SAN FRANCISCO – Dos máximas nutricionales, aparentemente inofensivas, son la causa de todos los males dietéticos: Una caloría es una caloría y Somos lo que comemos. Esas dos ideas están ya tan arraigadas en la conciencia pública, que han llegado a ser prácticamente irrebatibles. A consecuencia de ello, la industria alimentaria, con la ayuda y la complicidad de científicos y políticos bien intencionados, ha afligido a la Humanidad con la plaga de la enfermedad metabólica crónica, que amenaza con arruinar la atención de salud a escala mundial.
Los Estados Unidos gastan actualmente 147.000 millones de dólares al año en atención de salud relacionada con la obesidad. Antes, se podría haber sostenido que se trataba de enfermedades de los países acomodados, pero las Naciones Unidas anunciaron el año pasado que las enfermedades metabólicas crónicas (incluidas la diabetes, la cardiopatía, el cáncer y la demencia) son una amenaza mayor para el mundo en desarrollo que las infecciosas, incluido el VIH.
Esas dos máximas nutricionales dan crédito a los corolarios interesados de la industria alimentaria: si una caloría es una caloría, cualquier alimento puede formar parte de una dieta equilibrada y, si somos lo que comemos, todo el mundo elige lo que come. Una vez más, los dos son engañosos.
Si de verdad nuestro peso es una responsabilidad personal, ¿cómo podemos explicar la obesidad infantil? De hecho, los EE.UU. tienen una epidemia de obesidad en niños de seis meses, que no hacen dieta ni ejercicio, y, a la inversa, hasta el 40 por ciento de las personas con peso normal tienen enfermedad metabólica crónica. Algo está sucediendo.
Pensemos en las siguientes dietas: la de Atkins (con grasa y sin hidratos de carbono); la japonesa tradicional (con hidratos de carbono y poca grasa) y la de Ornish (aún menos grasa e hidratos de carbono y mucha fibra). Las tres ayudan a mantener –y en algunos casos mejoran incluso– la salud metabólica, porque el hígado ha de hacerse cargo de una sola fuente de energía en cada caso.
Así es como están concebidos los cuerpos humanos para metabolizar los alimentos. Nuestros antepasados cazadores comían grasa, que era transportada hasta el hígado y descompuesta por la vía lipolítica a fin de entregar ácidos grasos a las mitocondrias (las estructuras subcelulares que queman los alimentos para producir energía). En los casos en que se hacía una gran matanza, todo exceso de ácidos grasos de la dieta se almacenaba en lipoproteínas de baja densidad y se transportaba afuera del hígado para que quedara almacenado en el tejido graso periférico. A consecuencia de ello, el hígado de nuestros antepasados permanecía sano.
Entretanto, nuestros antepasados recolectores comían hidratos de carbono (polímeros de glucosa), que eran transportados también hasta el hígado, por la vía glucolítica, y descompuestos para producir energía. Cualquier exceso de glucosa estimulaba el páncreas para que liberara insulina, la cual transportaba la glucosa al tejido graso periférico y también hacía que el hígado almacenara glucosa en forma de glucógeno (almidón del hígado). Así, pues, mantenían su hígado sano.
Y la naturaleza desempeñó su papel al proporcionar todos los alimentos naturales –bien con grasas bien con hídratos de carbono– como fuentes de energía, pero no los dos. Incluso los frutos grasos –cocos, aceitunas, aguacates– tienen pocos hidratos de carbono.
Nuestro metabolismo empezó a funcionar mal cuando los seres humanos empezaron a consumir grasas e hidratos de carbono en la misma comida. Las mitocondrias del hígado no pudieron afrontar la acometida de energía y no tuvieron otra opción que la de emplear una válvula de escape poco usada y denominada “lipogénesis de novo” (nueva fabricación de grasa) para convertir el substrato de exceso de energía en grasa hepática.
La grasa hepática estropea el funcionamiento del hígado. Es la causa fundamental del fenómeno conocido como “resistencia a la insulina” y el proceso principal que contribuye a la enfermedad metabólica crónica. Dicho de otro modo, ni las grasas ni los hidratos de carbono son problemáticos… hasta que se combinan. La industria alimentaria hace eso precisamente, al mezclar una mayor cantidad de los dos en la dieta occidental para obtener un sabor más apetitoso y un mayor período de conservación de sus productos, con lo que intensifica la resistencia a la insulina y la enfermedad metabólica crónica.
