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La caída y el ascenso de la democracia norteamericana

BOSTON – No debería haber causado tanta sorpresa que los votantes estadounidenses se mostraran, en gran medida, impasibles ante las advertencias de los demócratas de que Donald Trump supone una grave amenaza para las instituciones norteamericanas. En una encuesta de Gallup de enero de 2024, solo el 28% de los estadounidenses (un mínimo histórico) dijo estar satisfecho con “la forma en que funciona la democracia norteamericana”.

La democracia en Estados Unidos lleva mucho tiempo prometiendo cuatro cosas: prosperidad compartida, voz para los ciudadanos, gobernanza basada en la experiencia y servicios públicos eficientes. Pero la democracia norteamericana -al igual que la de otros países ricos (e incluso de ingresos medios)- no ha logrado cumplir con estas aspiraciones.

No siempre fue así. Durante las tres décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, la democracia proporcionó los bienes, especialmente la prosperidad compartida. Los salarios reales (ajustados por inflación) aumentaron rápidamente para todos los grupos demográficos, y la desigualdad disminuyó. Pero esta tendencia llegó a su fin en algún momento a finales de los años 1970 y principios de los años 1980. Desde entonces, la desigualdad se ha disparado, y los salarios de los trabajadores sin título universitario apenas han aumentado. Aproximadamente la mitad de la población activa estadounidense ha visto cómo se disparaban los ingresos de la otra mitad.

Aunque los últimos diez años han sido algo mejores (el aumento de la desigualdad en casi 40 años parece haberse detenido en torno a 2015), el repunte de la inflación inducido por la pandemia pasó una factura muy elevada a las familias trabajadoras, especialmente en las ciudades. Es por eso que tantos estadounidenses señalaron la situación económica como su principal preocupación, por delante de la democracia.

Igual de importante era la creencia de que la democracia daría voz a todos los ciudadanos. Si algo no estaba bien, uno se lo podía hacer saber a los representantes elegidos. Aunque este principio nunca se cumplió del todo -muchas minorías siguieron privadas del derecho de voto durante gran parte de la historia de Estados Unidos-, la privación del derecho de voto se ha convertido en un problema aún más generalizado en las últimas cuatro décadas. Como dice la socióloga Arlie Russell Hochschild, muchos estadounidenses, especialmente los que no tenían título universitario y vivían en el Medio Oeste y en el sur, llegaron a sentirse como “extranjeros en su propia tierra”.

Peor aún, mientras esto ocurría, los demócratas pasaron de ser el partido de los trabajadores a convertirse en una coalición de empresarios tecnológicos, banqueros, profesionales y posgraduados que comparten muy pocas prioridades con la clase trabajadora. Es verdad, los medios de comunicación de derecha también atizaron el descontento de la clase trabajadora. Pero pudieron hacerlo porque los principales medios de comunicación y las élites intelectuales ignoraron las quejas económicas y culturales de una parte significativa de la población. Esta tendencia también se ha acelerado en los últimos cuatro años, en los que los segmentos de la población con mayor nivel educativo y el ecosistema mediático han insistido constantemente en cuestiones de identidad que han alienado aún más a muchos votantes.

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Si se tratara simplemente de un caso de tecnócratas y élites intelectuales que marcan la agenda, uno podría decir que al menos los expertos estaban haciendo su trabajo. Pero la promesa de una gobernanza impulsada por la experiencia suena vacía al menos desde la crisis financiera de 2008. Fueron los expertos quienes diseñaron el sistema financiero, supuestamente para el bien común, e hicieron enormes fortunas en Wall Street porque sabían cómo gestionar el riesgo. Sin embargo, esto no sólo resultó ser falso, sino que los políticos y los reguladores se apresuraron a rescatar a los culpables, sin hacer casi nada por los millones de estadounidenses que perdieron sus hogares y sus medios de vida.

La desconfianza que siente la población por los expertos no ha hecho más que crecer, especialmente durante la crisis del COVID-19, cuando cuestiones como los confinamientos y las vacunas se convirtieron en pruebas de fuego para la creencia en la ciencia. Los que discrepaban fueron debidamente silenciados en los principales medios de comunicación y empujados hacia medios alternativos con audiencias en rápido crecimiento.

Esto nos lleva a la promesa de los servicios públicos. El poeta británico John Betjeman escribió en una ocasión que “nuestra nación defiende la democracia y unos desagües adecuados”, pero la provisión de desagües fiables por parte de la democracia está cada vez más en duda. En cierto modo, el sistema es víctima de su propio éxito. A partir del siglo XIX, Estados Unidos y muchos países europeos promulgaron leyes para garantizar una selección meritocrática y limitar la corrupción en los servicios públicos, seguido de normativas para proteger a la población de los nuevos productos, desde automóviles a productos farmacéuticos.

Pero en tanto se han multiplicado las regulaciones y los procedimientos de seguridad, los servicios públicos se han vuelto menos eficientes. Por ejemplo, el gasto público por milla de autopista en Estados Unidos se triplicó con creces entre los años 1960 y 1980, debido a la adición de nuevas regulaciones y procedimientos de seguridad. Descensos similares en la productividad del sector de la construcción se han atribuido a las onerosas regulaciones en torno al uso de la tierra. No sólo han aumentado los costos, sino que los procedimientos concebidos para garantizar prácticas seguras, transparentes y adaptadas a los ciudadanos han provocado largas demoras en todo tipo de proyectos de infraestructura, así como el deterioro de la calidad de otros servicios, incluida la educación.

En resumen, los cuatro pilares de la promesa de la democracia parecen rotos para muchos norteamericanos. Pero esto no significa que los norteamericanos ahora prefieran un acuerdo político alternativo. Los norteamericanos todavía se enorgullecen de su país y reconocen su carácter democrático como una parte importante de su identidad.

La buena noticia es que la democracia puede reconstruirse y hacerse más robusta. El proceso debe empezar por poner el foco en la prosperidad compartida y la voz de los ciudadanos, lo que implica reducir el papel de las grandes fortunas en la política. De la misma manera, si bien la democracia no se puede separar de la experiencia tecnocrática, la experiencia sí puede estar menos politizada. Los expertos gubernamentales deberían provenir de un abanico más amplio de contextos sociales, y también ayudaría que se desplegaran más a nivel de los gobiernos locales.

Por supuesto, es probable que nada de esto ocurra en la administración entrante de Trump. Como una amenaza obvia a la democracia norteamericana, erosionará muchas normas institucionales críticas en los próximos cuatro años. La tarea de recrear la democracia, por ende, recae en las fuerzas de centroizquierda. Son ellas las que deben debilitar sus vínculos con las Grandes Empresas y las Grandes Tecnológicas y recuperar sus raíces de clase trabajadora. Si la victoria de Trump sirve de llamada de atención para los demócratas, puede que haya puesto en marcha, inadvertidamente, un rejuvenecimiento de la democracia norteamericana.

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