Tres siglos después de que la Ilustración relacionó la libertad humana con el progreso de la ciencia y la tecnología, ambas se encuentran bajo un creciente ataque, a pesar de sus espectaculares triunfos. Los descubrimientos fundamentales acerca de la naturaleza expandieron nuestro poder creativo sobre la estructura y las transformaciones del mundo animado e inanimado. Los avances de la física y la química permitieron un extraordinario desarrollo de la electrónica y de los materiales, el cual redujo el tiempo y la distancia dramáticamente, resultando en una era de información que provee comunicaciones y transportes seguros y rápidos. Los avances de las ciencias y las tecnologías biológicas, entre tanto, incrementan nuestra habilidad para controlar las enfermedades y el envejecimiento, para acrecentar la producción alimenticia y para controlar la contaminación.
En pocas palabras, la investigación científica -y su implementación a través de nuevas tecnologías- hizo posible tener nuevas libertades, nuevos estilos de vida y nuevos medios de acción humana práctica. Pero cada vez escuchamos más que nuestra habilidad y disposición para manipular los procesos naturales son en sí mismas antinaturales, una acusación que refleja nuestra ambivalente relación con la naturaleza. Somos, como lo dijo el escritor francés Jean Bruller-Vercors,
animaux dénaturés
, o "animales desnaturalizados", que vivimos
en
la naturaleza pero simultáneamente somos capaces de observarla, investigarla y cuestionarla desde cierta distancia, concientes de nuestra "separación".
Esa ambivalencia genera una ansiedad difusa: hay ciertas cosas que no deberían ser tocadas, misterios básicos de la naturaleza a los que metemos mano bajo riesgo de desencadenar fuerzas incontrolables. El nacimiento de la electricidad y del poder automotivo fue acompañado por esa aprensión y se ha vuelto más fuerte conforme la ciencia penetra más profundamente en el mundo natural, descifrando los secretos del átomo y de nuestra construcción genética. Sin duda, el temor a nuestro propio increíble poder explica la atracción que tiene el ambientalismo, con su visión -sobre todo su variedad fundamentalista, cuasireligiosa, que ha dado por llamarse "ecología profunda"- de una Naturaleza intrínsecamente "pura" cuya armonía es supuestamente interrumpida
por el hombre.
Pero la naturaleza es por completo indiferente al hombre; no tiene ninguna postura moral y no contiene ningún código moral. La naturaleza sólo
es
. Mi campo de trabajo, la química, juega un papel primordial en cuanto a nuestra habilidad para actuar sobre los fenómenos naturales, para modificarlos y para inventar nuevas expresiones de ellos. Una substancia natural, sin embargo, no tiene razón alguna para ser menos tóxica que una sintética. De hecho, los compuestos sintéticos podrían ser más seguros que los naturales. Por ejemplo, la ingeniería genética ha eliminado el prión que causa la enfermedad de Creutzfeld-Jakob de la hormona natural de crecimiento humana, y ha permitido realizar transfusiones sanguíneas sin riesgo de infección con VIH.
Seamos claros: la ciencia es resultado de la evolución, la cual siguió un camino hacia un Ser -el hombre- que se ha vuelto progresivamente capaz de hacerse cargo de sí mismo y de sus alrededores. Nosotros humanos terminaremos inevitablemente controlando nuestra propia evolución y, puesto que nuestro poder emerge de la naturaleza, tarde o temprano utilizaremos esa capacidad adquirida, para bien o para mal. El hombre modificando al hombre (y el medio ambiente del hombre) está contenido en el hombre.
¿Qué pasa con la "santidad" de la vida? Nosotros los humanos adoptamos el axioma de que la vida es sagrada para poder preservar lo que permitió que ese axioma fuera formulado en un inicio: la conciencia y el pensamiento. Ninguna ley natural comanda que la vida se respete a sí misma y, en efecto, no lo hace; las especies vivas se alimentan unas de otras. El valor básico de que la vida es sagrada se funda sólo en nuestra habilidad para trascender y cuestionar nuestra propia constitución, incluso si este fundamento es necesariamente un producto de la vida.
Es, entonces, nuestro destino continuar con la búsqueda de conocimiento. También es nuestra obligación. No tenemos el derecho de decidir que hemos alcanzado un nivel suficiente de progreso científico, porque no podemos consultar a las generaciones futuras, y somos afortunados porque nuestros predecesores no pudieron consultarnos. La ciencia y la tecnología, después de todo, no son responsables por el comportamiento indiferente y despilfarrador que los ambientalistas condenan con todo derecho.
Al contrario, el espíritu científico ofrece la única esperanza que tenemos de desarrollar nuevos procesos y productos que minimicen los riesgos que enfrenta el progreso humano, mientras la tecnología transfiere la promesa de minimizar la dependencia de los países pobres de las industrias de uso intensivo de recursos naturales. Proveer un "atajo de desarrollo" que lleve directo a generadores eléctricos fotovoltáicos o nucleares, no a estaciones eléctricas de carbón; a materiales de alto desempeño, no molinos de hierro; y a redes de telefonía celular, no caros sistemas de líneas fijas, claramente nos beneficiaría a todos.
