NUEVA YORK – El actual enfrentamiento entre Turquía y su otrora aliado Estados Unidos ha convertido la crisis cambiaria que aqueja al país en un problema político de primer orden. La cuestión inmediata es la negativa turca a liberar al pastor estadounidense Andrew Brunson, retenido bajo acusaciones de terrorismo, espionaje y subversión, por su presunta participación en el intento de golpe de julio de 2016 contra el presidente turco Recep Tayyip Erdoğan.
El gobierno estadounidense tiene razón en cuestionar la detención de Brunson, pero su reacción ha sido contraproducente. En particular, la imposición de aranceles adicionales a las importaciones de acero y aluminio de Turquía a Estados Unidos puede debilitar todavía más la confianza en la economía turca y dar inicio a una crisis más amplia que perjudicaría seriamente a la economía global. Además, los aranceles permiten a Erdoğan culpar a Estados Unidos por los problemas económicos de su país, en vez de asumir la incompetencia de su propio gobierno.
Todavía puede darse que el gobierno turco encuentre el modo de liberar a Brunson, y que el presidente estadounidense Donald Trump, ansioso de demostrar fidelidad a los evangélicos que forman una parte importante de su base de seguidores, anule los aranceles. Pero incluso si se resuelve la crisis inmediata, subsistirá la crisis estructural en la relación de Turquía con Estados Unidos (y con Occidente en general). Estamos presenciando la disolución gradual pero ininterrumpida de una relación que ya es una alianza sólo de nombre. Si bien el gobierno de Trump tuvo razón al confrontar a Turquía, no sólo eligió la respuesta equivocada, sino también la cuestión equivocada.
La relación entre Turquía y Occidente se basaba en dos principios que ya no son válidos. El primero es que Turquía es parte de Occidente, y como tal, una democracia liberal. Pero Turquía no es ni liberal ni democracia. Ha sido sometida en la práctica a un régimen unipartidista bajo el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), y el poder se concentró en manos de Erdoğan, que también es el líder del AKP.
Durante el gobierno de Erdoğan se han eliminado casi todos los controles y contrapesos del sistema político turco; el presidente controla los medios, la burocracia y los tribunales. El mismo golpe fallido que Erdoğan aduce como motivo para encarcelar a Brunson sirvió también como excusa para detener a miles de personas. A estas alturas es imposible imaginar que la Turquía de Erdoğan cumpla alguna vez los requisitos para ingresar a la UE.
El segundo principio subyacente a la condición “occidental” de Turquía es su alineamiento en política exterior. Hace poco Turquía compró a Estados Unidos más de cien aviones de combate avanzados F‑35. Pero en los últimos años, también apoyó a grupos yihadistas en Siria, se acercó a Irán y contrató la compra a Rusia de misiles tierra‑aire S‑400.
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Sobre todo, Turquía y Estados Unidos están en lados diferentes en el conflicto en Siria. Los kurdos sirios han sido estrechos aliados de Estados Unidos, pero el gobierno turco los considera terroristas, por sus lazos con grupos kurdos dentro de Turquía que a lo largo de la historia han buscado obtener la autonomía (o la independencia). En este contexto, no es aventurado imaginar un choque entre fuerzas estadounidenses y turcas.
Algunos dirán que el nivel actual de fricción entre Washington y Ankara no es nada nuevo; los dos países han tenido siempre sus diferencias. A los turcos no les gustó la decisión estadounidense de retirar los misiles de alcance medio desplegados en Turquía, como parte del acuerdo que puso fin a la crisis de los misiles cubanos en 1962. Los dos países también chocaron más de una vez en relación con la intervención y posterior ocupación turca del norte de Chipre en 1974, y por el apoyo de Estados Unidos a Grecia. Turquía se negó a dar a las fuerzas militares estadounidenses acceso a la base aérea de Incirlik durante la Guerra de Irak en 2003. Y el gobierno turco ha estado furioso estos últimos años por la negativa estadounidense de extraditar al teólogo Fethullah Gülen, radicado en Pensilvania, a quien Erdoğan considera el cerebro del intento de golpe en 2016.
Pero la situación actual es totalmente diferente. El aglutinante antisoviético que mantuvo unidos a ambos países durante la Guerra Fría ya no existe. Ahora hay un matrimonio sin amor, en el que las dos partes siguen viviendo bajo el mismo techo, aunque ya no hay ninguna conexión real entre ellas.
