Una solución europea para los problemas de la zona Euro

El siguiente texto es una versión extendida del artículo de George Soros, titulado “La alternativa de Alemania”.

Mi objetivo al acudir hoy aquí es el de examinar la crisis del euro. A la luz de los últimos acontecimientos, creo que convendrán ustedes conmigo en que la crisis dista de estar resuelta. Ya ha causado daños tremendos tanto financiera como políticamente y también se ha cobrado un enorme precio humano. Además, la crisis ha transformado a la Unión Europea en algo radicalmente distinto de lo que se había propuesto originalmente. La Unión Europea había de ser una asociación voluntaria de Estados iguales, pero la crisis la ha convertido en una prisión de deudores a cuyo mando están Alemania y otros acreedores y los países muy endeudados han quedado relegados a la condición de países de segunda clase. Aunque en teoría Alemania no puede dictar las políticas, en la práctica no se puede proponer política alguna sin obtener primero su permiso. Para colmo de males, la política de austeridad promovida por Alemania tiene el efecto de prolongar la crisis y perpetuar la subordinación de los países deudores.

Así se han creado tensiones políticas, como lo demuestra la paralización política de Italia. Este país tiene ahora una mayoría opuesta al euro y es probable que esa tendencia se intensifique. Ahora existe un peligro real de que la crisis del euro acabe destruyendo a la Unión Europea. Una desintegración desordenada dejaría a Europa en una situación peor que cuando se inició el audaz experimento de la creación de una Unión Europea. Sería una tragedia de proporciones sin precedentes, pero sólo Alemania puede prevenirla. Este país no se propuso ocupar una posición dominante y se ha mostrado renuente a aceptar las responsabilidades y obligaciones que entraña. Ésa es una de las razones por las que se ha producido la situación actual, pero, quiera o no, Alemania ocupa el asiento del conductor y ésa es la razón que me ha traído aquí.

¿Cómo acabó Europa metida en semejante embrollo? ¿Y cómo puede escapar de él? Ésas son las dos cuestiones que quiero abordar. La respuesta a la primera pregunta es extraordinariamente complicada, porque la crisis del euro es extremadamente compleja. Tiene una dimensión a un tiempo política y financiera y podemos dividir la dimensión financiera en al menos tres componentes: una crisis de la deuda soberana y una crisis bancaria, además de divergencias en competitividad. Los diversos aspectos están interconectados, por lo que los problemas resultan tan complicados, que parecen inconcebibles. En mi opinión, no se puede entender adecuadamente la crisis del euro sin comprender el papel fundamental que los errores y las ideas equivocadas han desempeñado en su creación. Se trata de una crisis casi enteramente autoinfligida. Tiene las características de una pesadilla.

En cambio, la repuesta a la segunda pregunta es extraordinariamente sencilla. Una vez que hemos logrado una comprensión apropiada de los problemas, la solución se desprende por sí sola.

Voy a sostener que corresponde a Alemania una gran parte de la responsabilidad por los errores normativos que han creado la crisis, pero quiero dejar claro de antemano que no acuso a Alemania. Quienquiera que hubiese estado al mando habría cometido errores similares. Puedo decir, por experiencia propia, que nadie podría haber entendido la situación en toda su complejidad en el momento en que se desarrolló.

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Comprendo que me arriesgo a granjearme la antipatía de ustedes al atribuir la responsabilidad a Alemania, pero sólo este país puede arreglar la situación. Soy un partidario convencido de la Unión Europea y no quiero verla destruida. También me preocupa el inmenso e innecesario sufrimiento humano que la crisis del euro está causando y quiero hacer todo lo que pueda para mitigarla. Mi interpretación de la crisis del euro es muy diferente de las opiniones que predominan en Alemania. Espero que, al ofrecer a ustedes una perspectiva diferente, consiga hacerlos revisar su posición antes de que se causen más daños. Ése es mi objetivo al acudir aquí.

La Unión Europea fue un proyecto audaz que entusiasmó a muchos, incluido yo. Consideré la Unión Europea la encarnación de una sociedad abierta: una asociación voluntaria de Estados iguales que cedieron parte de su soberanía en pro del bien común. La Unión Europea tenía cinco Estados miembros grandes y varios pequeños y todos ellos subscribieron los principios de la democracia, la libertad individual, los derechos humanos y el Estado de derecho. Ninguna nación ni nacionalidad ocupaba una posición dominante.