Pero hay una excepción a esta formulación: el azúcar. La sacarosa y el jarabe de maíz rico en fructosa están compuestos de una molécula de glucosa (no particularmente dulce) y una de fructosa (muy dulce). Mientras que la glucosa es metabolizada por la vía glicolítica, la fructosa es metabolizada por la vía lipolítica y no está regulada por la insulina. Así, cuando se ingiere un exceso de azúcar, las mitocondrias del hígado no tienen otra opción, ante semejante invasión, que la de fabricar grasa hepática. Actualmente, el 33 por ciento de los americanos tienen hígado graso, que causa la enfermedad metabólica crónica.
Antes de 1900, los americanos consumían menos de 30 gramos de azúcar al día, es decir, el seis por ciento, aproximadamente, del total de calorías. En 1977, eran 75 gramos al día y en 1994 hasta 110 gramos al día. Actualmente, los adolescentes ingieren 150 gramos al día por término medio (el 30 por ciento, más o menos, del total de calorías): se ha multiplicado por cinco en un siglo y por dos en una generación. En los cincuenta últimos años, el consumo de azúcar se ha duplicado también a escala mundial. Peor aún: aparte del placer efímero que proporciona, no hay ni un solo proceso bioquímico que requiera fructosa en la dieta; es un nutriente residual y resultante de la diferenciación evolutiva entre plantas y animales.
Así, pues, está claro que una caloría no es una caloría. Las grasas, los hidratos de carbono y la glucosa se metabolizan de forma diferente en el cuerpo. Además, somos lo que hacemos con lo que comemos. La combinación de grasas e hidratos de carbono exige demasiado al proceso metabólico y la adición de azúcar es particularmente atroz.
De hecho, si bien las empresas alimentarias desearían hacernos creer que el azúcar puede formar parte de una dieta equilibrada, el resultado es que han creado una dieta desequilibrada. De los 600.000 alimentos de que se dispone en los EE.UU., el 80 por ciento están adulterados con la adición de azúcar. No se puede considerar responsables a las personas por lo que se llevan a la boca, cuando sus opciones les vienen impuestas.
Y esto nos devuelve al asunto de los niños obesos. El contenido en fructosa de un refresco es de 5,3 por ciento. Naturalmente, muchos padres podrían negarse a dar refrescos a sus hijos, pero el contenido de fructosa en la leche maternizada es de 5,1 por ciento y del seis por ciento en el caso del zumo.
Tenemos un largo camino por delante para echar por tierra los dogmas nutricionales peligrosos. Hasta que lo logremos, avanzaremos poco en el intento de detener un desastre médico y económico inminente.
Traducido del inglés por Carlos Manzano.
SAN FRANCISCO – Dos máximas nutricionales, aparentemente inofensivas, son la causa de todos los males dietéticos: Una caloría es una caloría y Somos lo que comemos. Esas dos ideas están ya tan arraigadas en la conciencia pública, que han llegado a ser prácticamente irrebatibles. A consecuencia de ello, la industria alimentaria, con la ayuda y la complicidad de científicos y políticos bien intencionados, ha afligido a la Humanidad con la plaga de la enfermedad metabólica crónica, que amenaza con arruinar la atención de salud a escala mundial.
Los Estados Unidos gastan actualmente 147.000 millones de dólares al año en atención de salud relacionada con la obesidad. Antes, se podría haber sostenido que se trataba de enfermedades de los países acomodados, pero las Naciones Unidas anunciaron el año pasado que las enfermedades metabólicas crónicas (incluidas la diabetes, la cardiopatía, el cáncer y la demencia) son una amenaza mayor para el mundo en desarrollo que las infecciosas, incluido el VIH.
Esas dos máximas nutricionales dan crédito a los corolarios interesados de la industria alimentaria: si una caloría es una caloría, cualquier alimento puede formar parte de una dieta equilibrada y, si somos lo que comemos, todo el mundo elige lo que come. Una vez más, los dos son engañosos.
Si de verdad nuestro peso es una responsabilidad personal, ¿cómo podemos explicar la obesidad infantil? De hecho, los EE.UU. tienen una epidemia de obesidad en niños de seis meses, que no hacen dieta ni ejercicio, y, a la inversa, hasta el 40 por ciento de las personas con peso normal tienen enfermedad metabólica crónica. Algo está sucediendo.
Pensemos en las siguientes dietas: la de Atkins (con grasa y sin hidratos de carbono); la japonesa tradicional (con hidratos de carbono y poca grasa) y la de Ornish (aún menos grasa e hidratos de carbono y mucha fibra). Las tres ayudan a mantener –y en algunos casos mejoran incluso– la salud metabólica, porque el hígado ha de hacerse cargo de una sola fuente de energía en cada caso.
