PRINCETON – ¿Mató la COVID-19 a la megaciudad? La pandemia ciertamente está cambiando la globalización, convirtiendo los centros de la economía mundial pre-2020 en epicentros de contagio y sembrando dudas sobre su futuro, pero la crisis también puso de relieve las vulnerabilidades que existen en las megaciudades y aceleró procesos que ya estaban en curso.
Para principios de este siglo, ciudades como Londres, Nueva York y Hong Kong se habían convertido en nodos centrales para el flujo mundial del dinero, las personas y las ideas. No eran solo centros financieros, sino metrópolis culturales, hervideros de creatividad que dependían de la riqueza y el auspicio de los banqueros. Los emprendedores e innovadores acudieron en manada, con la ilusión de reinventarse a sí mismos y al mundo.
Pero las megaciudades también necesitan una amplia gama de otros trabajadores con distintas habilidades, por eso los inmigrantes también llegaron en masa, en busca de fortuna o simplemente de nuevas oportunidades para sus hijos. Muchos soñaban con unirse a la elite creativa. En su momento, las prósperas ciudades globales se convirtieron en crisoles de razas.
Esto inevitablemente creó nuevas tensiones con el interior, quienes vivían en los suburbios o las áreas rurales empezaron a percibir la vida urbana como algo inalcanzable o indeseable. La movilización popular tras la brexit estuvo impulsada parcialmente por el resentimiento de esos votantes hacia una Londres cada vez más multicultural y rica cuyo éxito, sospechaban, se estaba logrando a costa de ellos. Incluso los profesionales de la clase media alta se quejaban porque no podían permitirse vivir en Londres.
De igual manera, los partidarios del presidente estadounidense Donald Trump en el sur, sudoeste y los estados centrales del país se definen en contraposición con lugares como San Francisco y la ciudad de Nueva York. «Que América vuelva a ser grande» implica derrocar a las elites costeras. Y, por supuesto, el choque de culturas entre Hong Kong y China continental desde 1997 ha resultado más que obvio, debido al principio de «un país, dos sistemas».
En todos los casos, los precios exorbitantes de las propiedades en las megaciudades enrarecieron el ambiente. Solo la elite global puede permitirse viviendas de alta calidad y los demás residentes quedan en condiciones de hacinamiento o fuera del núcleo de la ciudad. Los trabajadores con empleos efímeros o estacionales a menudo carecen de una verdadera vivienda y la creciente epidemia de los sin techo comenzó mucho antes de la pandemia. Muchos dependen del transporte público inadecuado o poco confiable para viajar largas distancias diariamente. Los alumnos universitarios y de escuelas secundarias no cuentan con alojamiento adecuado.
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Con la COVID-19 llegó el miedo al contagio y el éxodo masivo de los ricos. Las economías locales en los vecindarios de altos ingresos colapsaron. La pandemia trajo un nuevo tipo de polarización social cuando los trabajadores de servicios de atención sanitaria, transporte público y venta minorista fueron obligados a exponerse al contagio o sacrificar su ganancias.
Por el contrario, los trabajadores del conocimiento simplemente comenzaron a trabajar en forma remota y hacer pedidos a domicilio, sin que les faltara nada excepto oportunidades para socializar en persona. La nueva brecha entre quienes trabajan en forma remota y quienes están en el frente de batalla resaltó la brusca distinción de clases que muchos prefirieron ignorar durante tanto tiempo.
Más recientemente, el virus impulsó la búsqueda de alternativas a las megaciudades con altos costos de la era prepandemia. Para los trabajadores del conocimiento, la tecnología hace que el empleo remoto resulte atractivo y fácil, eliminando los desagradables viajes diarios y los gastos de la vida citadina. ¿Por qué no trabajar y vivir donde uno quiere?
Por supuesto, la repugnancia hacia las ciudades peligrosas y superpobladas no es nada nuevo. La pandemia más catastrófica de la que se tiene registro, la plaga bubónica a mediados del siglo XIV en Eurasia, produjo una huida similar. Leer las descripciones de Boccaccio sobre los jóvenes aristócratas florentinos autocomplacientes que huían hacia las colinas de Fiesole es vincular el pasado con el presente. En ese caso, la plaga dio lugar a cambios en el largo plazo e intensificó el conflicto de clases en Florencia cuando los trabajadores comunes se rebelaron frente a la elite urbana.