El proceso de integración fue encabezado por un pequeño grupo de estadistas con visión de futuro que reconocieron que la perfección es inalcanzable y practicaron lo que Karl Popper llamó ingeniería social fraccionada. Se fijaron objetivos limitados y plazos firmes y después movilizaron la voluntad política para dar un pequeño paso adelante, sabiendo perfectamente que, cuando lo lograran, su insuficiencia resultaría patente y requeriría otro paso. El proceso se alimentó de su propio éxito, de forma muy parecida a una sucesión de auge y caída en los mercados financieros. Así fue como la Comunidad del Carbón y del Acero se transformó gradualmente en la Unión Europea, paso a paso.

Francia y Alemania estaban en la vanguardia de la operación. Cuando el imperio soviético empezó a desintegrarse, los dirigentes de Alemania comprendieron que la reunificación sólo era posible en el marco de una Europa más unida y estuvieron dispuestos a hacer considerables sacrificios para lograrla. A la hora de negociar, estuvieron dispuestos a hacer una contribución un poco mayor y recibir un poco menos que los demás, con lo que facilitaron el acuerdo. En aquel momento, los estadistas alemanes solían afirmar que Alemania no tenía una política exterior independiente, sino sólo europea, lo que propició una aceleración espectacular del proceso, que culminó con la reunificación de Alemania en 1990 y la firma del Tratado de Maastricht en 1992, a lo que siguió un período de consolidación que duró hasta la crisis financiera del período 2007-08.

Lamentablemente, el Tratado de Maastricht tenía fallos fundamentales. Los arquitectos del euro reconocieron que era una construcción incompleta: una unión monetaria sin una unión política. Sin embargo, aquellos arquitectos tenían razones para creer que, cuando surgiera la necesidad, se podría movilizar la voluntad política para dar el siguiente paso hacia adelante. Al fin y al cabo, así había funcionado el proceso de integración hasta entonces.

Pero el euro tenía muchos otros defectos, de los que ni los arquitectos ni los Estados miembros eran totalmente conscientes. Por ejemplo, en el Tratado de Maastricht se dio por sentado que sólo el sector público podía producir déficits crónicos, porque el sector privado siempre corregiría sus propios excesos. La crisis financiera del período 2007-08 demostró que se trataba de un error. Además, reveló un defecto casi fatal en la construcción del euro: al crear un banco central independiente, los países miembros se endeudaron en una divisa que no controlaban, lo que los expuso al riesgo de suspensión de pagos.

Los países desarrollados no tienen motivo para suspender pagos; siempre pueden imprimir moneda. Su moneda puede depreciarse, pero el riesgo de suspensión de pagos es prácticamente inexistente. En cambio, los países menos desarrollados que deben endeudarse en una divisa extranjera corren el riesgo de suspensión de pagos. Para colmo de males, los mercados financieros pueden abocar, en realidad, a dichos países a la suspensión de pagos mediante operaciones bajistas que aumentan el costo del endeudamiento. El riesgo de suspensión de pagos relegó a algunos Estados miembros a la condición de los países del tercer mundo que llegaron a endeudarse excesivamente en una divisa extranjera.

Antes de la crisis financiera del período 2007-08, tanto las autoridades como los mercados financieros pasaron por alto esa característica del euro. Cuando se introdujo éste, los bonos estatales estaban considerados carentes de riesgo. Los reguladores permitieron a los bancos comerciales comprar cantidades ilimitadas de bonos estatales sin dejar en reserva recursos propios y el Banco Central Europeo aceptó todos los bonos estatales en su ventanilla de descuentos en condiciones de igualdad, lo que creó un incentivo perverso para que los bancos comerciales acumularan los bonos de los países miembros más débiles, que pagaban tipos de interés mayores, para ganar algunos puntos básicos más. A consecuencia de ello, los diferenciales de los tipos de interés entre los diversos bonos estatales prácticamente desaparecieron.

La convergencia de los tipos de interés causó una divergencia en los resultados económicos. Los llamados países periféricos –y muy en particular España e Irlanda– disfrutaron de unos auges de propiedad inmobiliaria, inversión y consumo que los volvió menos competitivos, mientras que Alemania, afectada por el costo de la reunificación, emprendió reformas estructurales del mercado laboral y de otras índoles que la volvieron más competitiva.

