LONDRES – Para los gobiernos en todas partes, la sombra de los gilets jaunes (“chalecos amarillos”), cuyas protestas sacudieron a Francia durante varios sábados antes de Navidad, ahora se cierne sobre las políticas para combatir el cambio climático. Frente a la violencia callejera, el presidente Emmanuel Macron ha cancelado un incremento planeado del impuesto al diésel. Las autoridades de otros países tomarán nota, y los lobistas de la industria automotriz y petrolera –para sorpresa de nadie- las instan a ser más cautelosas.
Sin embargo, muchos de los manifestantes abiertamente no se oponen a una acción en materia de cambio climático. Entre las múltiples demandas de este movimiento callejero de base y dispar está el reclamo de impuestos más altos para el combustible destinado a la aviación en lugar del diésel. Los participantes sostienen que se está llevando a cabo una acción para abordar el cambio climático a expensas de quienes están en peores condiciones para asumir el costo.
Tienen un buen argumento. La política de Macron fue un ejemplo perfecto de cómo no imponer impuestos más altos al carbono. Fue introducida sin considerar de manera suficiente su impacto en la distribución de ingresos y en el contexto económico y político más amplio.
La política combinaba un incremento gradual de los impuestos a la gasolina y al diésel con aumentos adicionales de corto plazo del impuesto al diésel para reflejar los efectos adversos de la contaminación local. Junto con un incremento en los precios del petróleo crudo, en noviembre esta medida había hecho subir los precios del diésel francés un 16% con respecto al año anterior. El anuncio de un mayor incremento en enero de 2019 amenazó con llevar ese aumento al 23%.
Era un aumento enorme para imponerles a los propietarios de vehículos ya existentes, que no se podían reemplazar de forma inmediata. Y el impacto fue aún mayor para la gente que vive en áreas rurales y ciudades pequeñas, donde las distancias de viaje suelen ser más largas y donde hay menos transporte público. Es más, los beneficios de una mejor calidad del aire en estas áreas son menos relevantes que en París u otras grandes ciudades.
Para los manifestantes, estas parecían ser políticas impuestas por una élite metropolitana desconectada de la realidad que, en muchos casos, había sido favorecida recientemente con un importante recorte de los impuestos a la riqueza, que se introdujo luego de un lobby exitoso de los líderes empresarios con el ministro de Finanzas en una conferencia realizada en el contexto del Festival de Ópera de Aix-en-Provence. Es difícil imaginar una estrategia tan políticamente sorda para una acción de política pública.
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Los expertos y las elites encargadas de las políticas públicas deben evitar repetir en relación al cambio climático los errores que distorsionaron su estrategia de cara a la globalización. Los modelos económicos nos dijeron que un comercio más libre y la inmigración aumentarían la eficiencia económica global y el ingreso per capita. Pero una economía sólida también nos debería haber dicho que iban a existir perdedores y ganadores, y que los perdedores –y los potenciales votantes populistas- muchas veces están concentrados en las mismas ciudades más pequeñas y áreas rurales que conforman la espina dorsal del movimiento de los gilets jaunes.
De la misma manera, el análisis nos dice que los costos de alcanzar una economía con cero emisiones de carbono para 2060 serán inferiores al 1% del PIB global, y que el impacto promedio en los precios al consumidor será insignificante. Pero dentro de ese total global agregado y esos promedios de precios, los efectos distributivos y de transición importantes requerirán una gestión cautelosa.
Los precios altos del carbono son una herramienta política crucial para impulsar las reducciones de las emisiones y limitar el cambio climático nocivo. Una eficiencia del combustible de automóviles mucho mayor en Europa que en Estados Unidos refleja impuestos a la gasolina y al diésel mucho más elevados. En sectores industriales como el acero, el cemento y los productos químicos, necesitamos que los precios del carbono desaten una búsqueda impulsada por el mercado de reducciones de las emisiones menos costosas. En la aviación, los precios más altos del combustible convencional para aviones generaría el rápido desarrollo de alternativas verdes. Pero un diseño de políticas imaginativas es esencial para superar la resistencia política y evitar efectos distributivos adversos.
Se deberían considerar tres alternativas de cara al futuro.
Primero, para que los impuestos al carbono sean populares, sus beneficios económicos deben ser visibles para todos los ciudadanos. Un gran porcentaje de cualquier incremento de los impuestos a la gasolina y al diésel, o de los ingresos generados a partir de precios del carbono en toda la economía, podría utilizarse para financiar un “dividendo de carbono”. Si se lo paga de manera equitativa a todos los ciudadanos, esto compensaría los efectos regresivos que los nuevos impuestos podrían producir en algunos casos.
