NUEVA YORK – Como médico en un hospital de Nueva York, veo todos los días el impacto clínico de la COVID‑19: pulmones que no funcionan, corazones inflamados, vasos sanguíneos obstruidos. Pero en Estados Unidos, el coronavirus también es síntoma de una enfermedad más extendida y antigua: una cultura y una economía política profundamente disfuncionales y peligrosamente desiguales, y un país que todavía no ha resuelto una herencia de racismo.
La pandemia actual no es la primera vez que Estados Unidos ha tenido que enfrentarse a sus patologías colectivas. En 1968, la agitación social y política que dominaba al país se profundizó. La primavera encontró al país dividido por la Guerra de Vietnam. Las manifestaciones no violentas por los derechos civiles se habían transformado en disturbios urbanos con parecidos en el momento actual. Y los actos de depredación económica que habían motivado al movimiento por los derechos civiles se volvieron más evidentes, cuando los trabajadores sanitarios de Memphis se declararon en huelga para pedir condiciones de trabajo más seguras (un episodio que tiene claros paralelos en la actualidad).
En marzo de ese año, el senador estadounidense Robert F. Kennedy, candidato a la presidencia, pronunció su segundo discurso de campaña. Sus palabras son tan significativas como entonces. «Incluso si actuamos para borrar la pobreza material, hay otra tarea más importante», declaró ante la multitud que colmaba el estadio Allen Fieldhouse de la Universidad de Kansas, «enfrentar la pobreza de satisfacción, propósito y dignidad, que nos afecta a todos. Demasiado y durante demasiado tiempo, parece que hemos renunciado a la excelencia personal y los valores de la comunidad en la mera acumulación de cosas materiales».
Las palabras de Kennedy todavía nos hablan. Revelaron en aquel momento una verdad sencilla que la pandemia de COVID‑19 también dejó al descubierto: que el énfasis en la riqueza y en la cultura material a cualquier costo es reflejo de valores que obstaculizan los intentos de contener la propagación del virus.
Las paradojas son evidentes. Los estadounidenses están horrorizados por la deficiente respuesta que su país ha dado a la pandemia. Pero llevamos décadas de no invertir suficiente en la infraestructura y la preparación del sistema sanitario. La salud pública es sólo el 2,5% del gasto en salud de los Estados Unidos. Hace poco la novelista Arundhati Roy se preguntaba si habría escasez de equipamiento si lo que Estados Unidos necesitara, en vez de mascarillas, fueran bombas. Confirman esa pregunta las bien pertrechadas unidades de policía militarizada desplegadas en las mismas ciudades donde hubo enfermeros que tuvieron que usar bolsas de residuos a modo de equipo de protección personal. Y la experiencia científica que hoy los estadounidenses necesitan más que nunca es víctima de la politización de quienes ponen la economía y el partidismo ante todo.
Kennedy no estaría sorprendido. En su discurso de Kansas, lamentó la obsesión cultural estadounidense con el crecimiento económico por encima de todo, y señaló que el cálculo del producto nacional bruto incluye «la contaminación del aire y la publicidad de cigarrillos (…) la destrucción de la secoya y la pérdida de nuestra maravilla natural en la expansión caótica (…) [el] napalm y [las] ojivas nucleares y vehículos blindados para que la policía combata los disturbios en nuestras ciudades».
Uno de los motivos por los que Kennedy se presentó para la presidencia fue su desesperación ante la pobreza y la desigualdad que presenció en el delta del Mississippi, la región de los Apalaches y Bedford-Stuyvesant. Y desde entonces, Estados Unidos se ha vuelto todavía más desigual. El respeto reverencial que le tenemos al PNB, sin atención a la distribución del crecimiento, ha llevado la desigualdad a los niveles más altos en cincuenta años. Para quienes estamos en las primeras líneas de la lucha contra la COVID‑19, los efectos son evidentes: los indigentes y las personas de color han sido afectados en forma desproporcionada por la enfermedad. La tasa de mortalidad entre los estadounidenses negros es tres veces más que la de los estadounidenses blancos. Pero lo irónico en Estados Unidos es que los manifestantes que corean la consigna «no puedo respirar» no están hablando de la COVID‑19: es el grito de todo un pueblo asfixiado bajo la rodilla colectiva del racismo.
El diagnóstico cultural de Kennedy sigue siendo exacto. Con su obsesión por el PNB, los estadounidenses han elegido un indicador que no tiene en cuenta «la salud de nuestros hijos, la calidad de su educación o la alegría de su juego», mucho menos «la belleza de nuestra poesía o la fuerza de nuestros matrimonios, la inteligencia de nuestro debate público o la integridad de nuestros funcionarios públicos». He aquí un indicador, sigue diciendo Kennedy, que «no mide ni nuestro ingenio ni nuestro coraje, ni nuestra sabiduría ni nuestro aprendizaje, ni nuestra compasión ni nuestra devoción a nuestro país», un indicador que «mide todo en resumen, excepto lo que hace que la vida valga la pena».