No existe el riesgo cero. El riesgo aparece con la vida. El riesgo cero es un mundo muerto. Entonces, el riesgo es inherente a cada decisión que tomamos. Intentar eliminar el riesgo declarando que ciertas áreas de investigación están más allá del límite sofocaría la libertad humana también. Debemos distinguir lo que es peligroso y lo que es meramente desagradable. Un vaso que está medio lleno para algunas personas, está medio vacío para otras; pero de la mitad medio llena se puede beber, mientras que con la mitad vacía ¡no se puede hacer mucho (excepto intentar llenarla)!
Por desgracia, no siempre es posible definir los riesgos con precisión y la ciencia por sí sola no puede proveer todas las respuestas. Las decisiones relacionadas con los usos de los descubrimientos científicos están típicamente basadas en criterios que no tienen nada en común con la ciencia. Una fábrica puede funcionar sin emitir gases desagradables que no son peligrosos, pero sólo si estamos preparados a pagar por ello.
Claro está, las opciones tecnológicas involucran más que sólo criterios económicos. Instalar una bomba de agua alimentada con energía solar en un país en desarrollo podría destruir una estructura social tradicional basada en el control del suministro de agua. De forma similar, la cohabitación sexual antes de la fertilización puede, de acuerdo a investigaciones recientes, generar una respuesta inmunológica en las mujeres que reduce marcadamente los riesgos de salud relacionados con el embarazo, como la hipertensión y la eclamsia convulsiva. Tales descubrimientos -así como el desarrollo de métodos contraceptivos efectivos y seguros- amenazan claramente algunas antiguas proscripciones religiosas.
La primera responsabilidad del científico se centra en buscar nuevo conocimiento, no en ninguna angosta visión de la sociedad. La ética y las reglas de justicia cambian y se tienen que adaptar, como lo han hecho desde que los ideales de la Ilustración empezaron a romper las barreras de la superstición, el obscurantismo y la demagogia que limitaban el reino de la libertad humana. La historia no puede reescribirse y debemos resistirnos al ansia irracional -ya sea que se origine en el abismo de nuestra ignorancia o en el espectro de nuestras crisis- de detenerla en su camino. Debemos andar la senda hacia el árbol del conocimiento si hemos de controlar nuestro destino.
Tres siglos después de que la Ilustración relacionó la libertad humana con el progreso de la ciencia y la tecnología, ambas se encuentran bajo un creciente ataque, a pesar de sus espectaculares triunfos. Los descubrimientos fundamentales acerca de la naturaleza expandieron nuestro poder creativo sobre la estructura y las transformaciones del mundo animado e inanimado. Los avances de la física y la química permitieron un extraordinario desarrollo de la electrónica y de los materiales, el cual redujo el tiempo y la distancia dramáticamente, resultando en una era de información que provee comunicaciones y transportes seguros y rápidos. Los avances de las ciencias y las tecnologías biológicas, entre tanto, incrementan nuestra habilidad para controlar las enfermedades y el envejecimiento, para acrecentar la producción alimenticia y para controlar la contaminación.
En pocas palabras, la investigación científica -y su implementación a través de nuevas tecnologías- hizo posible tener nuevas libertades, nuevos estilos de vida y nuevos medios de acción humana práctica. Pero cada vez escuchamos más que nuestra habilidad y disposición para manipular los procesos naturales son en sí mismas antinaturales, una acusación que refleja nuestra ambivalente relación con la naturaleza. Somos, como lo dijo el escritor francés Jean Bruller-Vercors, animaux dénaturés , o "animales desnaturalizados", que vivimos en la naturaleza pero simultáneamente somos capaces de observarla, investigarla y cuestionarla desde cierta distancia, concientes de nuestra "separación".
Esa ambivalencia genera una ansiedad difusa: hay ciertas cosas que no deberían ser tocadas, misterios básicos de la naturaleza a los que metemos mano bajo riesgo de desencadenar fuerzas incontrolables. El nacimiento de la electricidad y del poder automotivo fue acompañado por esa aprensión y se ha vuelto más fuerte conforme la ciencia penetra más profundamente en el mundo natural, descifrando los secretos del átomo y de nuestra construcción genética. Sin duda, el temor a nuestro propio increíble poder explica la atracción que tiene el ambientalismo, con su visión -sobre todo su variedad fundamentalista, cuasireligiosa, que ha dado por llamarse "ecología profunda"- de una Naturaleza intrínsecamente "pura" cuya armonía es supuestamente interrumpida por el hombre.