En la semana siguiente a la quiebra de Lehman Brothers, los mercados financieros mundiales cesaron, literalmente, de funcionar y hubo que someterlos a respiración asistida, lo que requirió la substitución del crédito de las entidades financieras, cuya posición estaba dañada, por el crédito soberano (en forma de garantías del Banco Central y déficits presupuestarios). La insistencia en el crédito soberano reveló la característica del euro hasta entonces pasada por alto, a saber, que, al crear un banco central independiente, los países miembros de la zona del euro cedieron parte de su condición soberana.

Aquél debería haber sido el momento para dar el paso siguiente hacia la unión fiscal, además de la monetaria, pero faltó la voluntad política. Alemania, afectada por los costos de la reunificación, ya no estaba en la vanguardia de la integración. Cuando la Canciller Merkel declaró que cada país debía ocuparse de sus entidades financieras, en lugar de que lo hiciera la Unión Europea colectivamente, interpretó correctamente a la opinión pública. Fue un paso atrás. Retrospectivamente, fue el comienzo de un proceso de desintegración.

Los mercados financieros tardaron más de un año en comprender las consecuencias de la declaración de la Canciller Merkel, con lo que demostraron que también ellos funcionan con un conocimiento no precisamente perfecto. Sólo al final de 2009, cuando se reveló la magnitud del déficit de Grecia, comprendieron dichos mercados que un país miembro podía suspender pagos en realidad, pero después los mercados aumentaron mucho más las primas de riesgo a los países más débiles, lo que volvió potencialmente insolventes los bancos comerciales cuyos balances estaban llenos de esos bonos y así se creó una deuda soberana y una crisis bancaria. Las dos cosas van unidas como gemelos siameses.

Existe un claro paralelismo entre la crisis del euro y la crisis bancaria internacional de 1982. Entonces el FMI y las autoridades bancarias internacionales salvaron el sistema bancario internacional prestando exactamente el dinero suficiente a los países profundamente endeudados para que pudiesen evitar la suspensión de pagos, pero a costa de provocarles una depresión duradera. Latinoamérica sufrió la pérdida de un decenio.

Actualmente Alemania está desempeñando el mismo papel que el FMI entonces. Las circunstancias difieren, pero el efecto es el mismo. Los acreedores están haciendo recaer, en realidad, todo el peso del ajuste sobre los países deudores y eludiendo su responsabilidad por los desequilibrios. Resulta interesante que se haya generalizado el uso de los términos “centro” y “periferia” casi inadvertidamente, pese a que en términos políticos resulta, evidentemente, inapropiado calificar a Italia y a España de países periféricos de la Unión Europea. Sin embargo, el euro había convertido, en realidad, sus bonos estatales en bonos de países del Tercer Mundo que corren el riesgo de suspensión de pagos. Retrospectivamente, ésa fue la verdadera causa de la crisis del euro.

Exactamente como en el decenio de 1980, toda la culpa y la carga recayó sobre la “periferia” y nunca se ha reconocido adecuadamente la responsabilidad del “centro”. Se critica a los países periféricos por su falta de disciplina fiscal y de ética del trabajo, pero hay algo más que eso. Cierto es que los países periféricos deben hacer reformas estructurales, exactamente como hizo Alemania después de la reunificación, pero negar que el euro mismo tiene algunos problemas estructurales que se deben corregir es pasar por alto la verdadera causa de su crisis. Sin embargo, eso es lo que está ocurriendo.

En ese marco, la palabra alemana Schuld desempeña un papel revelador. Como ustedes saben, significa a un tiempo “deuda” y “responsabilidad” o “culpa”. Por eso, ha resultado natural o selbstverständlich” a la opinión pública alemana
culpar a los países profundamente endeudados de su desgracia. El hecho de que Grecia violara las reglas manifiestamente ha contribuido a reforzar esa actitud, pero otros países, como España e Irlanda, habían cumplido las reglas; de hecho, a España se la consideraba un dechado de virtud. Está claro que los fallos son sistémicos y la causa de las desgracias de los países muy endeudados son en gran medida las reglas que rigen el euro. Eso es lo que quiero hacer ver claramente hoy.

En mi opinión, la Schuld o responsabilidad del “centro” es incluso mayor hoy que en la crisis bancaria de 1982. Puede que en 1982 fuera políticamente aceptable infligir la austeridad a los países menos desarrollados para salvar el sistema financiero internacional, pero hacer lo mismo con la zona del euro actualmente resulta inconciliable con la Unión Europea como asociación voluntaria de Estados iguales. Existe un conflicto no resuelto entre lo que dicta la necesidad financiera y lo políticamente aceptable. Eso es lo que han revelado las recientes elecciones italianas y se debería haber comprendido.