Pero el paralelismo más sorprendente en cuanto la caída actual de las megaciudades es el de Venecia. Mucho antes la crisis actual, los políticos italianos y europeos solían invocar a la ciudad que se hunde en la laguna como alegoría de la ausencia de reformas. Inmortalizada en la novela de Thomas Mann, Muerte en Venecia, la ciudad representa desde hace mucho tiempo un dilema universal. Después de su época más gloriosa a fines del siglo XVI sufrió una prolongada debacle debido a los cambios en las rutas comerciales, la nueva competencia de otras ciudades más pobres pero más dinámicas y su cercanía a la enfermedad.
Sin embargo, Venecia también podría ser un modelo para la megaciudad post-COVID. Como nos lo recuerdan los historiadores económicos modernos, la historia de esa ciudad no es solo cuestión de colapsos industriales y comerciales en el siglo XVII: la producción de los bienes venecianos más icónicos se trasladó al continente —a pueblos más pequeños como Treviso y Vicenza— lo que llevó a que la República Veneciana construyera una nueva relación política con sus territorios circundantes.
En la actualidad, los conflictos políticos preexistentes obstaculizaron la respuesta general a la pandemia. Por su propia naturaleza, las ciudades globales eran especialmente vulnerables al virus y, cuando las golpeó, sus líderes y las autoridades nacionales comenzaron a echarse culpas unos a otros. El alcalde de Londres, Sadiq Khan, atacó regularmente la desordenada estrategia de confinamientos del primer ministro británico Boris Johnson. El alcalde de Nueva York combate en dos frentes contra el gobernador de Nueva York y Trump, que usó la crisis de las ciudades estadounidenses para desviar la atención de sus propios errores de gestión. En el caso de Hong Kong, el virus proporcionó una excusa para que China afirmara su autoridad sobre el territorio con una nueva ley de seguridad de amplio alcance.
A menudo se cree que el renacimiento de la democracia verdadera es la mejor solución para los problemas asociados con la globalización tecnocrática, pero para que la democracia resulte atractiva, los gobiernos democráticos tendrán que ser más eficaces no solo para combatir el virus, sino también otras fuentes de malestar más profundas, como la pobreza y la falta de acceso a la vivienda. Sin una gestión competente, las megaciudades están destinadas a sufrir el mismo destino de las grandes ciudades del pasado. Londres y Nueva York podrían hundirse a su propio modo, pero esta vez no habría un renacimiento en el interior.
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Since Plato’s Republic 2,300 years ago, philosophers have understood the process by which demagogues come to power in free and fair elections, only to overthrow democracy and establish tyrannical rule. The process is straightforward, and we have now just watched it play out.
observes that philosophers since Plato have understood how tyrants come to power in free elections.
Despite being a criminal, a charlatan, and an aspiring dictator, Donald Trump has won not only the Electoral College, but also the popular vote – a feat he did not achieve in 2016 or 2020. A nihilistic voter base, profit-hungry business leaders, and craven Republican politicians are to blame.
points the finger at a nihilistic voter base, profit-hungry business leaders, and craven Republican politicians.
PRINCETON – ¿Mató la COVID-19 a la megaciudad? La pandemia ciertamente está cambiando la globalización, convirtiendo los centros de la economía mundial pre-2020 en epicentros de contagio y sembrando dudas sobre su futuro, pero la crisis también puso de relieve las vulnerabilidades que existen en las megaciudades y aceleró procesos que ya estaban en curso.
Para principios de este siglo, ciudades como Londres, Nueva York y Hong Kong se habían convertido en nodos centrales para el flujo mundial del dinero, las personas y las ideas. No eran solo centros financieros, sino metrópolis culturales, hervideros de creatividad que dependían de la riqueza y el auspicio de los banqueros. Los emprendedores e innovadores acudieron en manada, con la ilusión de reinventarse a sí mismos y al mundo.
Pero las megaciudades también necesitan una amplia gama de otros trabajadores con distintas habilidades, por eso los inmigrantes también llegaron en masa, en busca de fortuna o simplemente de nuevas oportunidades para sus hijos. Muchos soñaban con unirse a la elite creativa. En su momento, las prósperas ciudades globales se convirtieron en crisoles de razas.
Esto inevitablemente creó nuevas tensiones con el interior, quienes vivían en los suburbios o las áreas rurales empezaron a percibir la vida urbana como algo inalcanzable o indeseable. La movilización popular tras la brexit estuvo impulsada parcialmente por el resentimiento de esos votantes hacia una Londres cada vez más multicultural y rica cuyo éxito, sospechaban, se estaba logrando a costa de ellos. Incluso los profesionales de la clase media alta se quejaban porque no podían permitirse vivir en Londres.
De igual manera, los partidarios del presidente estadounidense Donald Trump en el sur, sudoeste y los estados centrales del país se definen en contraposición con lugares como San Francisco y la ciudad de Nueva York. «Que América vuelva a ser grande» implica derrocar a las elites costeras. Y, por supuesto, el choque de culturas entre Hong Kong y China continental desde 1997 ha resultado más que obvio, debido al principio de «un país, dos sistemas».