Segundo, deberíamos prestar atención a determinados efectos distributivos adversos y percepciones de equidad. Como ilustran las demandas de los gilets jaunes, es inaceptable que el diésel que utilizan para ir a trabajar esté mucho más gravado que el combustible de aviones que los líderes empresarios utilizarán para viajar a Davos en enero. Si la elite empresaria global tiene intenciones serias cuando habla de una acción en el terreno del cambio climático, debería abogar por un acuerdo internacional para imponer un precio del carbono al combustible de aviones convencional, ya sea a través de un impuesto explícito o a través de un mandato de combustible verde que exija una proporción cada vez mayor de biocombustible o combustible sintético con cero emisiones de carbono. Y si un acuerdo internacional resulta imposible, deberían respaldar una acción doméstica unilateral.
Tercero, los gobiernos deben gestionar cuidadosamente la transición a precios más elevados del carbono, en particular donde los impuestos interactúan con precios de materias primas volátiles. En el lapso de diez años, pasar a autos eléctricos más eficientes casi con certeza reducirá los costos del transporte terrestre, beneficiando a los propietarios de automóviles en zonas rurales y ciudades más pequeñas aún más que a los residentes de las ciudades. E impuestos al combustible más elevados pueden acelerar la transición hacia ese punto final. Pero, como sostuvieron algunos de los manifestantes franceses, su foco está en la supervivencia financiera hasta “fin de mes”, no en los beneficios de aquí a diez años.
Los gobiernos, por lo tanto, deben concentrarse explícitamente en el ritmo de las alzas de precios totales. Los incrementos planeados deberían ser graduales y comunicados con mucha anticipación, y deberían demorarse cuando los precios del petróleo y por ende los costos de los combustibles pre-impuestos aumentan marcadamente. El posible incremento del 23% de Francia en los precios del diésel en sólo 15 meses debería haber sido interpretado como una alerta roja política; una política de cambio climático efectiva no exige incrementos de precios tan rápidos.
La combinación precisa de políticas, por supuesto, debe variar de un país a otro; pero sin estrategias más meditadas de la que se intentó en Francia, la acción para abordar el cambio climático será peligrosamente restringida.
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LONDRES – Para los gobiernos en todas partes, la sombra de los gilets jaunes (“chalecos amarillos”), cuyas protestas sacudieron a Francia durante varios sábados antes de Navidad, ahora se cierne sobre las políticas para combatir el cambio climático. Frente a la violencia callejera, el presidente Emmanuel Macron ha cancelado un incremento planeado del impuesto al diésel. Las autoridades de otros países tomarán nota, y los lobistas de la industria automotriz y petrolera –para sorpresa de nadie- las instan a ser más cautelosas.
Sin embargo, muchos de los manifestantes abiertamente no se oponen a una acción en materia de cambio climático. Entre las múltiples demandas de este movimiento callejero de base y dispar está el reclamo de impuestos más altos para el combustible destinado a la aviación en lugar del diésel. Los participantes sostienen que se está llevando a cabo una acción para abordar el cambio climático a expensas de quienes están en peores condiciones para asumir el costo.
Tienen un buen argumento. La política de Macron fue un ejemplo perfecto de cómo no imponer impuestos más altos al carbono. Fue introducida sin considerar de manera suficiente su impacto en la distribución de ingresos y en el contexto económico y político más amplio.
La política combinaba un incremento gradual de los impuestos a la gasolina y al diésel con aumentos adicionales de corto plazo del impuesto al diésel para reflejar los efectos adversos de la contaminación local. Junto con un incremento en los precios del petróleo crudo, en noviembre esta medida había hecho subir los precios del diésel francés un 16% con respecto al año anterior. El anuncio de un mayor incremento en enero de 2019 amenazó con llevar ese aumento al 23%.
Era un aumento enorme para imponerles a los propietarios de vehículos ya existentes, que no se podían reemplazar de forma inmediata. Y el impacto fue aún mayor para la gente que vive en áreas rurales y ciudades pequeñas, donde las distancias de viaje suelen ser más largas y donde hay menos transporte público. Es más, los beneficios de una mejor calidad del aire en estas áreas son menos relevantes que en París u otras grandes ciudades.
Para los manifestantes, estas parecían ser políticas impuestas por una élite metropolitana desconectada de la realidad que, en muchos casos, había sido favorecida recientemente con un importante recorte de los impuestos a la riqueza, que se introdujo luego de un lobby exitoso de los líderes empresarios con el ministro de Finanzas en una conferencia realizada en el contexto del Festival de Ópera de Aix-en-Provence. Es difícil imaginar una estrategia tan políticamente sorda para una acción de política pública.
