ESTOCOLMO – A principios de este mes, el parlamento británico declaró que el planeta enfrenta una “emergencia climática”; el Reino Unido es el primer país que emite una declaración en ese sentido, después de ciudades como Los Ángeles, Londres, Vancouver y Basilea. Pero esa acción resume todo lo que hay de errado en política climática: políticos que formulan declaraciones grandiosas que infunden miedo y están divorciadas de la realidad económica y de la solución al problema que afirman estar encarando.
La retórica política cuesta poco, pero reducir drásticamente las emisiones de dióxido de carbono sigue siendo prohibitivamente caro y tecnológicamente desafiante. Al fin y al cabo, venimos oyendo esas promesas (por lo general incumplidas) desde la “Cumbre de la Tierra” celebrada en Río de Janeiro en 1992.
Reducir a cero la emisión neta de CO2 en 2050 o mucho antes es la meta ambiciosa que impulsan movimientos ambientalistas, como la Rebelión contra la Extinción, y avalan políticos de todo el mundo, incluidos varios precandidatos presidenciales en Estados Unidos. Estos activistas y políticos reciben mucha atención, pero sus propuestas costarían mucho más de lo que casi todos los electorados están dispuestos a pagar.
Las encuestas de opinión muestran que la gente está preocupada por el cambio climático y dispuesta a invertir una suma relativamente modesta para solucionarlo, pero no tanta como la que invertiría en educación, salud, oportunidades de empleo y apoyo social. Por ejemplo, la mayoría de los estadounidenses pagarían hasta 200 dólares al año para combatir el cambio climático; en China, la cifra es alrededor de 30 dólares. Los británicos no están dispuestos a reducir en forma significativa el uso del auto, los viajes en avión y el consumo de carne para combatir el cambio climático. Y si bien para el gobierno alemán la acción climática es tan prioritaria que formó un “gabinete para el clima”, sólo un tercio de los alemanes apoya una polémica propuesta impositiva para reducir el calentamiento global.
El lugar donde más se evidencia el abismo entre los políticos y la ciudadanía es Francia. El compromiso del gobierno de lograr una reducción drástica de las emisiones de CO2 antes de 2050 se convirtió embarazosamente en una promesa vacía, que casi no se trasladó a medidas significativas durante la presidencia de Emmanuel Macron, porque los “chalecos amarillos” salieron a las calles para oponerse a la aplicación de un nuevo impuesto a los combustibles que afecta desproporcionadamente a los residentes de áreas rurales dependientes del auto.
Francia no es el único país que hizo grandes promesas y luego no las cumplió. Un análisis reciente muestra que de los 185 países que ratificaron el acuerdo climático de París (2015), sólo 17 (entre ellos Argelia y Samoa) están cumpliendo en la práctica sus compromisos.
Conseguir el objetivo de emisión neta cero no costaría un poquito más de lo que la gente está dispuesta a pagar: costaría un orden de magnitud más. Los principales modelos económicos usados para evaluar, por ejemplo, el plan de la Unión Europea para reducir las emisiones un “mero” 80% de aquí a 2050 calculan un costo anual promedio de al menos 1,4 billones de dólares. Y el costo probable del compromiso relativamente modesto de México de reducir sus emisiones un 50% de aquí a 2050 puede ser entre el 7 y el 15% del PIB.
Un informe encargado por el gobierno de Nueva Zelanda para estudiar su promesa de llegar a la neutralidad de carbono en 2050 determinó que el costo anual de cumplir ese objetivo ese año y cada año siguiente sería más que todo el presupuesto anual actual del país. Además, esto es suponiendo una implementación óptima de las políticas, algo que ningún gobierno logra en la práctica. De modo que el verdadero costo de la neutralidad de carbono puede ser el doble (a pesar de lo cual, el gobierno de Nueva Zelanda avanza a toda marcha con el plan).
El alto costo de una reducción profunda de las emisiones se debe a nuestra total dependencia de los combustibles fósiles. En general, las alternativas ecológicas (incluidas la energía solar y eólica) todavía no son competitivas. Por eso, obligar a la gente y a las empresas a pasarse a tecnologías inmaduras frenará el crecimiento y agravará la pobreza energética.