En todos los casos, los precios exorbitantes de las propiedades en las megaciudades enrarecieron el ambiente. Solo la elite global puede permitirse viviendas de alta calidad y los demás residentes quedan en condiciones de hacinamiento o fuera del núcleo de la ciudad. Los trabajadores con empleos efímeros o estacionales a menudo carecen de una verdadera vivienda y la creciente epidemia de los sin techo comenzó mucho antes de la pandemia. Muchos dependen del transporte público inadecuado o poco confiable para viajar largas distancias diariamente. Los alumnos universitarios y de escuelas secundarias no cuentan con alojamiento adecuado.
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Por el contrario, los trabajadores del conocimiento simplemente comenzaron a trabajar en forma remota y hacer pedidos a domicilio, sin que les faltara nada excepto oportunidades para socializar en persona. La nueva brecha entre quienes trabajan en forma remota y quienes están en el frente de batalla resaltó la brusca distinción de clases que muchos prefirieron ignorar durante tanto tiempo.
Más recientemente, el virus impulsó la búsqueda de alternativas a las megaciudades con altos costos de la era prepandemia. Para los trabajadores del conocimiento, la tecnología hace que el empleo remoto resulte atractivo y fácil, eliminando los desagradables viajes diarios y los gastos de la vida citadina. ¿Por qué no trabajar y vivir donde uno quiere?
Por supuesto, la repugnancia hacia las ciudades peligrosas y superpobladas no es nada nuevo. La pandemia más catastrófica de la que se tiene registro, la plaga bubónica a mediados del siglo XIV en Eurasia, produjo una huida similar. Leer las descripciones de Boccaccio sobre los jóvenes aristócratas florentinos autocomplacientes que huían hacia las colinas de Fiesole es vincular el pasado con el presente. En ese caso, la plaga dio lugar a cambios en el largo plazo e intensificó el conflicto de clases en Florencia cuando los trabajadores comunes se rebelaron frente a la elite urbana.
Pero el paralelismo más sorprendente en cuanto la caída actual de las megaciudades es el de Venecia. Mucho antes la crisis actual, los políticos italianos y europeos solían invocar a la ciudad que se hunde en la laguna como alegoría de la ausencia de reformas. Inmortalizada en la novela de Thomas Mann, Muerte en Venecia, la ciudad representa desde hace mucho tiempo un dilema universal. Después de su época más gloriosa a fines del siglo XVI sufrió una prolongada debacle debido a los cambios en las rutas comerciales, la nueva competencia de otras ciudades más pobres pero más dinámicas y su cercanía a la enfermedad.
Sin embargo, Venecia también podría ser un modelo para la megaciudad post-COVID. Como nos lo recuerdan los historiadores económicos modernos, la historia de esa ciudad no es solo cuestión de colapsos industriales y comerciales en el siglo XVII: la producción de los bienes venecianos más icónicos se trasladó al continente —a pueblos más pequeños como Treviso y Vicenza— lo que llevó a que la República Veneciana construyera una nueva relación política con sus territorios circundantes.
En la actualidad, los conflictos políticos preexistentes obstaculizaron la respuesta general a la pandemia. Por su propia naturaleza, las ciudades globales eran especialmente vulnerables al virus y, cuando las golpeó, sus líderes y las autoridades nacionales comenzaron a echarse culpas unos a otros. El alcalde de Londres, Sadiq Khan, atacó regularmente la desordenada estrategia de confinamientos del primer ministro británico Boris Johnson. El alcalde de Nueva York combate en dos frentes contra el gobernador de Nueva York y Trump, que usó la crisis de las ciudades estadounidenses para desviar la atención de sus propios errores de gestión. En el caso de Hong Kong, el virus proporcionó una excusa para que China afirmara su autoridad sobre el territorio con una nueva ley de seguridad de amplio alcance.
A menudo se cree que el renacimiento de la democracia verdadera es la mejor solución para los problemas asociados con la globalización tecnocrática, pero para que la democracia resulte atractiva, los gobiernos democráticos tendrán que ser más eficaces no solo para combatir el virus, sino también otras fuentes de malestar más profundas, como la pobreza y la falta de acceso a la vivienda. Sin una gestión competente, las megaciudades están destinadas a sufrir el mismo destino de las grandes ciudades del pasado. Londres y Nueva York podrían hundirse a su propio modo, pero esta vez no habría un renacimiento en el interior.
Traducción al español por www.Ant-Translation.com.