GINEBRA – Todos los años, 3,5 millones de madres y niños de menos de cinco años de edad mueren en países pobres, porque no tienen la alimentación que necesitan para luchar contra las enfermedades comunes. Tres cuartas partes de ellos podrían haber sobrevivido a la diarrea o al paludismo, si hubieran estado adecuadamente alimentados.
A los que logran sobrevivir les espera un futuro sombrío: todos los estudios muestran que los niños desnutridos en los dos primeros años de vida sufren problemas de salud y quedan rezagados en su desarrollo para el resto de su vida. La alimentación insuficiente entorpece su capacidad para aprender, trabajar y desarrollar sus talentos. Además del sufrimiento humano, los costos económicos de la malnutrición son enormes: según el Banco Mundial, los países en los que hay una mayor prevalencia de malnutrición pierden, por término medio, entre el 2 y el 3 por ciento de su PIB.
El problema no es la malnutrición grave y aguda, que afecta a la población de repente, por lo general a consecuencia de conflictos, sino cómo podemos señalar a la atención de la Unión Europea y de los países del G8 la malnutrición que los expertos llaman “hambre oculta”, que afecta a una de cada tres personas a escala mundial. La causa la alimentación no equilibrada o la carencia de las vitaminas y los minerales esenciales que permiten al cuerpo humano crecer y que mantienen sus funciones vitales.
Por ejemplo, datos recientes muestran que la consecuencia de una deficiencia incluso moderada de vitamina A es una mayor mortalidad. De hecho, podríamos evitar la muerte de al menos un millón de niños todos los años mejorando su ingesta de ella.
No sería difícil hacerlo. Los seres humanos han añadido las vitaminas y minerales esenciales a sus alimentos desde tiempo inmemorial; de hecho, desde el comienzo del siglo XX, la de fortalecer los alimentos ha sido una importante política gubernamental en los países desarrollados para reducir las deficiencias nutricionales y mejorar la salud pública. Todos los estudios científicos de esas intervenciones demuestran que la fortificación de los alimentos básicos da resultado.
Chile fomentó el enriquecimiento de la leche con hierro, gracias a lo cual se redujo en un 66 por ciento la anemia en los niños. Gracias a la fortificación de la harina de maíz con ácido fólico en Sudáfrica, uno de los proyectos apoyados por la Alianza Mundial para Mejorar la Nutrición (AMMN), se produjo una reducción del 40 por ciento en la espina bífida, deformación grave del tubo neural en los recién nacidos.
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Además, esas intervenciones esenciales cuestan poco y dan mucho: enriquecer el aceite de cocinar con vitamina A cuesta menos de 0,10 dólares por litro y la fortificación en general representa una relación coste-beneficio de al menos ocho a uno.
Lo que falta es la voluntad de actuar. En la AMMN estamos convencidos de que existe una necesidad urgente de luchar contra la malnutrición, si el mundo quiere alcanzar los objetivos de desarrollo del Milenio, que representan el compromiso por parte del mundo de reducir la pobreza y el hambre mundiales a la mitad en 2015. La lucha contra la malnutrición es el primer paso hacia la consecución de ese objetivo. La ciencia ha demostrado la eficacia en función de los costos de la fortificación de los alimentos y el sector privado, que tiene la capacidad para innovar y brindar productos a los pobres, dispone de las tecnologías y los conocimientos técnicos necesarios para ello.
Europa y el G8 deben actuar. No sólo necesitan conceder carácter prioritario a la política de lucha contra la malnutrición; además, deben invertir. La ecuación es muy clara: con 160 millones de euros para los programas de fortificación de alimentos se podría mejorar la salud de mil millones de personas. Para poner en perspectiva ese importe, basta con decir que los traslados periódicos de las instituciones de la UE entre Bruselas y Estrasburgo cuestan 200 millones de euros al año.
Si bien este último es un gasto históricamente comprensible, ha llegado el momento de que la UE y el G8 sigan opciones políticas diferentes que contribuyan a mantener vivos y sanos a 3,5 millones de madres y niños.