De allí que el mundo esté mucho más retrasado en su “transición energética” de lo que la mayor parte de la gente supone. Hoy la producción solar y eólica combinada aporta cerca del 1% de la energía mundial; la Agencia Internacional de la Energía calcula que la cifra sólo llegará al 4,1% en 2040. Vaclav Smil, el experto en energía preferido de Bill Gates, dice que “hablar de una transición veloz a una sociedad descarbonizada es una tontería”, y añade que “ni siquiera una adopción muy acelerada de las fuentes renovables reducirá el papel de los combustibles fósiles a un lugar minoritario en la oferta global de energía en un tiempo cercano, y seguramente no en 2050”.
Muchas de las asustadas declaraciones políticas y protestas ecologistas de hoy obedecen a la difundida creencia de que el Grupo Intergubernamental de Expertos de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (IPCC) dijo que tenemos sólo doce años para salvar al planeta. Pero como mucho, esto es una mala interpretación de lo que dijo el IPCC. Al panel se le encargó determinar qué políticas serían necesarias para cumplir el objetivo casi inalcanzable de limitar el aumento de temperaturas a 1,5 °C, y su respuesta fue que sería casi imposible, ya que demandaría una transformación económica total en un plazo de doce años.
De hecho, el último informe importante del IPCC dice que si no hacemos nada para detener el cambio climático, el impacto será equivalente a una reducción del ingreso general de entre 0,2 y 2% en la década de 2070, similar al efecto de una sola recesión económica.
En vez de perseguir metas de reducción de emisiones costosas e irreales, la respuesta al cambio climático debería ser llegar a que en el futuro las energías no contaminantes sean más baratas que los combustibles fósiles, para que todos puedan adoptarlas. La verdadera forma de lograr la transición es, entonces, invertir en investigación y desarrollo para abaratar esas energías.
El Consenso de Copenhague (un centro de estudios del que soy director) convocó hace un tiempo a un panel experto de economistas, entre ellos tres premios Nobel, para que analizaran posibles soluciones al cambio climático. El panel concluyó que se necesita un gran aumento de la inversión en I+D en energías no contaminantes, hasta el 0,2% del PIB global. Esto sería una forma económicamente menos penosa y mucho más eficaz de resolver el problema climático.
Declarar “emergencias climáticas” sale en las noticias y sirve para que los políticos y los activistas se sientan mejor, pero una retórica vacua que ignora la realidad económica y el sentido común no ayudará al planeta.
Traducción: Esteban Flamini
ESTOCOLMO – A principios de este mes, el parlamento británico declaró que el planeta enfrenta una “emergencia climática”; el Reino Unido es el primer país que emite una declaración en ese sentido, después de ciudades como Los Ángeles, Londres, Vancouver y Basilea. Pero esa acción resume todo lo que hay de errado en política climática: políticos que formulan declaraciones grandiosas que infunden miedo y están divorciadas de la realidad económica y de la solución al problema que afirman estar encarando.
La retórica política cuesta poco, pero reducir drásticamente las emisiones de dióxido de carbono sigue siendo prohibitivamente caro y tecnológicamente desafiante. Al fin y al cabo, venimos oyendo esas promesas (por lo general incumplidas) desde la “Cumbre de la Tierra” celebrada en Río de Janeiro en 1992.
Reducir a cero la emisión neta de CO2 en 2050 o mucho antes es la meta ambiciosa que impulsan movimientos ambientalistas, como la Rebelión contra la Extinción, y avalan políticos de todo el mundo, incluidos varios precandidatos presidenciales en Estados Unidos. Estos activistas y políticos reciben mucha atención, pero sus propuestas costarían mucho más de lo que casi todos los electorados están dispuestos a pagar.
Las encuestas de opinión muestran que la gente está preocupada por el cambio climático y dispuesta a invertir una suma relativamente modesta para solucionarlo, pero no tanta como la que invertiría en educación, salud, oportunidades de empleo y apoyo social. Por ejemplo, la mayoría de los estadounidenses pagarían hasta 200 dólares al año para combatir el cambio climático; en China, la cifra es alrededor de 30 dólares. Los británicos no están dispuestos a reducir en forma significativa el uso del auto, los viajes en avión y el consumo de carne para combatir el cambio climático. Y si bien para el gobierno alemán la acción climática es tan prioritaria que formó un “gabinete para el clima”, sólo un tercio de los alemanes apoya una polémica propuesta impositiva para reducir el calentamiento global.