La carga de la responsabilidad recae principalmente sobre Alemania. El Bundesbank contribuyó a la formulación del proyecto del euro, cuyos defectos han colocado a Alemania en el asiento del conductor. A consecuencia de ello, se han creado dos problemas. Uno es político; el otro, financiero. Lo que ha vuelto la situación tan insostenible ha sido la combinación de los dos.

El problema político estriba en que Alemania no se había propuesto conseguir esa posición dominante en la que se ha visto situada y no está dispuesta a aceptar las obligaciones y responsabilidades que entraña. Como es comprensible, Alemania no quiere ser el “bolsillo sin fondo” para el euro. Así, pues, concede tan sólo el apoyo suficiente para evitar la suspensión de pagos, pero nada más, y, en cuanto remite la presión de los mercados, procura endurecer las condiciones con las que se concede el apoyo.

El problema financiero estriba en que Alemania está imponiendo políticas erróneas a la zona del euro. La austeridad no funciona. No se puede reducir la carga de la deuda reduciendo el déficit presupuestario. La carga de la deuda es un coeficiente entre la deuda acumulada y el PIB, ambos expresados en términos nominales, y en condiciones de demanda insuficiente los recortes presupuestarios causan una reducción desproporcionada del PIB: dicho técnicamente, el llamado multiplicador fiscal es mayor que uno.

Al público alemán le resulta difícil entenderlo. Las reformas fiscal y estructural emprendidas por el gobierno de Schroeder funcionaron en 2006; ¿por qué no habrían de funcionar en la zona del euro unos años después? La respuesta es la de que la austeridad funciona aumentando las exportaciones y reduciendo las importaciones. Cuando todo el mundo hace la misma cosa, no funciona, sencillamente.

La crisis del euro alcanzó su punto culminante el verano pasado. Los mercados financieros empezaron a anticiparse a una posible ruptura y las primas de riesgo alcanzaron niveles insostenibles. Como último recurso, la Canciller Merkel respaldó al Presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, frente a su propio candidato, Jens Weidmann. Draghi estuvo a la altura de las circunstancias. Declaró que el BCE haría “lo que [fuera] necesario” para proteger el euro y lo respaldó con la introducción de las llamadas “transacciones de mercado abierto”. Los mercados financieros se tranquilizaron y gracias a ese alivio empezaron a subir mucho, pero el júbilo era prematuro. En cuanto remitió la presión de los mercados financieros, Alemania empezó a escatimar en cuanto a las promesas que había hecho en el punto culminante de la crisis.

En el rescate de Chipre, Alemania fue demasiado lejos. Para reducir al mínimo el costo del rescate, insistió en que los depositantes de los bancos participaran en el rescate. Se trataba de una medida prematura. Si hubiera ocurrido después de la creación de una unión bancaria y de que se hubiesen recapitalizado los bancos, podría haber sido una iniciativa oportuna, pero se produjo en un momento en el que el sistema bancario estaba retirándose a los silos nacionales y seguía muy vulnerable. Lo que ocurrió en Chipre socavó el modelo de negocio de los bancos europeos, que depende en gran medida de los depósitos. Hasta ahora, las autoridades se habían desvivido para proteger a los depositantes. Lo sucedido en Chipre ha entrañado un cambio a ese respecto. Se ha centrado la atención en las repercusiones del rescate en Chipre, pero las repercusiones en el sistema bancario son mucho más importantes. Los bancos van a tener que pagar primas de riesgo que recaerán más duramente sobre los bancos más débiles y los bancos de los países más débiles. Así se reforzará la insidiosa vinculación entre el costo de la deuda soberana y la deuda bancaria. El terreno de juego llegará a ser incluso menos igual para todos que antes.

A la Canciller Merkel le habría gustado congelar la crisis del euro al menos hasta después de las elecciones, pero ya ha vuelto con fuerza. El público alemán puede no estar al corriente de ello, porque lo sucedido en Chipre fue una victoria política tremenda para la Canciller Merkel. Ningún país se atreverá a llevarle la contraria. Además, la propia Alemania sigue sin verse gravemente afectada por la depresión cada vez más profunda que está envolviendo a Europa. Sin embargo, preveo que en el momento de las elecciones Alemania estará también en recesión. Se debe a que la política monetaria aplicada por la zona del euro no está en sintonía con las otras divisas importantes. Los otros están dedicados a la relajación cuantitativa. El Banco del Japón fue el último que se resistió, pero recientemente ha cambiado de bando. Un yen más débil, combinado con la debilidad de Europa, ha de afectar por fuerza a las exportaciones de Alemania.