Tres meses después del discurso de Kennedy en Kansas, él y Martin Luther King habían sido asesinados. En agosto, incidentes entre la policía y manifestantes empañaron la Convención Nacional del Partido Demócrata en Chicago. Y hoy, más de cincuenta años después, la vida en Estados Unidos todavía evidencia los mismos males a los que se enfrentaron Kennedy y King (que pronunció uno de sus discursos más memorables, ante los trabajadores sanitarios de Memphis en huelga, la noche antes de su asesinato).
Hoy, como entonces, el tenor de nuestra conversación nacional sigue siendo un juego de suma cero basado en una falsa dicotomía entre la salud pública y la preservación de la economía, como si no fueran dos signos vitales del mismo paciente. En relación con la COVID‑19, nos falta un consenso general respecto de que el único modo de lograr una recuperación económica rápida es protegiendo la salud y la seguridad de la población. Y en relación con nuestra cultura, parece que a muchos estadounidenses les preocupan más algunos saqueos de tiendas aislados que los siglos de saqueo a los que ha sido sometida la población negra del país.
La patología estadounidense trasciende con creces la biología. La recuperación de la salud, más allá del virus, demanda una reconstrucción cultural para encarar nuestras prioridades y las divisiones que nos alejan. Repitiendo a Kennedy, necesitamos una reconstrucción urgente, con un sentido renovado de lo que realmente importa, y con atención a nuestras vulnerabilidades más profundas; indicadores elegidos por nosotros, en vez de impuestos por una cultura que ya es obsoleta.
Un modo de comenzar sería destacar el trabajo de nuestras instituciones de salud pública y la experiencia de nuestras comunidades científicas, y en esto no hay lugar para ningún partidismo. El distanciamiento social tal vez sea ocasión para darnos cuenta de que las comunidades marginadas y de color están hace mucho tiempo social y económicamente distanciadas. Y cuando volvamos a encontrarnos, debemos aprovechar la oportunidad para imaginar un futuro diferente.
NUEVA YORK – Como médico en un hospital de Nueva York, veo todos los días el impacto clínico de la COVID‑19: pulmones que no funcionan, corazones inflamados, vasos sanguíneos obstruidos. Pero en Estados Unidos, el coronavirus también es síntoma de una enfermedad más extendida y antigua: una cultura y una economía política profundamente disfuncionales y peligrosamente desiguales, y un país que todavía no ha resuelto una herencia de racismo.
La pandemia actual no es la primera vez que Estados Unidos ha tenido que enfrentarse a sus patologías colectivas. En 1968, la agitación social y política que dominaba al país se profundizó. La primavera encontró al país dividido por la Guerra de Vietnam. Las manifestaciones no violentas por los derechos civiles se habían transformado en disturbios urbanos con parecidos en el momento actual. Y los actos de depredación económica que habían motivado al movimiento por los derechos civiles se volvieron más evidentes, cuando los trabajadores sanitarios de Memphis se declararon en huelga para pedir condiciones de trabajo más seguras (un episodio que tiene claros paralelos en la actualidad).
En marzo de ese año, el senador estadounidense Robert F. Kennedy, candidato a la presidencia, pronunció su segundo discurso de campaña. Sus palabras son tan significativas como entonces. «Incluso si actuamos para borrar la pobreza material, hay otra tarea más importante», declaró ante la multitud que colmaba el estadio Allen Fieldhouse de la Universidad de Kansas, «enfrentar la pobreza de satisfacción, propósito y dignidad, que nos afecta a todos. Demasiado y durante demasiado tiempo, parece que hemos renunciado a la excelencia personal y los valores de la comunidad en la mera acumulación de cosas materiales».
Las palabras de Kennedy todavía nos hablan. Revelaron en aquel momento una verdad sencilla que la pandemia de COVID‑19 también dejó al descubierto: que el énfasis en la riqueza y en la cultura material a cualquier costo es reflejo de valores que obstaculizan los intentos de contener la propagación del virus.
