MELBOURNE – Para mí, como para la mayoría de los australianos, las vacaciones de verano consistían en ir a la playa. Me crié nadando y jugando entre las olas y más adelante haciéndolo con una tabla corta, pero, no sé por qué, no llegué a aprender a mantenerme de pie en una tabla de surfing.
Al final, corregí esa omisión cuando tenía cincuenta y tantos años de edad: demasiado mayor para llegar a ser muy diestro, pero lo bastante joven para que el surfing me brindara un decenio de diversión y una sensación de logro. En este verano meridional, estoy de vuelta en Australia y en las olas de nuevo.
En la playa en la que he practicado el surfing hoy, me he enterado de una ceremonia que se había celebrado en ella al comienzo de esta temporada: la despedida a un surfista que había muerto a una edad muy avanzada. Sus compañeros de deporte se internaron en el océano y formaron un círculo, sentados en sus tablas, mientras se dispersaban sus cenizas sobre la superficie. Otros amigos y familiares lo contemplaron desde la playa y desde la cima de un acantilado. Me han contado que fue uno de los mejores surfistas de por allí, pero en una época en que no se podía ganar dinero con ese deporte.
¿Tuvo mala suerte –me pregunté– por haber nacido demasiado pronto para participar en el actual y lucrativo circuito profesional del surfing? ¿O tuvo la suerte de participar en un ambiente en el que, más que el estrellato, lo que predominaba era el disfrute con las olas?
No pretendo criticar aquí en general la corruptora influencia del dinero. Tener dinero brinda oportunidades que, si se aprovechan bien, pueden ser muy positivas. Los surfistas han creado organizaciones medioambientales como la Surfrider Foundation, que se preocupa en particular por los oceános, y SurfAid, que intenta difundir algunos de los beneficios del turismo surfista en los países en desarrollo para los miembros más pobres de su población local. Aun así, el espíritu de los primeros tiempos del surfing (piénsese en la armonía de las olas y la acción humana representada en la película Morning of the Earth, de 1971) contrasta marcadamente con el alboroto del circuito profesional actual.
Algunos deportes son inherentemente competitivos. Los aficionados al tenis pueden admirar un golpe de revés, pero ver el calentamiento de los jugadores en la pista no tardaría en resultar aburrido, si no siguiera un partido. Lo mismo es aplicable al fútbol. ¿Quién iría a ver a un grupo de personas dando patadas a una pelota por un campo, si no fuera para ganar o perder? Los jugadores de esos deportes no pueden exhibir toda la panoplia de sus aptitudes sin contar con un oponente competitivo.
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El surfing es diferente. Ofrece oportunidades de afrontar retos que requieren una diversidad de aptitudes, tanto físicas como mentales, pero los retos son intrínsecos a la actividad y no entrañan la derrota de un oponente. A ese respecto, el surfing está más próximo al senderismo, el montañismo o el esquí que al tenis o al fútbol: la experiencia estética de estar en un ambiente natural hermoso es una parte importante del atractivo de esa actividad; se puede sentir la satisfacción de un logro y se practica un ejercicio físico vigoroso sin la monotonía de correr por una cinta rodante o hacer largos en una piscina.
Para volver competitivo el surfing hay que idear formas de calibrar la actuación. La solución es la de juzgar determinadas aptitudes mostradas al cabalgar una ola. No hay nada malo en que los surfistas compitan para ver quién puede hacer las maniobras más difíciles sobre una ola, del mismo modo que no hay nada malo en ver quién puede dar el salto más difícil desde una plataforma de diez metros.
Pero, cuando volvemos competitivo el surfing, una actividad recreativa con la que millones de personas pueden disfrutar se transforma en un deporte para que lo contemplen los espectadores, la mayoría de ellos en una pantalla. Sería muy lamentable que el estrecho interés del deporte competitivo centrado en la obtención de tantos limitara nuestra apreciación de la belleza y la armonía que podemos experimentar cabalgando una ola sin hacer el mayor número de revueltas posible en el tiempo disponible.
Muchos de los mejores momentos de mi práctica del surfing tienen más que ver con la experiencia del esplendor y la potencia de las olas que con mi capacidad para cabalgarlas. En realidad, en el momento más mágico de mi práctica del surfing, no me encontraba sobre una ola. Iba avanzando, en Byron Bay, el punto más oriental de Australia, hacia donde rompían las olas. El sol brillaba, el mar estaba azul y yo era consciente de que el océano Pacífico se extendía por delante miles de millas, ininterrumpido por la tierra hasta llegar a la costa de Chile.
Un impulso de la energía engendrada en esa vasta extensión de agua se acercó a una línea de rocas y se alzó ante mí como una pared verde. Al comenzar a romperse la ola, un delfín saltó por encima de la espuma, con todo su cuerpo fuera dle agua.
Fue un momento sublime, pero no demasiado inhabitual. Como saben muchos de mis compañeros cabalgadores de olas, somos el único animal que juega al tenis o al fútbol, pero no el único que disfruta con el surfing.
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At the end of a year of domestic and international upheaval, Project Syndicate commentators share their favorite books from the past 12 months. Covering a wide array of genres and disciplines, this year’s picks provide fresh perspectives on the defining challenges of our time and how to confront them.
ask Project Syndicate contributors to select the books that resonated with them the most over the past year.