El lugar donde más se evidencia el abismo entre los políticos y la ciudadanía es Francia. El compromiso del gobierno de lograr una reducción drástica de las emisiones de CO2 antes de 2050 se convirtió embarazosamente en una promesa vacía, que casi no se trasladó a medidas significativas durante la presidencia de Emmanuel Macron, porque los “chalecos amarillos” salieron a las calles para oponerse a la aplicación de un nuevo impuesto a los combustibles que afecta desproporcionadamente a los residentes de áreas rurales dependientes del auto.
Francia no es el único país que hizo grandes promesas y luego no las cumplió. Un análisis reciente muestra que de los 185 países que ratificaron el acuerdo climático de París (2015), sólo 17 (entre ellos Argelia y Samoa) están cumpliendo en la práctica sus compromisos.
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Conseguir el objetivo de emisión neta cero no costaría un poquito más de lo que la gente está dispuesta a pagar: costaría un orden de magnitud más. Los principales modelos económicos usados para evaluar, por ejemplo, el plan de la Unión Europea para reducir las emisiones un “mero” 80% de aquí a 2050 calculan un costo anual promedio de al menos 1,4 billones de dólares. Y el costo probable del compromiso relativamente modesto de México de reducir sus emisiones un 50% de aquí a 2050 puede ser entre el 7 y el 15% del PIB.
Un informe encargado por el gobierno de Nueva Zelanda para estudiar su promesa de llegar a la neutralidad de carbono en 2050 determinó que el costo anual de cumplir ese objetivo ese año y cada año siguiente sería más que todo el presupuesto anual actual del país. Además, esto es suponiendo una implementación óptima de las políticas, algo que ningún gobierno logra en la práctica. De modo que el verdadero costo de la neutralidad de carbono puede ser el doble (a pesar de lo cual, el gobierno de Nueva Zelanda avanza a toda marcha con el plan).
El alto costo de una reducción profunda de las emisiones se debe a nuestra total dependencia de los combustibles fósiles. En general, las alternativas ecológicas (incluidas la energía solar y eólica) todavía no son competitivas. Por eso, obligar a la gente y a las empresas a pasarse a tecnologías inmaduras frenará el crecimiento y agravará la pobreza energética.
De allí que el mundo esté mucho más retrasado en su “transición energética” de lo que la mayor parte de la gente supone. Hoy la producción solar y eólica combinada aporta cerca del 1% de la energía mundial; la Agencia Internacional de la Energía calcula que la cifra sólo llegará al 4,1% en 2040. Vaclav Smil, el experto en energía preferido de Bill Gates, dice que “hablar de una transición veloz a una sociedad descarbonizada es una tontería”, y añade que “ni siquiera una adopción muy acelerada de las fuentes renovables reducirá el papel de los combustibles fósiles a un lugar minoritario en la oferta global de energía en un tiempo cercano, y seguramente no en 2050”.
Muchas de las asustadas declaraciones políticas y protestas ecologistas de hoy obedecen a la difundida creencia de que el Grupo Intergubernamental de Expertos de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (IPCC) dijo que tenemos sólo doce años para salvar al planeta. Pero como mucho, esto es una mala interpretación de lo que dijo el IPCC. Al panel se le encargó determinar qué políticas serían necesarias para cumplir el objetivo casi inalcanzable de limitar el aumento de temperaturas a 1,5 °C, y su respuesta fue que sería casi imposible, ya que demandaría una transformación económica total en un plazo de doce años.
De hecho, el último informe importante del IPCC dice que si no hacemos nada para detener el cambio climático, el impacto será equivalente a una reducción del ingreso general de entre 0,2 y 2% en la década de 2070, similar al efecto de una sola recesión económica.
En vez de perseguir metas de reducción de emisiones costosas e irreales, la respuesta al cambio climático debería ser llegar a que en el futuro las energías no contaminantes sean más baratas que los combustibles fósiles, para que todos puedan adoptarlas. La verdadera forma de lograr la transición es, entonces, invertir en investigación y desarrollo para abaratar esas energías.
El Consenso de Copenhague (un centro de estudios del que soy director) convocó hace un tiempo a un panel experto de economistas, entre ellos tres premios Nobel, para que analizaran posibles soluciones al cambio climático. El panel concluyó que se necesita un gran aumento de la inversión en I+D en energías no contaminantes, hasta el 0,2% del PIB global. Esto sería una forma económicamente menos penosa y mucho más eficaz de resolver el problema climático.
Declarar “emergencias climáticas” sale en las noticias y sirve para que los políticos y los activistas se sientan mejor, pero una retórica vacua que ignora la realidad económica y el sentido común no ayudará al planeta.
Traducción: Esteban Flamini