COPENHAGUE – Durante la mayor parte del decenio, he disgustado a muchos activistas del clima al señalar que hay formas mucho mejores de detener el calentamiento planetario que la de intentar persuadir a los gobiernos para que obliguen o sobornen a sus ciudadanos a fin de que reduzcan drásticamente su dependencia de los combustibles que emiten dióxido de carbono. Lo que molesta en particular a mis críticos es la idea de que la reducción del carbono es una cura que resulta peor que la enfermedad o –dicho en términos económicos– que costaría mucho más que el problema que ha de resolver. “¿Cómo puede ser eso cierto?”, preguntan. “Al fin y al cabo, estamos hablando del fin del mundo. ¿Qué podría ser peor –o más costoso– que eso?”
No dejan de tener algo de razón. Si de verdad afrontamos, como ha dicho Al Gore recientemente, “una inimaginable calamidad que requiere medidas preventivas en gran escala para proteger la civilización humana, tal como la conocemos”, ningún precio sería demasiado alto para detener el calentamiento planetario en seco, pero, ¿de verdad hay tanto en juego?
La respuesta es que no. Incluso las conjeturas más graves propuestas por las corrientes principales de científicos del clima –y que superan con mucho lo que predicen los modelos del clima sobre los que existe consenso– no son tan malos como Gore quiere hacernos creer. Por ejemplo, un aumento del nivel del mar de cinco metros –más de ocho veces lo que espera el Grupo Intergubernamental sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas y más del doble de lo que probablemente sea físicamente posible– no inundaría a toda ni a la mayoría siquiera de la Humanidad.
Naturalmente, semejante aumento no sería un problema trivial. Afectaría a unos 400 millones de personas, obligaría a la reubicación de 15 millones y entrañaría la costosa protección del resto, pero, desde luego, no significaría el fin del mundo. Los cálculos aproximados de que se dispone muestran que el costo de la adaptación sería menos del 1 por ciento del PIB mundial. Dicho de otro modo, el precio de un calentamiento planetario incontrolado puede ser elevado, pero no es infinito.
Según los mejores modelos económicos del calentamiento planetario, cada una de las toneladas de dióxido de carbono que lanzamos a la atmósfera ahora causan un daño al medio equivalente a 7 dólares. Lo que eso significa es que debemos estar dispuestos a pagar una cantidad enorme para detener el calentamiento planetario, pero cualquier cifra superior a 7 dólares sería económicamente indefendible.
Esta idea resulta difícil de aceptar para muchas personas. Si tenemos una solución para un problema grave como el calentamiento planetario –sostienen–, ¿cómo podemos decir que es demasiado cara para aplicarla?
Pues es que eso exactamente es lo que hacemos todo el tiempo. Hay muchas soluciones posibles para problemas graves que no aplicamos –o sólo lo hacemos parcialmente–, porque los costos que acarrean son mayores que los beneficios.
Por ejemplo, los accidentes de tráfico se cobran unos 1,2 millones de vidas al año. Tenemos la capacidad para resolver ese problema completamente, eliminando medio billón de dólares de daños y ahorrando una angustia indecible. Lo único que debemos hacer es reducir el límite de velocidad en todas partes a cinco kilómetros por hora.
Evidentemente, no lo haremos. Los beneficios de conducir moderadamente rápido superan inmensamente a los costos. Por una diversidad de razones sociales y económicas, un mundo que se moviera a sólo cinco kilómetros por hora sería totalmente inaceptable para la mayoría de nosotros, tanto, que estamos dispuestos a tolerar millones de muertes por accidentes, si eso es lo que cuesta mantenernos recorriendo veloces las autopistas.
Pensemos también en la seguridad nacional. Por una parte, cuanto más gastamos en medidas antiterroristas (y más molestias estamos dispuestos a tolerar), más seguros nos sentimos. Por otra parte, aunque todo el mundo convenga en que un ataque terrorista logrado es inaceptable, existe claramente un límite a la cantidad que estamos dispuestos a gastar (y las molestias que estamos dispuestos a arrostrar) para mantenernos a salvo.
