LONDRES – Apostaría que he sido rector de más universidades que cualquier otra persona viva en la actualidad. Eso se debe en parte a que, cuando fui gobernador de Hong Kong, me nombraron rector de todas las universidades en la ciudad. Protesté y dije que seguramente sería mejor para las universidades elegir a sus propios jefes institucionales, pero las universidades no me permitieron renunciar elegantemente. Así que durante cinco años disfruté la experiencia de entregar sus títulos a decenas de miles de alumnos y observar lo que este rito iniciático significa para ellos y sus familias.
Cuando volví a Gran Bretaña en 1997, me pidieron que me convirtiera en rector de la Universidad de Newcastle. Luego, en 2003, fui elegido rector por los graduados de la Universidad de Oxford, una de las mayores instituciones de aprendizaje en el mundo. No debe sorprender entonces que tenga firmes opiniones sobre lo que una universidad es y lo que significa enseñar, investigar o estudiar en ella.
Las universidades deben ser bastiones de libertad en cualquier sociedad. Deben estar libres de la interferencia gubernamental en cuanto sus propósitos principales de investigación y docencia; y deben controlar su propio gobierno académico. No creo que sea posible que una universidad se convierta en una institución de renombre mundial, o continúe siéndolo, en ausencia de esas condiciones.
El papel de la universidad es promover el enfrentamiento de ideas, evaluar los resultados de la investigación con otros académicos e impartir nuevo conocimiento a los alumnos. La libertad de expresión resulta entonces fundamental, ya que permite a las universidades conservar un sentido de humanidad común y mantener la tolerancia mutua y la comprensión que apuntalan cualquier sociedad libre. Eso, por supuesto, lleva a que las universidades sean peligrosas para los gobiernos autoritarios, que buscan contener su capacidad de proponer preguntas difíciles e intentar responderlas.
Lo irónico actualmente es que aun cuando negar la libertad académica constituye un golpe contra el sentido de la universidad, algunos de los ataques más preocupantes a esos valores provienen del interior mismo de las universidades.
En Estados Unidos y el Reino Unido, algunos alumnos y docentes están intentando limitar las discusiones y el debate. Sostienen que no se debe exponer a la gente a ideas con las que está en fuerte desacuerdo. Además, afirman que se debe reescribir la historia para eliminar los nombres (aunque no el legado) de quienes no logran aprobar las pruebas actuales de corrección política. Thomas Jefferson y Cecil Rhodes, entre otros, han sido puestos en la mira. ¿Cómo le iría a Churchill y Washington si se les aplicaran las mismas evaluaciones?
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También se le está negando la posibilidad de expresarse a cierta gente, algo llamado «no estradismo» en la horrible jerga de algunos campus, claramente no muy cultos. Hay solicitudes de «espacios seguros», donde se puede proteger a los alumnos de todo lo que pueda agredir su sentido de lo moral y adecuado. Esto refleja, e inevitablemente alimenta, una perjudicial política de victimización: la definición de la propia identidad (y, con ella, de los propios intereses) por oposición a los demás.
Cuando era estudiante, hace 50 años, mi principal profesor fue un destacado historiador marxista, exmiembro del Partido Comunista. Los servicios de seguridad británicos sospechaban mucho de él. Era un excelente historiador y docente, aunque en estos días podría pensar que amenazó mi «espacio seguro». De hecho, me llevó a estar mucho mejor informado, a ser más abierto a discutir ideas que desafiaban las mías, a ser más capaz de distinguir entre un argumento y una pelea, y a estar más preparado para pensar por mí mismo.
Por supuesto, algunas ideas —la incitación al odio racial, la hostilidad de género o la violencia política— son repugnantes en todas las sociedades libres. La libertad exige algunos límites (decididos libremente en una discusión democrática bajo el imperio de la ley) para poder existir y se debe confiar en las universidades para que ejercen ese grado de control por sí mismas.
Pero la intolerancia hacia el debate, la discusión y ciertas ramas específicas de erudición nunca debe ser aceptada. Como nos enseñó el gran filósofo político Karl Popper, con lo único que debemos ser intolerantes es con la propia intolerancia. Esto es especialmente cierto en las universidades.
Sin embargo, algunos académicos y alumnos estadounidenses y británicos están socavando ellos mismos la libertad; paradójicamente, tienen libertad para hacerlo. Mientras tanto, las universidades en China y Hong Kong enfrentan amenazas a su autonomía y libertad, no desde dentro, sino por parte de un gobierno autoritario.