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At the end of a year of domestic and international upheaval, Project Syndicate commentators share their favorite books from the past 12 months. Covering a wide array of genres and disciplines, this year’s picks provide fresh perspectives on the defining challenges of our time and how to confront them.
ask Project Syndicate contributors to select the books that resonated with them the most over the past year.
GINEBRA – Todos los años, 3,5 millones de madres y niños de menos de cinco años de edad mueren en países pobres, porque no tienen la alimentación que necesitan para luchar contra las enfermedades comunes. Tres cuartas partes de ellos podrían haber sobrevivido a la diarrea o al paludismo, si hubieran estado adecuadamente alimentados.
A los que logran sobrevivir les espera un futuro sombrío: todos los estudios muestran que los niños desnutridos en los dos primeros años de vida sufren problemas de salud y quedan rezagados en su desarrollo para el resto de su vida. La alimentación insuficiente entorpece su capacidad para aprender, trabajar y desarrollar sus talentos. Además del sufrimiento humano, los costos económicos de la malnutrición son enormes: según el Banco Mundial, los países en los que hay una mayor prevalencia de malnutrición pierden, por término medio, entre el 2 y el 3 por ciento de su PIB.
El problema no es la malnutrición grave y aguda, que afecta a la población de repente, por lo general a consecuencia de conflictos, sino cómo podemos señalar a la atención de la Unión Europea y de los países del G8 la malnutrición que los expertos llaman “hambre oculta”, que afecta a una de cada tres personas a escala mundial. La causa la alimentación no equilibrada o la carencia de las vitaminas y los minerales esenciales que permiten al cuerpo humano crecer y que mantienen sus funciones vitales.
Por ejemplo, datos recientes muestran que la consecuencia de una deficiencia incluso moderada de vitamina A es una mayor mortalidad. De hecho, podríamos evitar la muerte de al menos un millón de niños todos los años mejorando su ingesta de ella.
No sería difícil hacerlo. Los seres humanos han añadido las vitaminas y minerales esenciales a sus alimentos desde tiempo inmemorial; de hecho, desde el comienzo del siglo XX, la de fortalecer los alimentos ha sido una importante política gubernamental en los países desarrollados para reducir las deficiencias nutricionales y mejorar la salud pública. Todos los estudios científicos de esas intervenciones demuestran que la fortificación de los alimentos básicos da resultado.
Chile fomentó el enriquecimiento de la leche con hierro, gracias a lo cual se redujo en un 66 por ciento la anemia en los niños. Gracias a la fortificación de la harina de maíz con ácido fólico en Sudáfrica, uno de los proyectos apoyados por la Alianza Mundial para Mejorar la Nutrición (AMMN), se produjo una reducción del 40 por ciento en la espina bífida, deformación grave del tubo neural en los recién nacidos.
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Lo que falta es la voluntad de actuar. En la AMMN estamos convencidos de que existe una necesidad urgente de luchar contra la malnutrición, si el mundo quiere alcanzar los objetivos de desarrollo del Milenio, que representan el compromiso por parte del mundo de reducir la pobreza y el hambre mundiales a la mitad en 2015. La lucha contra la malnutrición es el primer paso hacia la consecución de ese objetivo. La ciencia ha demostrado la eficacia en función de los costos de la fortificación de los alimentos y el sector privado, que tiene la capacidad para innovar y brindar productos a los pobres, dispone de las tecnologías y los conocimientos técnicos necesarios para ello.
Europa y el G8 deben actuar. No sólo necesitan conceder carácter prioritario a la política de lucha contra la malnutrición; además, deben invertir. La ecuación es muy clara: con 160 millones de euros para los programas de fortificación de alimentos se podría mejorar la salud de mil millones de personas. Para poner en perspectiva ese importe, basta con decir que los traslados periódicos de las instituciones de la UE entre Bruselas y Estrasburgo cuestan 200 millones de euros al año.
Si bien este último es un gasto históricamente comprensible, ha llegado el momento de que la UE y el G8 sigan opciones políticas diferentes que contribuyan a mantener vivos y sanos a 3,5 millones de madres y niños.