¿Por qué estamos dispuestos a calcular los costos y los beneficios en el caso de la seguridad del tráfico y del terrorismo, pero no al idear políticas para abordar el calentamiento planetario? Tal vez sea porque experimentamos a diario los aspectos negativos de una reglamentación excesiva del tráfico o de las medidas en pro de la seguridad, mientras que los de una mala política climática son más teóricos. No deberían serlo, porque los riesgos que entraña una mala política climática merecen tanta atención como los que entrañan consecuencias climáticas peores de lo esperado... y tal vez más.
¿Recuerda el lector cómo se suponía que las prescripciones sobre los biocarburantes iban a reducir las emisiones de carbono? De hecho, la demanda artificialmente inflada de etanol –y de maíz para fabricarlo– acabó aumentando los precios de los alimentos (a lo que se debió que 30 millones de pobres engrosaran las filas de los malnutridos). Además, consumió más tierras de cultivo, lo que provocó la destrucción de selvas tropicales y en general creó una situación que tendrá como consecuencia más emisiones de CO2 a lo largo de los cien próximos años.
La enseñanza que se desprende de los biocombustibles es saludable. Si nos dejamos vencer por el pánico y seguimos opciones equivocadas como reacción ante el calentamiento planetario, corremos el riesgo de colocar a las personas vulnerables del mundo –las que experimentarán abrumadoramente los peores efectos del calentamiento– en una situación aún peor.
Para que tengamos un diálogo constructivo sobre las reacciones normativas más acertadas ante el calentamiento planetario, debemos substituir nuestra fijación con hipótesis rebuscadas y apocalípticas por unos cálculos realistas de los costos verdaderos que entraña la lucha contra esa amenaza.
COPENHAGUE – Durante la mayor parte del decenio, he disgustado a muchos activistas del clima al señalar que hay formas mucho mejores de detener el calentamiento planetario que la de intentar persuadir a los gobiernos para que obliguen o sobornen a sus ciudadanos a fin de que reduzcan drásticamente su dependencia de los combustibles que emiten dióxido de carbono. Lo que molesta en particular a mis críticos es la idea de que la reducción del carbono es una cura que resulta peor que la enfermedad o –dicho en términos económicos– que costaría mucho más que el problema que ha de resolver. “¿Cómo puede ser eso cierto?”, preguntan. “Al fin y al cabo, estamos hablando del fin del mundo. ¿Qué podría ser peor –o más costoso– que eso?”
No dejan de tener algo de razón. Si de verdad afrontamos, como ha dicho Al Gore recientemente, “una inimaginable calamidad que requiere medidas preventivas en gran escala para proteger la civilización humana, tal como la conocemos”, ningún precio sería demasiado alto para detener el calentamiento planetario en seco, pero, ¿de verdad hay tanto en juego?
La respuesta es que no. Incluso las conjeturas más graves propuestas por las corrientes principales de científicos del clima –y que superan con mucho lo que predicen los modelos del clima sobre los que existe consenso– no son tan malos como Gore quiere hacernos creer. Por ejemplo, un aumento del nivel del mar de cinco metros –más de ocho veces lo que espera el Grupo Intergubernamental sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas y más del doble de lo que probablemente sea físicamente posible– no inundaría a toda ni a la mayoría siquiera de la Humanidad.
Naturalmente, semejante aumento no sería un problema trivial. Afectaría a unos 400 millones de personas, obligaría a la reubicación de 15 millones y entrañaría la costosa protección del resto, pero, desde luego, no significaría el fin del mundo. Los cálculos aproximados de que se dispone muestran que el costo de la adaptación sería menos del 1 por ciento del PIB mundial. Dicho de otro modo, el precio de un calentamiento planetario incontrolado puede ser elevado, pero no es infinito.