Si mi análisis es correcto, hay una solución muy sencilla. Se puede resumir en una palabra: eurobonos.

Los eurobonos son las obligaciones conjuntas de todos los Estados miembros. Si se permitiera a los países que cumplen el Pacto Fiscal convertir todo el volumen de su deuda estatal en eurobonos, las repercusiones positivas serían poco menos que milagrosas. El peligro de suspensión de pagos desaparecería y también las primas de riesgo. Los balances de los bancos recibirían un impulso de inmediato, como también los presupuestos de los países profundamente endeudados, porque les costaría menos que el servicio de la deuda estatal existente. Italia, por ejemplo, se ahorraría hasta el cuatro por ciento de su PIB. Su presupuesto pasaría a tener superávit y, en lugar de austeridad, el Gobierno podría aplicar un estimulo fiscal. La economía crecería y la proporción de deuda disminuiría. La mayoría de los problemas aparentemente arduos se esfumarían. Sólo las divergencias en competitividad seguirían irresueltas. Los países seguirían necesitando reformas estructurales, pero el principal defecto estructural del euro quedaría corregido. Sería en verdad como despertar de una pesadilla.

Para evitar cualquier malentendido, lo que propongo es la conversión del volumen existente de bonos estatales en eurobonos, no el plan de rescate presentado por el Consejo de Asesores Económicos de la Canciller.

Así funcionaría mi propuesta. La zona del euro crearía una Autoridad Fiscal que estaría encargada de la emisión de eurobonos. Su Junta Ejecutiva estaría compuesta por los ministros de Hacienda y tendría un Presidente independiente elegido por la Junta Ejecutiva. La votación sería ponderada con arreglo al PIB de cada uno de los países. A los países que violaran el Pacto Fiscal no se les permitiría ejercer el voto. A los que lo cumpliesen se les permitiría convertir su deuda nacional en eurobonos, pero no se los obligaría a hacerlo. De conformidad con el Pacto Fiscal, se les permitiría emitir nuevos bonos y letras del Tesoro para substituir los que llegaran a su vencimiento, pero nada más; al cabo de cinco años, la deuda pendiente se reduciría gradualmente al 60 por ciento del PIB. Si un país dejara de cumplir, la Autoridad Fiscal lo sancionaría limitando la cantidad de eurobonos que se le permitiría emitir; tendría que pedir prestado el monto de su saldo por cuenta propia y pagar primas de riesgo muy onerosas.

Alemania se opone a los eurobonos con el argumento de que, una vez que se introduzcan, no puede haber seguridad de que los llamados países periféricos no violarían las reglas una vez más. Creo que esos temores están fuera de lugar. Perder el privilegio de emitir eurobonos y tener que pagar primas de riesgo onerosas sería un incentivo poderoso para cumplir. De hecho, la sanción sería tan dura, que las reglas deberían establecer que se aplicara en pequeñas dosis para no agravar demasiado abruptamente la situación financiera del país infractor. Al mismo tiempo, la Autoridad Fiscal ejercería controles más estrictos y la desobediencia sería sancionada con nuevas reducciones de la cantidad de eurobonos que se permitiría emitir. Ningún gobierno podría resistir semejante presión.

También existen temores generalizados de que los eurobonos arruinarían la calificación crediticia de Alemania. Con frecuencia se comparan los eurobonos con el Plan Marshall. El argumento consiste en que el Plan Marshall sólo costó unos pocos puntos porcentuales del PIB de los Estados Unidos, mientras que los eurobonos costarían un múltiplo del PIB de Alemania. Ese argumento equivale a comparar manzanas con naranjas. El Plan Marshall fue un gasto real, mientras que los eurobonos entrañarían una garantía a la que nunca se recurriría. Se ha exagerado enormemente el costo para Alemania de la aceptación de los eurobonos.

