez años. Reformular las mismas viejas estrategias -para muestra un botón: los €300 mil millones del cacareado paquete de inversiones del Presidente de la Comisión Europea, Jean Claude Juncker- no es solución.
Con la atención centrada en el COP21 de diciembre, el año que viene brindará una oportunidad excepcional para construir un sistema energético global eficaz. Europa, que se enrogullece de su liderazgo, debe dar ejemplo mediante el desarrollo -e implementación- de una estrategia energética realista a largo plazo que involucre al sector privado.