El problema es que el tratado de la OTAN no ofrece ningún mecanismo para el divorcio. Turquía puede retirarse de la alianza, pero no se la puede expulsar. En vista de esta realidad, Estados Unidos y la Unión Europea deben aplicar una estrategia bipartita.
En primer lugar, los gobiernos deben criticar la política turca cuando haya motivos para ello. Pero también deben reducir su dependencia del acceso a bases turcas como la de Incirlik, negar a Turquía el acceso a materiales militares avanzados como los F‑35, y reconsiderar la política de mantener armas nucleares en Turquía. Además, Estados Unidos no debe extraditar a Gülen a menos que Turquía demuestre su participación en el intento de golpe con pruebas que serían aceptadas en un tribunal estadounidense y cumplan las cláusulas del convenio de extradición de 1981. Y Estados Unidos no debe abandonar a los kurdos, dada su valiosa actuación en la lucha contra Estado Islámico (ISIS).
En segundo lugar, Estados Unidos y Europa deben esperar a que termine la era de Erdoğan, y entonces acercarse a la nueva dirigencia turca para proponer un gran acuerdo, por el que Occidente apoyará a Turquía a cambio de que esta se comprometa con la democracia liberal y con una política exterior centrada en combatir el terrorismo y oponer resistencia a Rusia.
Hace poco Erdoğan advirtió en el New York Times que la alianza turco‑estadounidense “puede estar en riesgo”, y que Turquía pronto empezará a buscar nuevos amigos y aliados, a menos que se reviertan el unilateralismo y la falta de respeto por parte de Estados Unidos. Pero de hecho, esa alianza ya estaba en riesgo (debido más que nada a acciones turcas), y Erdoğan ya había comenzado la búsqueda de amigos y aliados. Es hora de que Estados Unidos y Europa se adapten a esta realidad.
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Despite being a criminal, a charlatan, and an aspiring dictator, Donald Trump has won not only the Electoral College, but also the popular vote – a feat he did not achieve in 2016 or 2020. A nihilistic voter base, profit-hungry business leaders, and craven Republican politicians are to blame.
points the finger at a nihilistic voter base, profit-hungry business leaders, and craven Republican politicians.
Shell-shocked Europeans will be tempted to hunker down and hope that Donald Trump does not make good on his most extreme threats, like sweeping import tariffs and quitting NATO. But this would be a catastrophic mistake; Europeans must swallow their pride and try to capitalize on Trump’s craving for admiration.
outlines a strategy for EU leaders to win over the next US president and mitigate the threat he represents.
Anders Åslund
considers what the US presidential election will mean for Ukraine, says that only a humiliating loss in the war could threaten Vladimir Putin’s position, urges the EU to take additional steps to ensure a rapid and successful Ukrainian accession, and more.
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NUEVA YORK – El actual enfrentamiento entre Turquía y su otrora aliado Estados Unidos ha convertido la crisis cambiaria que aqueja al país en un problema político de primer orden. La cuestión inmediata es la negativa turca a liberar al pastor estadounidense Andrew Brunson, retenido bajo acusaciones de terrorismo, espionaje y subversión, por su presunta participación en el intento de golpe de julio de 2016 contra el presidente turco Recep Tayyip Erdoğan.
El gobierno estadounidense tiene razón en cuestionar la detención de Brunson, pero su reacción ha sido contraproducente. En particular, la imposición de aranceles adicionales a las importaciones de acero y aluminio de Turquía a Estados Unidos puede debilitar todavía más la confianza en la economía turca y dar inicio a una crisis más amplia que perjudicaría seriamente a la economía global. Además, los aranceles permiten a Erdoğan culpar a Estados Unidos por los problemas económicos de su país, en vez de asumir la incompetencia de su propio gobierno.
Todavía puede darse que el gobierno turco encuentre el modo de liberar a Brunson, y que el presidente estadounidense Donald Trump, ansioso de demostrar fidelidad a los evangélicos que forman una parte importante de su base de seguidores, anule los aranceles. Pero incluso si se resuelve la crisis inmediata, subsistirá la crisis estructural en la relación de Turquía con Estados Unidos (y con Occidente en general). Estamos presenciando la disolución gradual pero ininterrumpida de una relación que ya es una alianza sólo de nombre. Si bien el gobierno de Trump tuvo razón al confrontar a Turquía, no sólo eligió la respuesta equivocada, sino también la cuestión equivocada.
