Para escapar del futuro de George Bush

Siempre se vuelve al petróleo. Las continuas y equivocadas intervenciones en el Oriente Medio de los Estados y del Reino Unido tienen sus raíces en las arenas árabes. Desde que Winston Churchill encabezó la conversión de la armada británica del carbón al petróleo a comienzos del siglo pasado, las potencias occidentales se han entrometido incesantemente en los asuntos de los países del Oriente Medio para mantener el flujo de petróleo mediante el derribo de gobiernos y el apoyo a un bando en las guerras como parte del supuesto "gran juego" de los recursos energéticos, pero el juego está casi acabado, porque los antiguos planteamientos están fracasando, evidentemente.

Justo cuando se nos arrulla para que pensemos que algo más que el petróleo es la raíz de las actuales intervenciones de los EE.UU. y del Reino Unido en el Iraq, la realidad vuelve a imponerse. De hecho, el Presidente Bush invitó recientemente a unos periodistas a imaginar el mundo dentro de cincuenta años. No estaba pensando en el futuro de la ciencia y la tecnología ni en una población mundial de nueve mil millones de personas ni en las amenazas del cambio climático y la biodiversidad. En cambio, quería saber si los radicales islámicos controlarían el petróleo del mundo.

Sea lo que fuere lo que nos preocupe dentro de 50 años, esa cuestión ocupará un puesto muy bajo de la lista. Aun cuando ocupara uno muy alto, la de derribar a Sadam Husein para garantizar los suministros de petróleo dentro de cincuenta años es una de las estrategias menos verosímiles. Y, sin embargo, sabemos por diversas pruebas que en eso es en lo que pensaba Bush cuando su gobierno dejó de centrarse en la búsqueda de Osama ben Laden para reñir una guerra en el Iraq.

El derrocamiento de Sadam era desde hacía mucho la idea favorita del neoconservador "proyecto para un nuevo siglo americano", en el que ya se sostenía –por el decenio de 1990– que era probable que Sadam lograra el control de "una proporción importante de los suministros de petróleo del mundo". El Vicepresidente Dick Cheney reiteró esos temores en el período inmediatamente anterior a la guerra del Iraq, al afirmar que Sadam Husein estaba constituyendo un inmenso arsenal de armas de destrucción en gran escala para "hacerse con el control de una gran porción de los suministros energéticos del mundo".

Evidentemente, los datos de Cheney eran erróneos, pero también su lógica. Los dictadores como Sadam se ganan la vida vendiendo su petróleo, no reteniéndolo en el subsuelo. Aun así, tal vez Sadam estuviera demasiado deseoso de vender concesiones petroleras a compañías francesas, rusas e italianas y no a compañías británicas y estadounidenses.

En cualquier caso, la guerra en el Iraq no protegerá los suministros energéticos del mundo dentro de cincuenta años. Si acaso, la guerra amenazará dichos suministros al avivar el propio radicalismo contra el que afirma luchar. La seguridad energética auténtica no se logrará invadiendo y ocupando el Oriente Medio ni intentando imponer gobiernos flexibles en esa región, sino reconociendo ciertas verdades más profundas sobre la energía mundial.

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En primer lugar, la estrategia energética debe ir encaminada a la consecución de tres objetivos: bajo costo, diversificación de los suministros y reducción drástica de las emisiones de dióxido de carbono, para lo que serán necesarias inversiones en gran escala en nuevos recursos y tecnologías, no una "lucha hasta la victoria" por el petróleo del Oriente Medio. Entre las importantes tecnologías energéticas figurarán las siguientes: la conversión del carbón en líquidos (como, por ejemplo, la gasolina), la utilización de arenas bituminosas y el petróleo de esquisto y el desarrollo de fuentes energéticas distintas de las procedentes de los combustibles fósiles.

De hecho, existen excelentes posibilidades de desarrollo de las tecnologías basadas en la energía solar, la del carbón sin emisiones contaminantes y la de una energía nuclear segura y fiable. La energía solar representa, aproximadamente, 10.000 mil veces nuestra actual utilización de la energía. Aprovechamos esa energía solar de muchas formas fundamentales –producción de alimentos, energía eólica, energía hidroeléctrica, calefacción solar, electricidad de origen solar-térmico, placas solares-, pero las posibilidades de una utilización mucho mayor de la barata, sobreabundante y medioambientalmente inocua energía solar son enormes.

El carbón, como la energía solar, es sobreabundante. Aunque es barato, es sólido, no líquido, contamina gravemente y emite gases que producen el efecto de invernadero. No obstante, se pueden resolver todos esos problemas, sobre todo si hacemos las inversiones necesarias en materia de investigación e innovación. La gasificación del carbón permite la eliminación de los contaminantes peligrosos y ya se puede convertir el carbón en gasolina de bajo costo; una compañía sudafricana está empezando a llevar esa tecnología a China en gran escala.

La energía nuclear, tanto la de fisión como la de fusión, es otra posibilidad de obtención de una energía primaria fiable, segura y medioambientalmente inocua. También en este caso existen obstáculos técnicos, pero parecen superables. Naturalmente, también hay importantes consideraciones políticas y en materia de reglamentación y seguridad, que se deben abordar adecuadamente.

Resulta irónico que un gobierno centrado fijamente en los riesgos para el petróleo del Oriente Medio haya optado por gastar centenares de miles de millones –y en potencia billones– de dólares para aplicar planteamientos militares fracasados a problemas que se pueden y se deben resolver a un costo inmensamente menor, mediante la investigación y la innovación, la reglamentación y los incentivos del mercado. La mayor crisis energética de todas está relacionada, al parecer, con la energía de una política exterior de los Estados Unidos erróneamente encaminada hacia la guerra, en lugar de hacia el descubrimiento científico y el progreso tecnológico.

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