En Hong Kong, la autonomía de las universidades y la libertad de expresión misma, garantizadas en la Ley Básica de la ciudad y en el tratado de los 50 años entre Gran Bretaña y China sobre la situación de la ciudad, están siendo amenazadas. La lógica parece basarse en que los alumnos apoyaron fuertemente las protestas prodemocráticas en 2014 y, por ello, las universidades donde estudian deben ser puestas en vereda. Así que el gobierno de la ciudad se equivoca y suscita problemas, claramente bajo las órdenes del gobierno de Pekín.
De hecho, solo recientemente las autoridades chinas mostraron lo que opinan de las obligaciones derivadas del tratado y de la «era dorada» de las relaciones chino-británicas (tan publicitadas por los ministros británicos): raptaron a un ciudadano británico (y a otros cuatro residentes de Hong Kong) en las calles de la ciudad. Los cinco estaban publicando libros que exponían algunos de los secretos sucios de los líderes chinos.
En el continente, el Partido Comunista chino ha lanzado la mayor ofensiva contra las universidades desde la matanza en la plaza de Tiananmén en 1989. No se deben discutir los así llamados valores occidentales en las universidades chinas, solo se puede enseñar el marxismo. ¿Nadie informó al presidente Xi Jinping y a sus colegas del Politburó de dónde viene Karl Marx? El problema actual es precisamente que saben poco sobre Marx, pero mucho sobre Lenin.
Los occidentales deben interesarse más por lo que está ocurriendo las universidades chinas y lo que eso nos dice sobre los valores reales que sostienen la erudición, la enseñanza y la academia. Comparen y contrasten, como deben hacerlo los estudiantes.
¿Quieren universidades donde el gobierno decida qué es supuestamente seguro para que ustedes aprendan y discutan? ¿O quieren universidades que consideren la idea de un «espacio seguro» —en términos de limitar el debate si llega a ofender a alguien— como un oxímoron en un entorno académico? Los alumnos occidentales deben pensar ocasionalmente en sus contrapartes en Hong Kong y China, quienes deben luchar por libertades que ellos consideran dadas y de las que, demasiado a menudo, abusan.
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At the end of a year of domestic and international upheaval, Project Syndicate commentators share their favorite books from the past 12 months. Covering a wide array of genres and disciplines, this year’s picks provide fresh perspectives on the defining challenges of our time and how to confront them.
ask Project Syndicate contributors to select the books that resonated with them the most over the past year.
LONDRES – Apostaría que he sido rector de más universidades que cualquier otra persona viva en la actualidad. Eso se debe en parte a que, cuando fui gobernador de Hong Kong, me nombraron rector de todas las universidades en la ciudad. Protesté y dije que seguramente sería mejor para las universidades elegir a sus propios jefes institucionales, pero las universidades no me permitieron renunciar elegantemente. Así que durante cinco años disfruté la experiencia de entregar sus títulos a decenas de miles de alumnos y observar lo que este rito iniciático significa para ellos y sus familias.
Cuando volví a Gran Bretaña en 1997, me pidieron que me convirtiera en rector de la Universidad de Newcastle. Luego, en 2003, fui elegido rector por los graduados de la Universidad de Oxford, una de las mayores instituciones de aprendizaje en el mundo. No debe sorprender entonces que tenga firmes opiniones sobre lo que una universidad es y lo que significa enseñar, investigar o estudiar en ella.
Las universidades deben ser bastiones de libertad en cualquier sociedad. Deben estar libres de la interferencia gubernamental en cuanto sus propósitos principales de investigación y docencia; y deben controlar su propio gobierno académico. No creo que sea posible que una universidad se convierta en una institución de renombre mundial, o continúe siéndolo, en ausencia de esas condiciones.
El papel de la universidad es promover el enfrentamiento de ideas, evaluar los resultados de la investigación con otros académicos e impartir nuevo conocimiento a los alumnos. La libertad de expresión resulta entonces fundamental, ya que permite a las universidades conservar un sentido de humanidad común y mantener la tolerancia mutua y la comprensión que apuntalan cualquier sociedad libre. Eso, por supuesto, lleva a que las universidades sean peligrosas para los gobiernos autoritarios, que buscan contener su capacidad de proponer preguntas difíciles e intentar responderlas.
Lo irónico actualmente es que aun cuando negar la libertad académica constituye un golpe contra el sentido de la universidad, algunos de los ataques más preocupantes a esos valores provienen del interior mismo de las universidades.