La relación entre Turquía y Occidente se basaba en dos principios que ya no son válidos. El primero es que Turquía es parte de Occidente, y como tal, una democracia liberal. Pero Turquía no es ni liberal ni democracia. Ha sido sometida en la práctica a un régimen unipartidista bajo el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), y el poder se concentró en manos de Erdoğan, que también es el líder del AKP.
Durante el gobierno de Erdoğan se han eliminado casi todos los controles y contrapesos del sistema político turco; el presidente controla los medios, la burocracia y los tribunales. El mismo golpe fallido que Erdoğan aduce como motivo para encarcelar a Brunson sirvió también como excusa para detener a miles de personas. A estas alturas es imposible imaginar que la Turquía de Erdoğan cumpla alguna vez los requisitos para ingresar a la UE.
El segundo principio subyacente a la condición “occidental” de Turquía es su alineamiento en política exterior. Hace poco Turquía compró a Estados Unidos más de cien aviones de combate avanzados F‑35. Pero en los últimos años, también apoyó a grupos yihadistas en Siria, se acercó a Irán y contrató la compra a Rusia de misiles tierra‑aire S‑400.
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Sobre todo, Turquía y Estados Unidos están en lados diferentes en el conflicto en Siria. Los kurdos sirios han sido estrechos aliados de Estados Unidos, pero el gobierno turco los considera terroristas, por sus lazos con grupos kurdos dentro de Turquía que a lo largo de la historia han buscado obtener la autonomía (o la independencia). En este contexto, no es aventurado imaginar un choque entre fuerzas estadounidenses y turcas.
Algunos dirán que el nivel actual de fricción entre Washington y Ankara no es nada nuevo; los dos países han tenido siempre sus diferencias. A los turcos no les gustó la decisión estadounidense de retirar los misiles de alcance medio desplegados en Turquía, como parte del acuerdo que puso fin a la crisis de los misiles cubanos en 1962. Los dos países también chocaron más de una vez en relación con la intervención y posterior ocupación turca del norte de Chipre en 1974, y por el apoyo de Estados Unidos a Grecia. Turquía se negó a dar a las fuerzas militares estadounidenses acceso a la base aérea de Incirlik durante la Guerra de Irak en 2003. Y el gobierno turco ha estado furioso estos últimos años por la negativa estadounidense de extraditar al teólogo Fethullah Gülen, radicado en Pensilvania, a quien Erdoğan considera el cerebro del intento de golpe en 2016.
Pero la situación actual es totalmente diferente. El aglutinante antisoviético que mantuvo unidos a ambos países durante la Guerra Fría ya no existe. Ahora hay un matrimonio sin amor, en el que las dos partes siguen viviendo bajo el mismo techo, aunque ya no hay ninguna conexión real entre ellas.
El problema es que el tratado de la OTAN no ofrece ningún mecanismo para el divorcio. Turquía puede retirarse de la alianza, pero no se la puede expulsar. En vista de esta realidad, Estados Unidos y la Unión Europea deben aplicar una estrategia bipartita.
En primer lugar, los gobiernos deben criticar la política turca cuando haya motivos para ello. Pero también deben reducir su dependencia del acceso a bases turcas como la de Incirlik, negar a Turquía el acceso a materiales militares avanzados como los F‑35, y reconsiderar la política de mantener armas nucleares en Turquía. Además, Estados Unidos no debe extraditar a Gülen a menos que Turquía demuestre su participación en el intento de golpe con pruebas que serían aceptadas en un tribunal estadounidense y cumplan las cláusulas del convenio de extradición de 1981. Y Estados Unidos no debe abandonar a los kurdos, dada su valiosa actuación en la lucha contra Estado Islámico (ISIS).
En segundo lugar, Estados Unidos y Europa deben esperar a que termine la era de Erdoğan, y entonces acercarse a la nueva dirigencia turca para proponer un gran acuerdo, por el que Occidente apoyará a Turquía a cambio de que esta se comprometa con la democracia liberal y con una política exterior centrada en combatir el terrorismo y oponer resistencia a Rusia.
Hace poco Erdoğan advirtió en el New York Times que la alianza turco‑estadounidense “puede estar en riesgo”, y que Turquía pronto empezará a buscar nuevos amigos y aliados, a menos que se reviertan el unilateralismo y la falta de respeto por parte de Estados Unidos. Pero de hecho, esa alianza ya estaba en riesgo (debido más que nada a acciones turcas), y Erdoğan ya había comenzado la búsqueda de amigos y aliados. Es hora de que Estados Unidos y Europa se adapten a esta realidad.
Traducción: Esteban Flamini