Las garantías tienen un carácter curioso: cuanto más convincentes son, menos probable es que se recurra a ellas. Los Estados Unidos nunca tuvieron que saldar la deuda que contrajeron cuando convirtieron la deuda de sus estados en obligaciones federales. Alemania ha estado dispuesta a hacer sólo el mínimo; ésa es la razón por la que ha tenido que seguir incrementando sus compromisos y está padeciendo pérdidas reales. El Pacto Fiscal, respaldado por una Autoridad Fiscal que funcionara bien, eliminaría prácticamente el riesgo de suspensión de pagos. Los eurobonos resultarían mejores que los bonos de los EE.UU., del Reino Unido y del Japón en los mercados financieros. Es cierto que Alemania debería pagar más por su propia deuda que ahora, pero el rendimiento excepcionalmente bajo de los Bunds alemanes es un síntoma de la enfermedad que padece la periferia. El beneficio indirecto que Alemania obtendría de la recuperación de la periferia superaría con mucho el costo suplementario para su deuda nacional.

Desde luego, los eurobonos no son una panacea. En primer lugar, el propio Pacto Fiscal es un instrumento mal concebido. La introducción de los eurobonos daría a la zona del euro un impulso, pero podría no ser suficiente. En ese caso, sería necesario algún estímulo fiscal o monetario suplementario, pero tener ese problema sería un lujo.

En segundo lugar, la Unión Europea necesita también una unión bancaria y con el tiempo una unión política. El rescate de Chipre ha agudizado esas necesidades, pero la introducción de los eurobonos sería un paso en la dirección correcta. Al aceptarlos, Alemania cambiaría totalmente la atmósfera política y prepararía el terreno para las medidas suplementarias.

La deficiencia más profunda de los eurobonos es la de que no eliminarían las divergencias en competitividad. Los países seguirían teniendo que emprender reformas estructurales. Los que no lo hicieran se convertirían en bolsas permanentes de pobreza y dependencia similares a las que persisten en muchos países ricos. Sobrevivirían con un apoyo limitado de los Fondos Estructurales europeos y las remesas, pero las reformas funcionan mejor cuando los socios comerciales son prósperos que en condiciones de declive generalizado. Los eurobonos ofrecen un ambiente prometedor para las reformas estructurales que también son necesarias.

El caso es que la gran mayoría del público alemán se opone rotundamente a los eurobonos. Desde que la Canciller Merkel los vetó, ni siquiera se han examinado los argumentos que he expuesto aquí. Así es como ideas equivocadas pueden arraigar en la opinión pública.

Corresponde a Alemania decidir si está dispuesta a autorizar los eurobonos o no, pero no tiene derecho a impedir que los países enormemente endeudados se libren de su desdicha uniéndose y emitiendo eurobonos. Dicho de otro modo, si Alemania se opone a los eurobonos, debería examinar la posibilidad de abandonar el euro y dejar que los demás los introduzcan.

Esa operación daría un resultado sorprendente: los eurobonos emitidos por una zona del euro que excluyera a Alemania seguirían siendo mejores que los bonos de los EE.UU., del Reino Unido y del Japón. La deuda neta de esos tres países como proporción del PIB es en realidad superior a la de la zona del euro, excluida Alemania.

Se puede explicar ese resultado sorprendente comparando las consecuencias del abandono del euro por Alemania con las que tendría el de un país profundamente endeudado, como Italia.

Como toda la deuda acumulada está denominada en euros, la diferencia estribaría en cuál fuera el país que se quedara al mando del euro. Si saliera Alemania, el euro se despreciaría. Los países deudores recuperarían su competitividad. Su deuda disminuiría en términos reales y, si emitieran eurobonos, la amenaza de suspensión de pagos desaparecería. Su deuda se volvería de repente sostenible. La mayor parte de la carga del ajuste recaería en los países que abandonaran el euro. Sus exportaciones resultarían menos competitivas y se toparían con una dura competencia de la zona del euro en sus mercados internos. Además, sufrirían pérdidas en sus créditos e inversiones denominados en euros. La magnitud de sus pérdidas dependería del grado de la depreciación; así, pues, tendrían interés en mantener la depreciación dentro de unos límites. Después de las dislocaciones iniciales, el resultado final haría realidad el sueño de John Maynard Keynes de un sistema monetario internacional en el que tanto los acreedores como los deudores compartan el deber de mantener la estabilidad y Europa se libraría de la depresión que se cierne.

