Cuando el Secretario General de las Naciones Unidas Ban Ki-moon visitó la Antártica, quedó impresionado por el hielo en proceso de derretimiento que vio. Luego fue a Brasil, donde quedó impresionado por el uso de biocombustibles para dar energía a un cuarto del tráfico automotor. El aceite extraído de la semilla de canola se puede usar como combustible diesel, y se puede obtener etanol del maíz o la remolacha para reemplazar la gasolina.
La ONU y varios países comparten oficialmente la opinión de que el biocombustible es una opción para enfrentar el cambio climático. Estados Unidos subsidia con generosidad la producción de etanol a partir del maíz, cuya producción en el país está creciendo a un 12 % anual, mientras que en el mundo la cifra de casi un 10%. Los países de la UE subsidiaron la producción de biocombustibles con € 3,7 mil millones en 2006 y tienen planes de cubrir con fuentes biológicas el 8% del combustible necesario para sus motores para el año 2015, llegando a un 20% el 2020. Además, el Protocolo de Kyoto permite a los países cumplir sus objetivos de reducción de las emisiones de CO2 reemplazando los combustibles fósiles con biocombustibles.
Sin embargo, ¿es realmente una estrategia inteligente y éticamente aceptable quemar estos recursos en lugar de usarlos como alimento? Si permitimos que los alimentos se usen para producir biocombustibles, sus precios quedarán vinculados a los del petróleo, como anunciara con satisfacción el jefe de la asociación de agricultores alemanes. De hecho, los precios de los alimentos están aumentando en Europa en la actualidad, debido a que cada vez más tierras de cultivo se están destinando a la producción de biocombustibles en lugar de comida.
Esto no es sustentable. La así llamada crisis de la tortilla, que dio origen a protestas en la Ciudad de México en enero, prefigura lo que podemos esperar en el futuro. El precio del maíz, la mitad del cual se importa de los Estados Unidos, más que se duplicó en un año, principalmente debido a la producción de bioetanol. México intentó solucionar el problema imponiendo un techo al precio de las tortillas de maíz, en combinación con la exención de aranceles para las importaciones de maíz.
El problema es que los promotores de la producción de biocombustibles como medio de reducir el efecto invernadero no han aclarado de dónde saldrán las tierras. En principio, hay sólo tres respuestas: utilizar terrenos que producen alimentos o forraje, utilizar terrenos que hoy se destinan a producir materiales naturales –en particular, madera-, o bien recurrir a áreas naturales.
La perversidad de la primera alternativa es evidente: no hay exceso de producción de alimentos en el mundo. Quienquiera que desee cultivar biocombustibles en tierras que antes de usaban para producción de alimentos debe reconocer que esto aumentaría sus precios, perjudicando a los más pobres.
De manera similar, cultivar biocombustibles en tierras que, de otro modo, se usarían para producir materiales de construcción sustentables elevaría sus precios y estimularía su reemplazo por materiales no sustentables, como el concreto y el acero. Puede ser inobjetable en términos éticos y de políticas sociales, pero ciertamente no beneficiaría el medio ambiente.
La madera guarda carbono, gracias a la fotosíntesis. Mientras mayores sean las cantidades de madera en el mundo, en la forma de árboles vivos o material de construcción, menor CO2 hay en la atmósfera y menos recalentado está el planeta. De modo que producir biocombustibles en detrimento de los bosques significa acelerar el calentamiento global, ya que los cultivos de biocombustibles almacenan mucho menos carbono que los árboles.
Es cierto que, además del efecto negativo en términos de captura de carbono, habría un efecto positivo en el clima mundial en cuanto a que los biocombustibles pueden reemplazar los combustibles fósiles para procesos de combustión. Sin embargo, esto presupone que los jeques petroleros extraerán menos petróleo porque hay más biocombustible. Si no lo hacen, el efecto positivo se desvanecerá. Sencillamente, bajarán los precios de los combustibles fósiles en el mercado mundial, de modo que el consumo total de biocombustibles y combustibles fósiles aumentará debido a la producción adicional de biocombustibles.
La alternativa restante es usar tierras que no se han utilizado para fines comerciales previamente. Sin embargo, por lo general estas tierras corresponden a bosques. La sustitución de bosques por maíz., canola y otras oleaginosas reduce la biomasa y aumenta la concentración de CO2 en la atmósfera. Brasil ha despejado enormes áreas de jungla para producir el bioetanol que impresionó al Secretario General. Al hacerlo, el país ha hecho un flaco favor a la causa de la lucha contra el cambio climático.
De hecho, cada año el mundo pierde un área boscosa del tamaño de Irlanda. El efecto sobre la atmósfera equivale a un 15% de emisiones anuales de CO2, más que todo el sector del transporte mundial. La deforestación se debe revertir, no acelerar.
No tiene sentido usar tierras, del tipo que sean, para producir biocombustibles. Sólo es justificable en términos ambientales y de políticas sociales el producir biocombustibles sin el uso de tierras adicionales. Esto significaría usar desechos agrícolas y de otro tipo que, de lo contrario, se pudrirían y producirían cantidades casi equivalentes de CO2 y metano, y gases de invernadero incluso más peligrosos.
gas.
Esta es la opción que se debe promover, y debe ponerse fin a la promoción oficial de biocombustibles para cuya producción se utilizan tierras que se podrían destinar a otros fines.