Según los mejores modelos económicos del calentamiento planetario, cada una de las toneladas de dióxido de carbono que lanzamos a la atmósfera ahora causan un daño al medio equivalente a 7 dólares. Lo que eso significa es que debemos estar dispuestos a pagar una cantidad enorme para detener el calentamiento planetario, pero cualquier cifra superior a 7 dólares sería económicamente indefendible.
Esta idea resulta difícil de aceptar para muchas personas. Si tenemos una solución para un problema grave como el calentamiento planetario –sostienen–, ¿cómo podemos decir que es demasiado cara para aplicarla?
BLACK FRIDAY SALE: Subscribe for as little as $34.99
Subscribe now to gain access to insights and analyses from the world’s leading thinkers – starting at just $34.99 for your first year.
Subscribe Now
Pues es que eso exactamente es lo que hacemos todo el tiempo. Hay muchas soluciones posibles para problemas graves que no aplicamos –o sólo lo hacemos parcialmente–, porque los costos que acarrean son mayores que los beneficios.
Por ejemplo, los accidentes de tráfico se cobran unos 1,2 millones de vidas al año. Tenemos la capacidad para resolver ese problema completamente, eliminando medio billón de dólares de daños y ahorrando una angustia indecible. Lo único que debemos hacer es reducir el límite de velocidad en todas partes a cinco kilómetros por hora.
Evidentemente, no lo haremos. Los beneficios de conducir moderadamente rápido superan inmensamente a los costos. Por una diversidad de razones sociales y económicas, un mundo que se moviera a sólo cinco kilómetros por hora sería totalmente inaceptable para la mayoría de nosotros, tanto, que estamos dispuestos a tolerar millones de muertes por accidentes, si eso es lo que cuesta mantenernos recorriendo veloces las autopistas.
Pensemos también en la seguridad nacional. Por una parte, cuanto más gastamos en medidas antiterroristas (y más molestias estamos dispuestos a tolerar), más seguros nos sentimos. Por otra parte, aunque todo el mundo convenga en que un ataque terrorista logrado es inaceptable, existe claramente un límite a la cantidad que estamos dispuestos a gastar (y las molestias que estamos dispuestos a arrostrar) para mantenernos a salvo.
¿Por qué estamos dispuestos a calcular los costos y los beneficios en el caso de la seguridad del tráfico y del terrorismo, pero no al idear políticas para abordar el calentamiento planetario? Tal vez sea porque experimentamos a diario los aspectos negativos de una reglamentación excesiva del tráfico o de las medidas en pro de la seguridad, mientras que los de una mala política climática son más teóricos. No deberían serlo, porque los riesgos que entraña una mala política climática merecen tanta atención como los que entrañan consecuencias climáticas peores de lo esperado... y tal vez más.
¿Recuerda el lector cómo se suponía que las prescripciones sobre los biocarburantes iban a reducir las emisiones de carbono? De hecho, la demanda artificialmente inflada de etanol –y de maíz para fabricarlo– acabó aumentando los precios de los alimentos (a lo que se debió que 30 millones de pobres engrosaran las filas de los malnutridos). Además, consumió más tierras de cultivo, lo que provocó la destrucción de selvas tropicales y en general creó una situación que tendrá como consecuencia más emisiones de CO2 a lo largo de los cien próximos años.
La enseñanza que se desprende de los biocombustibles es saludable. Si nos dejamos vencer por el pánico y seguimos opciones equivocadas como reacción ante el calentamiento planetario, corremos el riesgo de colocar a las personas vulnerables del mundo –las que experimentarán abrumadoramente los peores efectos del calentamiento– en una situación aún peor.
Para que tengamos un diálogo constructivo sobre las reacciones normativas más acertadas ante el calentamiento planetario, debemos substituir nuestra fijación con hipótesis rebuscadas y apocalípticas por unos cálculos realistas de los costos verdaderos que entraña la lucha contra esa amenaza.