Así es como están concebidos los cuerpos humanos para metabolizar los alimentos. Nuestros antepasados cazadores comían grasa, que era transportada hasta el hígado y descompuesta por la vía lipolítica a fin de entregar ácidos grasos a las mitocondrias (las estructuras subcelulares que queman los alimentos para producir energía). En los casos en que se hacía una gran matanza, todo exceso de ácidos grasos de la dieta se almacenaba en lipoproteínas de baja densidad y se transportaba afuera del hígado para que quedara almacenado en el tejido graso periférico. A consecuencia de ello, el hígado de nuestros antepasados permanecía sano.
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Entretanto, nuestros antepasados recolectores comían hidratos de carbono (polímeros de glucosa), que eran transportados también hasta el hígado, por la vía glucolítica, y descompuestos para producir energía. Cualquier exceso de glucosa estimulaba el páncreas para que liberara insulina, la cual transportaba la glucosa al tejido graso periférico y también hacía que el hígado almacenara glucosa en forma de glucógeno (almidón del hígado). Así, pues, mantenían su hígado sano.
Y la naturaleza desempeñó su papel al proporcionar todos los alimentos naturales –bien con grasas bien con hídratos de carbono– como fuentes de energía, pero no los dos. Incluso los frutos grasos –cocos, aceitunas, aguacates– tienen pocos hidratos de carbono.
Nuestro metabolismo empezó a funcionar mal cuando los seres humanos empezaron a consumir grasas e hidratos de carbono en la misma comida. Las mitocondrias del hígado no pudieron afrontar la acometida de energía y no tuvieron otra opción que la de emplear una válvula de escape poco usada y denominada “lipogénesis de novo” (nueva fabricación de grasa) para convertir el substrato de exceso de energía en grasa hepática.
La grasa hepática estropea el funcionamiento del hígado. Es la causa fundamental del fenómeno conocido como “resistencia a la insulina” y el proceso principal que contribuye a la enfermedad metabólica crónica. Dicho de otro modo, ni las grasas ni los hidratos de carbono son problemáticos… hasta que se combinan. La industria alimentaria hace eso precisamente, al mezclar una mayor cantidad de los dos en la dieta occidental para obtener un sabor más apetitoso y un mayor período de conservación de sus productos, con lo que intensifica la resistencia a la insulina y la enfermedad metabólica crónica.
Pero hay una excepción a esta formulación: el azúcar. La sacarosa y el jarabe de maíz rico en fructosa están compuestos de una molécula de glucosa (no particularmente dulce) y una de fructosa (muy dulce). Mientras que la glucosa es metabolizada por la vía glicolítica, la fructosa es metabolizada por la vía lipolítica y no está regulada por la insulina. Así, cuando se ingiere un exceso de azúcar, las mitocondrias del hígado no tienen otra opción, ante semejante invasión, que la de fabricar grasa hepática. Actualmente, el 33 por ciento de los americanos tienen hígado graso, que causa la enfermedad metabólica crónica.
Antes de 1900, los americanos consumían menos de 30 gramos de azúcar al día, es decir, el seis por ciento, aproximadamente, del total de calorías. En 1977, eran 75 gramos al día y en 1994 hasta 110 gramos al día. Actualmente, los adolescentes ingieren 150 gramos al día por término medio (el 30 por ciento, más o menos, del total de calorías): se ha multiplicado por cinco en un siglo y por dos en una generación. En los cincuenta últimos años, el consumo de azúcar se ha duplicado también a escala mundial. Peor aún: aparte del placer efímero que proporciona, no hay ni un solo proceso bioquímico que requiera fructosa en la dieta; es un nutriente residual y resultante de la diferenciación evolutiva entre plantas y animales.
Así, pues, está claro que una caloría no es una caloría. Las grasas, los hidratos de carbono y la glucosa se metabolizan de forma diferente en el cuerpo. Además, somos lo que hacemos con lo que comemos. La combinación de grasas e hidratos de carbono exige demasiado al proceso metabólico y la adición de azúcar es particularmente atroz.
De hecho, si bien las empresas alimentarias desearían hacernos creer que el azúcar puede formar parte de una dieta equilibrada, el resultado es que han creado una dieta desequilibrada. De los 600.000 alimentos de que se dispone en los EE.UU., el 80 por ciento están adulterados con la adición de azúcar. No se puede considerar responsables a las personas por lo que se llevan a la boca, cuando sus opciones les vienen impuestas.
Y esto nos devuelve al asunto de los niños obesos. El contenido en fructosa de un refresco es de 5,3 por ciento. Naturalmente, muchos padres podrían negarse a dar refrescos a sus hijos, pero el contenido de fructosa en la leche maternizada es de 5,1 por ciento y del seis por ciento en el caso del zumo.
Tenemos un largo camino por delante para echar por tierra los dogmas nutricionales peligrosos. Hasta que lo logremos, avanzaremos poco en el intento de detener un desastre médico y económico inminente.
Traducido del inglés por Carlos Manzano.