Pero la naturaleza es por completo indiferente al hombre; no tiene ninguna postura moral y no contiene ningún código moral. La naturaleza sólo es . Mi campo de trabajo, la química, juega un papel primordial en cuanto a nuestra habilidad para actuar sobre los fenómenos naturales, para modificarlos y para inventar nuevas expresiones de ellos. Una substancia natural, sin embargo, no tiene razón alguna para ser menos tóxica que una sintética. De hecho, los compuestos sintéticos podrían ser más seguros que los naturales. Por ejemplo, la ingeniería genética ha eliminado el prión que causa la enfermedad de Creutzfeld-Jakob de la hormona natural de crecimiento humana, y ha permitido realizar transfusiones sanguíneas sin riesgo de infección con VIH.
Seamos claros: la ciencia es resultado de la evolución, la cual siguió un camino hacia un Ser -el hombre- que se ha vuelto progresivamente capaz de hacerse cargo de sí mismo y de sus alrededores. Nosotros humanos terminaremos inevitablemente controlando nuestra propia evolución y, puesto que nuestro poder emerge de la naturaleza, tarde o temprano utilizaremos esa capacidad adquirida, para bien o para mal. El hombre modificando al hombre (y el medio ambiente del hombre) está contenido en el hombre.
¿Qué pasa con la "santidad" de la vida? Nosotros los humanos adoptamos el axioma de que la vida es sagrada para poder preservar lo que permitió que ese axioma fuera formulado en un inicio: la conciencia y el pensamiento. Ninguna ley natural comanda que la vida se respete a sí misma y, en efecto, no lo hace; las especies vivas se alimentan unas de otras. El valor básico de que la vida es sagrada se funda sólo en nuestra habilidad para trascender y cuestionar nuestra propia constitución, incluso si este fundamento es necesariamente un producto de la vida.
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Es, entonces, nuestro destino continuar con la búsqueda de conocimiento. También es nuestra obligación. No tenemos el derecho de decidir que hemos alcanzado un nivel suficiente de progreso científico, porque no podemos consultar a las generaciones futuras, y somos afortunados porque nuestros predecesores no pudieron consultarnos. La ciencia y la tecnología, después de todo, no son responsables por el comportamiento indiferente y despilfarrador que los ambientalistas condenan con todo derecho.
Al contrario, el espíritu científico ofrece la única esperanza que tenemos de desarrollar nuevos procesos y productos que minimicen los riesgos que enfrenta el progreso humano, mientras la tecnología transfiere la promesa de minimizar la dependencia de los países pobres de las industrias de uso intensivo de recursos naturales. Proveer un "atajo de desarrollo" que lleve directo a generadores eléctricos fotovoltáicos o nucleares, no a estaciones eléctricas de carbón; a materiales de alto desempeño, no molinos de hierro; y a redes de telefonía celular, no caros sistemas de líneas fijas, claramente nos beneficiaría a todos.
No existe el riesgo cero. El riesgo aparece con la vida. El riesgo cero es un mundo muerto. Entonces, el riesgo es inherente a cada decisión que tomamos. Intentar eliminar el riesgo declarando que ciertas áreas de investigación están más allá del límite sofocaría la libertad humana también. Debemos distinguir lo que es peligroso y lo que es meramente desagradable. Un vaso que está medio lleno para algunas personas, está medio vacío para otras; pero de la mitad medio llena se puede beber, mientras que con la mitad vacía ¡no se puede hacer mucho (excepto intentar llenarla)!
Por desgracia, no siempre es posible definir los riesgos con precisión y la ciencia por sí sola no puede proveer todas las respuestas. Las decisiones relacionadas con los usos de los descubrimientos científicos están típicamente basadas en criterios que no tienen nada en común con la ciencia. Una fábrica puede funcionar sin emitir gases desagradables que no son peligrosos, pero sólo si estamos preparados a pagar por ello.
Claro está, las opciones tecnológicas involucran más que sólo criterios económicos. Instalar una bomba de agua alimentada con energía solar en un país en desarrollo podría destruir una estructura social tradicional basada en el control del suministro de agua. De forma similar, la cohabitación sexual antes de la fertilización puede, de acuerdo a investigaciones recientes, generar una respuesta inmunológica en las mujeres que reduce marcadamente los riesgos de salud relacionados con el embarazo, como la hipertensión y la eclamsia convulsiva. Tales descubrimientos -así como el desarrollo de métodos contraceptivos efectivos y seguros- amenazan claramente algunas antiguas proscripciones religiosas.
La primera responsabilidad del científico se centra en buscar nuevo conocimiento, no en ninguna angosta visión de la sociedad. La ética y las reglas de justicia cambian y se tienen que adaptar, como lo han hecho desde que los ideales de la Ilustración empezaron a romper las barreras de la superstición, el obscurantismo y la demagogia que limitaban el reino de la libertad humana. La historia no puede reescribirse y debemos resistirnos al ansia irracional -ya sea que se origine en el abismo de nuestra ignorancia o en el espectro de nuestras crisis- de detenerla en su camino. Debemos andar la senda hacia el árbol del conocimiento si hemos de controlar nuestro destino.