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Los expertos y las elites encargadas de las políticas públicas deben evitar repetir en relación al cambio climático los errores que distorsionaron su estrategia de cara a la globalización. Los modelos económicos nos dijeron que un comercio más libre y la inmigración aumentarían la eficiencia económica global y el ingreso per capita. Pero una economía sólida también nos debería haber dicho que iban a existir perdedores y ganadores, y que los perdedores –y los potenciales votantes populistas- muchas veces están concentrados en las mismas ciudades más pequeñas y áreas rurales que conforman la espina dorsal del movimiento de los gilets jaunes.
De la misma manera, el análisis nos dice que los costos de alcanzar una economía con cero emisiones de carbono para 2060 serán inferiores al 1% del PIB global, y que el impacto promedio en los precios al consumidor será insignificante. Pero dentro de ese total global agregado y esos promedios de precios, los efectos distributivos y de transición importantes requerirán una gestión cautelosa.
Los precios altos del carbono son una herramienta política crucial para impulsar las reducciones de las emisiones y limitar el cambio climático nocivo. Una eficiencia del combustible de automóviles mucho mayor en Europa que en Estados Unidos refleja impuestos a la gasolina y al diésel mucho más elevados. En sectores industriales como el acero, el cemento y los productos químicos, necesitamos que los precios del carbono desaten una búsqueda impulsada por el mercado de reducciones de las emisiones menos costosas. En la aviación, los precios más altos del combustible convencional para aviones generaría el rápido desarrollo de alternativas verdes. Pero un diseño de políticas imaginativas es esencial para superar la resistencia política y evitar efectos distributivos adversos.
Se deberían considerar tres alternativas de cara al futuro.
Primero, para que los impuestos al carbono sean populares, sus beneficios económicos deben ser visibles para todos los ciudadanos. Un gran porcentaje de cualquier incremento de los impuestos a la gasolina y al diésel, o de los ingresos generados a partir de precios del carbono en toda la economía, podría utilizarse para financiar un “dividendo de carbono”. Si se lo paga de manera equitativa a todos los ciudadanos, esto compensaría los efectos regresivos que los nuevos impuestos podrían producir en algunos casos.
Segundo, deberíamos prestar atención a determinados efectos distributivos adversos y percepciones de equidad. Como ilustran las demandas de los gilets jaunes, es inaceptable que el diésel que utilizan para ir a trabajar esté mucho más gravado que el combustible de aviones que los líderes empresarios utilizarán para viajar a Davos en enero. Si la elite empresaria global tiene intenciones serias cuando habla de una acción en el terreno del cambio climático, debería abogar por un acuerdo internacional para imponer un precio del carbono al combustible de aviones convencional, ya sea a través de un impuesto explícito o a través de un mandato de combustible verde que exija una proporción cada vez mayor de biocombustible o combustible sintético con cero emisiones de carbono. Y si un acuerdo internacional resulta imposible, deberían respaldar una acción doméstica unilateral.
Tercero, los gobiernos deben gestionar cuidadosamente la transición a precios más elevados del carbono, en particular donde los impuestos interactúan con precios de materias primas volátiles. En el lapso de diez años, pasar a autos eléctricos más eficientes casi con certeza reducirá los costos del transporte terrestre, beneficiando a los propietarios de automóviles en zonas rurales y ciudades más pequeñas aún más que a los residentes de las ciudades. E impuestos al combustible más elevados pueden acelerar la transición hacia ese punto final. Pero, como sostuvieron algunos de los manifestantes franceses, su foco está en la supervivencia financiera hasta “fin de mes”, no en los beneficios de aquí a diez años.
Los gobiernos, por lo tanto, deben concentrarse explícitamente en el ritmo de las alzas de precios totales. Los incrementos planeados deberían ser graduales y comunicados con mucha anticipación, y deberían demorarse cuando los precios del petróleo y por ende los costos de los combustibles pre-impuestos aumentan marcadamente. El posible incremento del 23% de Francia en los precios del diésel en sólo 15 meses debería haber sido interpretado como una alerta roja política; una política de cambio climático efectiva no exige incrementos de precios tan rápidos.
La combinación precisa de políticas, por supuesto, debe variar de un país a otro; pero sin estrategias más meditadas de la que se intentó en Francia, la acción para abordar el cambio climático será peligrosamente restringida.