Cuando el Secretario General de las Naciones Unidas Ban Ki-moon visitó la Antártica, quedó impresionado por el hielo en proceso de derretimiento que vio. Luego fue a Brasil, donde quedó impresionado por el uso de biocombustibles para dar energía a un cuarto del tráfico automotor. El aceite extraído de la semilla de canola se puede usar como combustible diesel, y se puede obtener etanol del maíz o la remolacha para reemplazar la gasolina.
La ONU y varios países comparten oficialmente la opinión de que el biocombustible es una opción para enfrentar el cambio climático. Estados Unidos subsidia con generosidad la producción de etanol a partir del maíz, cuya producción en el país está creciendo a un 12 % anual, mientras que en el mundo la cifra de casi un 10%. Los países de la UE subsidiaron la producción de biocombustibles con € 3,7 mil millones en 2006 y tienen planes de cubrir con fuentes biológicas el 8% del combustible necesario para sus motores para el año 2015, llegando a un 20% el 2020. Además, el Protocolo de Kyoto permite a los países cumplir sus objetivos de reducción de las emisiones de CO2 reemplazando los combustibles fósiles con biocombustibles.
Sin embargo, ¿es realmente una estrategia inteligente y éticamente aceptable quemar estos recursos en lugar de usarlos como alimento? Si permitimos que los alimentos se usen para producir biocombustibles, sus precios quedarán vinculados a los del petróleo, como anunciara con satisfacción el jefe de la asociación de agricultores alemanes. De hecho, los precios de los alimentos están aumentando en Europa en la actualidad, debido a que cada vez más tierras de cultivo se están destinando a la producción de biocombustibles en lugar de comida.
Esto no es sustentable. La así llamada crisis de la tortilla, que dio origen a protestas en la Ciudad de México en enero, prefigura lo que podemos esperar en el futuro. El precio del maíz, la mitad del cual se importa de los Estados Unidos, más que se duplicó en un año, principalmente debido a la producción de bioetanol. México intentó solucionar el problema imponiendo un techo al precio de las tortillas de maíz, en combinación con la exención de aranceles para las importaciones de maíz.
El problema es que los promotores de la producción de biocombustibles como medio de reducir el efecto invernadero no han aclarado de dónde saldrán las tierras. En principio, hay sólo tres respuestas: utilizar terrenos que producen alimentos o forraje, utilizar terrenos que hoy se destinan a producir materiales naturales –en particular, madera-, o bien recurrir a áreas naturales.
La perversidad de la primera alternativa es evidente: no hay exceso de producción de alimentos en el mundo. Quienquiera que desee cultivar biocombustibles en tierras que antes de usaban para producción de alimentos debe reconocer que esto aumentaría sus precios, perjudicando a los más pobres.
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De manera similar, cultivar biocombustibles en tierras que, de otro modo, se usarían para producir materiales de construcción sustentables elevaría sus precios y estimularía su reemplazo por materiales no sustentables, como el concreto y el acero. Puede ser inobjetable en términos éticos y de políticas sociales, pero ciertamente no beneficiaría el medio ambiente.
La madera guarda carbono, gracias a la fotosíntesis. Mientras mayores sean las cantidades de madera en el mundo, en la forma de árboles vivos o material de construcción, menor CO2 hay en la atmósfera y menos recalentado está el planeta. De modo que producir biocombustibles en detrimento de los bosques significa acelerar el calentamiento global, ya que los cultivos de biocombustibles almacenan mucho menos carbono que los árboles.
Es cierto que, además del efecto negativo en términos de captura de carbono, habría un efecto positivo en el clima mundial en cuanto a que los biocombustibles pueden reemplazar los combustibles fósiles para procesos de combustión. Sin embargo, esto presupone que los jeques petroleros extraerán menos petróleo porque hay más biocombustible. Si no lo hacen, el efecto positivo se desvanecerá. Sencillamente, bajarán los precios de los combustibles fósiles en el mercado mundial, de modo que el consumo total de biocombustibles y combustibles fósiles aumentará debido a la producción adicional de biocombustibles.
La alternativa restante es usar tierras que no se han utilizado para fines comerciales previamente. Sin embargo, por lo general estas tierras corresponden a bosques. La sustitución de bosques por maíz., canola y otras oleaginosas reduce la biomasa y aumenta la concentración de CO2 en la atmósfera. Brasil ha despejado enormes áreas de jungla para producir el bioetanol que impresionó al Secretario General. Al hacerlo, el país ha hecho un flaco favor a la causa de la lucha contra el cambio climático.
De hecho, cada año el mundo pierde un área boscosa del tamaño de Irlanda. El efecto sobre la atmósfera equivale a un 15% de emisiones anuales de CO2, más que todo el sector del transporte mundial. La deforestación se debe revertir, no acelerar.
No tiene sentido usar tierras, del tipo que sean, para producir biocombustibles. Sólo es justificable en términos ambientales y de políticas sociales el producir biocombustibles sin el uso de tierras adicionales. Esto significaría usar desechos agrícolas y de otro tipo que, de lo contrario, se pudrirían y producirían cantidades casi equivalentes de CO2 y metano, y gases de invernadero incluso más peligrosos.
gas.
Esta es la opción que se debe promover, y debe ponerse fin a la promoción oficial de biocombustibles para cuya producción se utilizan tierras que se podrían destinar a otros fines.