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¿Vuelve Estados Unidos al aislacionismo?

CAMBRIDGE – El primer debate entre los precandidatos del Partido Republicano para la elección presidencial del año entrante en los Estados Unidos reveló grandes divergencias en política exterior. Mientras el exvicepresidente Michael Pence y la exembajadora ante Naciones Unidas Nikki Haley defendieron el apoyo estadounidense a Ucrania en la guerra de agresión iniciada por Rusia, el gobernador de Florida Ron DeSantis y el empresario Vivek Ramaswamy expresaron dudas al respecto. El expresidente Donald Trump (favorito indiscutido) faltó al evento, pero también cuestionó el involucramiento de Estados Unidos en el conflicto.

Las encuestas muestran que el electorado republicano está tan dividido como los precandidatos. Eso hace temer que si en 2024 vence un republicano aislacionista, puede ser un punto de inflexión para el orden internacional dominado por Estados Unidos que se instituyó tras la Segunda Guerra Mundial.

Históricamente, la opinión pública estadounidense ha oscilado entre la extroversión y el repliegue. Tras ser testigo de las trágicas consecuencias del aislacionismo de los años treinta, el presidente Franklin D. Roosevelt inició el proceso que culminó con la creación de las instituciones de Bretton Woods en 1944 y Naciones Unidas en 1945. Luego, las decisiones de posguerra del presidente Harry Truman llevaron a la formación de alianzas permanentes y una presencia militar continua de los Estados Unidos en el extranjero. En 1948 Estados Unidos invirtió grandes sumas en la reconstrucción europea a través del Plan Marshall, en 1949 creó la OTAN, y en 1950 lideró la coalición de la ONU que combatió en Corea.

Estas acciones fueron parte de una estrategia realista para contener el poder soviético. Pero la contención se interpretó de diversas maneras, y más tarde en Estados Unidos hubo arduos y a menudo partidizados debates respecto de la intervención en países en desarrollo como Vietnam e Irak. Aun así, aunque el carácter ético del intervencionismo fuera puesto en duda, el valor de sostener un orden institucional liberal era mucho menos controvertido. Como observó cierta vez el teólogo estadounidense Reinhold Niebuhr, la «afortunada vaguedad» del internacionalismo liberal lo salvó de sucumbir a la rigidez ideológica.

Fue así que tras la Segunda Guerra Mundial, el orden internacional liberal gozó por largo tiempo de amplio apoyo en los círculos de la política exterior estadounidense. Pero en la elección presidencial de 2016, el argumento de Trump de que las alianzas e instituciones post‑1945 habían beneficiado a otros países en detrimento de Estados Unidos tuvo fuerte resonancia en muchos votantes. Es verdad que el atractivo populista de Trump no se basó solamente en atacar la política exterior estadounidense; también aprovechó el difundido malestar derivado de las disrupciones económicas causadas por la globalización y la Gran Recesión posterior a 2008, y explotó el surgimiento de cambios culturales divisivos en materia de raza, el papel de las mujeres y la identidad de género. Pero echando la culpa de los problemas económicos a «malos tratados comerciales con países como México y China y a los inmigrantes que compiten por los puestos de trabajo», Trump consiguió establecer un vínculo entre el resentimiento nativista y la política exterior de los Estados Unidos.

Claro que Trump no es el primero que aplicó esta fórmula. La reacción populista actual tuvo antecedentes en los años veinte y treinta. Durante las primeras dos décadas del siglo XX, llegaron a Estados Unidos más de 15 millones de inmigrantes, y eso sembró en muchos estadounidenses blancos el temor a quedar en minoría. A principios de la década de 1920, un resurgido Ku Klux Klan participó en la promoción de la Ley de Orígenes Nacionales con el objetivo de «evitar el sometimiento de la raza nórdica» y preservar el Estados Unidos anterior, más homogéneo. Del mismo modo, la victoria de Trump en 2016 fue reflejo, más que causa, de las profundas divisorias raciales, ideológicas y culturales que venían desarrollándose desde los sesenta.

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Mientras muchos analistas temen que un repliegue estadounidense pueda generar la clase de desorden internacional que cundió en los años treinta, los seguidores de Trump sostienen que la postura menos generosa y más firme de su gobierno aumentó la estabilidad en el extranjero y el apoyo interno. Sea como sea, la victoria de Trump supuso un claro abandono de la tradición liberal.

Algunos creen que la causa del ascenso de Trump fue que las élites liberales habían dejado de reflejar las preferencias subyacentes del pueblo estadounidense. Pero es una explicación simplista. Por supuesto que la opinión pública estadounidense tiene muchas variantes, y es común que a las élites la política exterior les interese más que a la población en general. Sin embargo, no es verdad que no sepamos cómo han variado los posicionamientos de la gente a lo largo del tiempo.

Desde 1974, el Chicago Council on Global Affairs ha preguntado a los estadounidenses si es mejor tener un papel global activo o mantenernos alejados de los asuntos internacionales. En ese período, más o menos un tercio de la población (en una postura que se remite a la tradición decimonónica) se ha mostrado sistemáticamente aislacionista. En 2014 el porcentaje llegó al 41%; pero contra lo que suele suponerse, en 2016 no se registró un gran aumento del aislacionismo de posguerra. Al momento de la elección, el 64% de los estadounidenses dijo ser partidario de un involucramiento activo en los asuntos internacionales, cifra que aumentó a 70% en 2018 (el nivel más alto registrado desde 2002).

Un aislacionismo pleno a la manera de los años treinta es sumamente improbable, pero muchos analistas temen que no dar apoyo a Ucrania pueda dar señales de un nuevo repliegue estadounidense y presagiar un grave debilitamiento del orden internacional. La invasión ordenada por el presidente ruso Vladímir Putin fue una violación flagrante de la Carta de la ONU. Si la ocupación rusa de territorio ucraniano se mantiene, el principio liberal de prohibir la modificación de fronteras por la fuerza quedará debilitado. Por eso, la solidaridad entre los países de la OTAN en la aplicación de sanciones y el suministro de equipamiento militar a Ucrania no es sólo cuestión de ética, sino también una decisión práctica y realista.

Lo que suceda en Ucrania tendrá serias implicaciones para el futuro de Europa y del mundo en general. A pesar de la alianza «ilimitada» que declararon Putin y el presidente chino Xi Jinping justo antes de la invasión, China se ha mostrado cautelosa, hasta el momento, en la oferta de apoyo material a Rusia. Es indudable que la dirigencia china está inquieta por la temeridad de Putin, y teme que la alianza esté siendo demasiado costosa para el poder blando chino. Pero si Putin se sale con la suya, tal vez China concluya que la temeridad reditúa (una enseñanza que al resto del mundo tampoco le ha pasado inadvertida).

Quienes sostienen que Estados Unidos no tiene intereses nacionales importantes que justifiquen el apoyo a Ucrania ignoran la historia. Su ingenuidad (o acaso mala fe) debería ser motivo suficiente para inhabilitarlos para la presidencia.

Traducción: Esteban Flamini

https://prosyn.org/0YoTKNdes