MELBOURNE – Para mí, como para la mayoría de los australianos, las vacaciones de verano consistían en ir a la playa. Me crié nadando y jugando entre las olas y más adelante haciéndolo con una tabla corta, pero, no sé por qué, no llegué a aprender a mantenerme de pie en una tabla de surfing.
Al final, corregí esa omisión cuando tenía cincuenta y tantos años de edad: demasiado mayor para llegar a ser muy diestro, pero lo bastante joven para que el surfing me brindara un decenio de diversión y una sensación de logro. En este verano meridional, estoy de vuelta en Australia y en las olas de nuevo.
En la playa en la que he practicado el surfing hoy, me he enterado de una ceremonia que se había celebrado en ella al comienzo de esta temporada: la despedida a un surfista que había muerto a una edad muy avanzada. Sus compañeros de deporte se internaron en el océano y formaron un círculo, sentados en sus tablas, mientras se dispersaban sus cenizas sobre la superficie. Otros amigos y familiares lo contemplaron desde la playa y desde la cima de un acantilado. Me han contado que fue uno de los mejores surfistas de por allí, pero en una época en que no se podía ganar dinero con ese deporte.
¿Tuvo mala suerte –me pregunté– por haber nacido demasiado pronto para participar en el actual y lucrativo circuito profesional del surfing? ¿O tuvo la suerte de participar en un ambiente en el que, más que el estrellato, lo que predominaba era el disfrute con las olas?
No pretendo criticar aquí en general la corruptora influencia del dinero. Tener dinero brinda oportunidades que, si se aprovechan bien, pueden ser muy positivas. Los surfistas han creado organizaciones medioambientales como la Surfrider Foundation, que se preocupa en particular por los oceános, y SurfAid, que intenta difundir algunos de los beneficios del turismo surfista en los países en desarrollo para los miembros más pobres de su población local. Aun así, el espíritu de los primeros tiempos del surfing (piénsese en la armonía de las olas y la acción humana representada en la película Morning of the Earth, de 1971) contrasta marcadamente con el alboroto del circuito profesional actual.
Algunos deportes son inherentemente competitivos. Los aficionados al tenis pueden admirar un golpe de revés, pero ver el calentamiento de los jugadores en la pista no tardaría en resultar aburrido, si no siguiera un partido. Lo mismo es aplicable al fútbol. ¿Quién iría a ver a un grupo de personas dando patadas a una pelota por un campo, si no fuera para ganar o perder? Los jugadores de esos deportes no pueden exhibir toda la panoplia de sus aptitudes sin contar con un oponente competitivo.
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El surfing es diferente. Ofrece oportunidades de afrontar retos que requieren una diversidad de aptitudes, tanto físicas como mentales, pero los retos son intrínsecos a la actividad y no entrañan la derrota de un oponente. A ese respecto, el surfing está más próximo al senderismo, el montañismo o el esquí que al tenis o al fútbol: la experiencia estética de estar en un ambiente natural hermoso es una parte importante del atractivo de esa actividad; se puede sentir la satisfacción de un logro y se practica un ejercicio físico vigoroso sin la monotonía de correr por una cinta rodante o hacer largos en una piscina.
Para volver competitivo el surfing hay que idear formas de calibrar la actuación. La solución es la de juzgar determinadas aptitudes mostradas al cabalgar una ola. No hay nada malo en que los surfistas compitan para ver quién puede hacer las maniobras más difíciles sobre una ola, del mismo modo que no hay nada malo en ver quién puede dar el salto más difícil desde una plataforma de diez metros.
Pero, cuando volvemos competitivo el surfing, una actividad recreativa con la que millones de personas pueden disfrutar se transforma en un deporte para que lo contemplen los espectadores, la mayoría de ellos en una pantalla. Sería muy lamentable que el estrecho interés del deporte competitivo centrado en la obtención de tantos limitara nuestra apreciación de la belleza y la armonía que podemos experimentar cabalgando una ola sin hacer el mayor número de revueltas posible en el tiempo disponible.
Muchos de los mejores momentos de mi práctica del surfing tienen más que ver con la experiencia del esplendor y la potencia de las olas que con mi capacidad para cabalgarlas. En realidad, en el momento más mágico de mi práctica del surfing, no me encontraba sobre una ola. Iba avanzando, en Byron Bay, el punto más oriental de Australia, hacia donde rompían las olas. El sol brillaba, el mar estaba azul y yo era consciente de que el océano Pacífico se extendía por delante miles de millas, ininterrumpido por la tierra hasta llegar a la costa de Chile.
Un impulso de la energía engendrada en esa vasta extensión de agua se acercó a una línea de rocas y se alzó ante mí como una pared verde. Al comenzar a romperse la ola, un delfín saltó por encima de la espuma, con todo su cuerpo fuera dle agua.
Fue un momento sublime, pero no demasiado inhabitual. Como saben muchos de mis compañeros cabalgadores de olas, somos el único animal que juega al tenis o al fútbol, pero no el único que disfruta con el surfing.
Traducido del inglés por Carlos Manzano.