Las paradojas son evidentes. Los estadounidenses están horrorizados por la deficiente respuesta que su país ha dado a la pandemia. Pero llevamos décadas de no invertir suficiente en la infraestructura y la preparación del sistema sanitario. La salud pública es sólo el 2,5% del gasto en salud de los Estados Unidos. Hace poco la novelista Arundhati Roy se preguntaba si habría escasez de equipamiento si lo que Estados Unidos necesitara, en vez de mascarillas, fueran bombas. Confirman esa pregunta las bien pertrechadas unidades de policía militarizada desplegadas en las mismas ciudades donde hubo enfermeros que tuvieron que usar bolsas de residuos a modo de equipo de protección personal. Y la experiencia científica que hoy los estadounidenses necesitan más que nunca es víctima de la politización de quienes ponen la economía y el partidismo ante todo.
Kennedy no estaría sorprendido. En su discurso de Kansas, lamentó la obsesión cultural estadounidense con el crecimiento económico por encima de todo, y señaló que el cálculo del producto nacional bruto incluye «la contaminación del aire y la publicidad de cigarrillos (…) la destrucción de la secoya y la pérdida de nuestra maravilla natural en la expansión caótica (…) [el] napalm y [las] ojivas nucleares y vehículos blindados para que la policía combata los disturbios en nuestras ciudades».
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Uno de los motivos por los que Kennedy se presentó para la presidencia fue su desesperación ante la pobreza y la desigualdad que presenció en el delta del Mississippi, la región de los Apalaches y Bedford-Stuyvesant. Y desde entonces, Estados Unidos se ha vuelto todavía más desigual. El respeto reverencial que le tenemos al PNB, sin atención a la distribución del crecimiento, ha llevado la desigualdad a los niveles más altos en cincuenta años. Para quienes estamos en las primeras líneas de la lucha contra la COVID‑19, los efectos son evidentes: los indigentes y las personas de color han sido afectados en forma desproporcionada por la enfermedad. La tasa de mortalidad entre los estadounidenses negros es tres veces más que la de los estadounidenses blancos. Pero lo irónico en Estados Unidos es que los manifestantes que corean la consigna «no puedo respirar» no están hablando de la COVID‑19: es el grito de todo un pueblo asfixiado bajo la rodilla colectiva del racismo.
El diagnóstico cultural de Kennedy sigue siendo exacto. Con su obsesión por el PNB, los estadounidenses han elegido un indicador que no tiene en cuenta «la salud de nuestros hijos, la calidad de su educación o la alegría de su juego», mucho menos «la belleza de nuestra poesía o la fuerza de nuestros matrimonios, la inteligencia de nuestro debate público o la integridad de nuestros funcionarios públicos». He aquí un indicador, sigue diciendo Kennedy, que «no mide ni nuestro ingenio ni nuestro coraje, ni nuestra sabiduría ni nuestro aprendizaje, ni nuestra compasión ni nuestra devoción a nuestro país», un indicador que «mide todo en resumen, excepto lo que hace que la vida valga la pena».
Tres meses después del discurso de Kennedy en Kansas, él y Martin Luther King habían sido asesinados. En agosto, incidentes entre la policía y manifestantes empañaron la Convención Nacional del Partido Demócrata en Chicago. Y hoy, más de cincuenta años después, la vida en Estados Unidos todavía evidencia los mismos males a los que se enfrentaron Kennedy y King (que pronunció uno de sus discursos más memorables, ante los trabajadores sanitarios de Memphis en huelga, la noche antes de su asesinato).
Hoy, como entonces, el tenor de nuestra conversación nacional sigue siendo un juego de suma cero basado en una falsa dicotomía entre la salud pública y la preservación de la economía, como si no fueran dos signos vitales del mismo paciente. En relación con la COVID‑19, nos falta un consenso general respecto de que el único modo de lograr una recuperación económica rápida es protegiendo la salud y la seguridad de la población. Y en relación con nuestra cultura, parece que a muchos estadounidenses les preocupan más algunos saqueos de tiendas aislados que los siglos de saqueo a los que ha sido sometida la población negra del país.
La patología estadounidense trasciende con creces la biología. La recuperación de la salud, más allá del virus, demanda una reconstrucción cultural para encarar nuestras prioridades y las divisiones que nos alejan. Repitiendo a Kennedy, necesitamos una reconstrucción urgente, con un sentido renovado de lo que realmente importa, y con atención a nuestras vulnerabilidades más profundas; indicadores elegidos por nosotros, en vez de impuestos por una cultura que ya es obsoleta.
Un modo de comenzar sería destacar el trabajo de nuestras instituciones de salud pública y la experiencia de nuestras comunidades científicas, y en esto no hay lugar para ningún partidismo. El distanciamiento social tal vez sea ocasión para darnos cuenta de que las comunidades marginadas y de color están hace mucho tiempo social y económicamente distanciadas. Y cuando volvamos a encontrarnos, debemos aprovechar la oportunidad para imaginar un futuro diferente.