En Estados Unidos y el Reino Unido, algunos alumnos y docentes están intentando limitar las discusiones y el debate. Sostienen que no se debe exponer a la gente a ideas con las que está en fuerte desacuerdo. Además, afirman que se debe reescribir la historia para eliminar los nombres (aunque no el legado) de quienes no logran aprobar las pruebas actuales de corrección política. Thomas Jefferson y Cecil Rhodes, entre otros, han sido puestos en la mira. ¿Cómo le iría a Churchill y Washington si se les aplicaran las mismas evaluaciones?
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También se le está negando la posibilidad de expresarse a cierta gente, algo llamado «no estradismo» en la horrible jerga de algunos campus, claramente no muy cultos. Hay solicitudes de «espacios seguros», donde se puede proteger a los alumnos de todo lo que pueda agredir su sentido de lo moral y adecuado. Esto refleja, e inevitablemente alimenta, una perjudicial política de victimización: la definición de la propia identidad (y, con ella, de los propios intereses) por oposición a los demás.
Cuando era estudiante, hace 50 años, mi principal profesor fue un destacado historiador marxista, exmiembro del Partido Comunista. Los servicios de seguridad británicos sospechaban mucho de él. Era un excelente historiador y docente, aunque en estos días podría pensar que amenazó mi «espacio seguro». De hecho, me llevó a estar mucho mejor informado, a ser más abierto a discutir ideas que desafiaban las mías, a ser más capaz de distinguir entre un argumento y una pelea, y a estar más preparado para pensar por mí mismo.
Por supuesto, algunas ideas —la incitación al odio racial, la hostilidad de género o la violencia política— son repugnantes en todas las sociedades libres. La libertad exige algunos límites (decididos libremente en una discusión democrática bajo el imperio de la ley) para poder existir y se debe confiar en las universidades para que ejercen ese grado de control por sí mismas.
Pero la intolerancia hacia el debate, la discusión y ciertas ramas específicas de erudición nunca debe ser aceptada. Como nos enseñó el gran filósofo político Karl Popper, con lo único que debemos ser intolerantes es con la propia intolerancia. Esto es especialmente cierto en las universidades.
Sin embargo, algunos académicos y alumnos estadounidenses y británicos están socavando ellos mismos la libertad; paradójicamente, tienen libertad para hacerlo. Mientras tanto, las universidades en China y Hong Kong enfrentan amenazas a su autonomía y libertad, no desde dentro, sino por parte de un gobierno autoritario.
En Hong Kong, la autonomía de las universidades y la libertad de expresión misma, garantizadas en la Ley Básica de la ciudad y en el tratado de los 50 años entre Gran Bretaña y China sobre la situación de la ciudad, están siendo amenazadas. La lógica parece basarse en que los alumnos apoyaron fuertemente las protestas prodemocráticas en 2014 y, por ello, las universidades donde estudian deben ser puestas en vereda. Así que el gobierno de la ciudad se equivoca y suscita problemas, claramente bajo las órdenes del gobierno de Pekín.
De hecho, solo recientemente las autoridades chinas mostraron lo que opinan de las obligaciones derivadas del tratado y de la «era dorada» de las relaciones chino-británicas (tan publicitadas por los ministros británicos): raptaron a un ciudadano británico (y a otros cuatro residentes de Hong Kong) en las calles de la ciudad. Los cinco estaban publicando libros que exponían algunos de los secretos sucios de los líderes chinos.
En el continente, el Partido Comunista chino ha lanzado la mayor ofensiva contra las universidades desde la matanza en la plaza de Tiananmén en 1989. No se deben discutir los así llamados valores occidentales en las universidades chinas, solo se puede enseñar el marxismo. ¿Nadie informó al presidente Xi Jinping y a sus colegas del Politburó de dónde viene Karl Marx? El problema actual es precisamente que saben poco sobre Marx, pero mucho sobre Lenin.
Los occidentales deben interesarse más por lo que está ocurriendo las universidades chinas y lo que eso nos dice sobre los valores reales que sostienen la erudición, la enseñanza y la academia. Comparen y contrasten, como deben hacerlo los estudiantes.
¿Quieren universidades donde el gobierno decida qué es supuestamente seguro para que ustedes aprendan y discutan? ¿O quieren universidades que consideren la idea de un «espacio seguro» —en términos de limitar el debate si llega a ofender a alguien— como un oxímoron en un entorno académico? Los alumnos occidentales deben pensar ocasionalmente en sus contrapartes en Hong Kong y China, quienes deben luchar por libertades que ellos consideran dadas y de las que, demasiado a menudo, abusan.
Traducción al español por Leopoldo Gurman.