En cambio, si saliera Italia, la carga de su deuda denominada en euros resultaría insostenible y habría que reestructurarla. Con ello el resto de Europa y el resto del mundo se sumiría en un colapso financiero, que podría muy bien superar la capacidad de las autoridades monetarias para contenerlo. El desplome del euro provocaría probablemente la desintegración desordenada de la Unión Europea y Europa se encontraría en una situación económica peor que cuando se lanzó al noble experimento de crear la Unión Europea.

Evidentemente, sería mejor que saliera Alemania, en lugar de Italia, y, de forma igualmente evidente, sería mejor que Alemania aceptara los eurobonos, en lugar de abandonar el euro. El problema es que Alemania no ha tenido que elegir y cuenta con otra opción: puede continuar con el rumbo actual, haciendo siempre lo mínimo para preservar el euro, pero nada más.

Si mi análisis es correcto, ésa no es la mejor opción ni siquiera para Alemania, excepto a muy corto plazo. La situación está deteriorándose y tarde o temprano ha de llegar a ser por fuerza insostenible. Cuanto más tarde, mayor será el daño. No obstante, ésa es la opción que Alemania prefiere, al menos hasta después de las elecciones.

Existen razones poderosas para que Alemania se incline definitivamente por una opción, ya sea la de aceptar los eurobonos o la de abandonar el euro. Eso es lo que he venido a sostener aquí.

He reflexionado larga y profundamente sobre si debía exponer mi argumentación ahora o esperar hasta después de las elecciones. Al final, he decidido seguir adelante, basándome en dos consideraciones. Una es la de que los acontecimientos tienen su propia dinámica y es probable que la crisis se agudice incluso antes de las elecciones. El rescate de Chipre me ha dado la razón. La otra es la de que mi interpretación de los acontecimientos es tan radicalmente distinta de la que prevalece en Alemanía, que tardará en calar y cuanto antes comience yo, mejor.

Permítaseme resumir mi argumento. Sostengo que Europa tendría una situación mejor, si Alemania decidiera entre los eurobonos o la salida, que si continuara con su rumbo actual de hacer lo mínimo para mantener el euro, cosa que es válida tanto si Alemania aceptara los eurobonos como si decidiese abandonar el euro y lo es no sólo para Europa, sino también para Alemania, excepto a muy corto plazo.

Lo que está menos claro es cuál de las dos opciones es mejor para Alemania. Sólo el electorado alemán tiene la posibilidad de decidir. Si se convocara un referéndum en este momento, los euroescépticos vencerían rotundamente, pero un examen más detenido podría cambiar la opinión de los ciudadanos. Descubrirían que se ha exagerado mucho el costo de la autorización de los eurobonos por Alemania y se ha minimizado el del abandono del euro.

Si he de exponer mi propia opinión, mi primera preferencia son los eurobonos; la segunda es que Alemania abandone el euro. Cualquiera de las dos opciones es infinitamente mejor que no elegir y perpetuar la crisis. Lo peor de todo sería que un país deudor, como Italia, abandonara el euro, porque provocaría una disolución desordenada de la Unión Europea.

He hecho algunas afirmaciones sorprendentes: en particular, la del buen resultado que podrían dar los eurobonos incluso sin Alemania. Mis amigos proeuropeos no pueden creerlo, sencillamente. No pueden imaginar un euro sin Alemania. Creo que confunden el euro con la Unión Europea. No son dos cosas idénticas. La Unión Europea es el objetivo y el euro es un medio para conseguirlo. Así, pues, no se debe permitir que el euro destruya a la Unión Europea.

Pero puede que yo me esté mostrando demasiado racional en mi análisis. Se confunde a la Unión Europea con el euro no sólo en los relatos populares, sino también en la legislación, En consecuencia, puede que la Unión Europea no sobreviva a la salida del euro por parte de Alemania. En ese caso, todos debemos hacer todo lo posible para persuadir al público alemán de que abandone algunos de sus prejuicios e ideas erróneas más arraigados y acepte los eurobonos.

Quisiera terminar subrayando lo importante que es la Unión Europea y no sólo para Europa, sino también para el mundo. La UE había de ser la encarnación de los principios de la sociedad abierta. Eso significa que el conocimiento perfecto es inalcanzable. Nadie está libre de prejuicios e ideas erróneas; no se debe culpar a nadie por haber cometido errores. La culpa o Shuld comienza sólo cuando se descubre un error o una idea errónea, pero no se corrige, es decir, cuando se traicionan los principios conforme a los cuales se constituyó la Unión Europea. Por esa razón, Alemania debería aceptar los eurobonos y salvar a la Unión Europea.

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