Raúl Castro’s China Strategy

CIUDAD DE MÉXICO – La renuncia de Fidel Castro a dos de sus tres cargos, junto con el nombramiento de su hermano menor, Raúl, como sucesor marca el fin de una era... de algún modo. Raúl reemplazó a Fidel como Presidente de los Consejos de Ministros y del Estado, pero no como Primer secretario General del Partido Comunista Cubano. Y, en una escena digna de los años gloriosos del estalinismo, Raúl recibió el permiso unánime del "parlamento" cubano para consultar con Fidel acerca de todos los temas de importancia.

Mientras Fidel siga dando vueltas alrededor –escribiendo, reuniéndose con dignatarios extranjeros y manifestando su opinión en todo tipo de temas, desde el etanol a la campaña presidencial estadounidense- dos cosas seguirán claras. En primer lugar, Raúl apenas será capaz de iniciar las reformas modestas y estrictamente normativas y económicas con las que espera, con cierta ingenuidad, volver a poner comida en las mesas de los cubanos.

En segundo lugar, si bien el plan de sucesión creado por los Castro hace algunos años tiene la ventaja de dar estabilidad y predecibilidad, Raúl no podrá reemplazar la vieja guardia con líderes más jóvenes (su sucesor en las Fuerzas Armadas tiene 72 años y el vicepresidente tiene 77). Hacerlo daría a quien sea que escoja una ventaja cuando Raúl, que tiene 76 años, se jubile y él y Fidel no necesariamente estén de acuerdo en quién debería ser el próximo.

La estrategia de Raúl es seguir una solución similar a la de Vietnam o China: reformas económicas pro-mercado bajo un régimen comunista, sin avances en temas de democracia o derechos humanos. Para quienes en los Estados Unidos han llegado, con razón, a la conclusión de que el embargo que ya lleva medio siglo ha sido contraproducente, se trata de una respuesta intermedia atractiva que abre una oportunidad a la moderación: un día las reformas económicas producirán cambios políticos. Para los pragmáticos latinoamericanos, siempre temerosos de la quinta columna cubana, ofrece una manera de lograr la cuadratura del círculo: estimular el cambio en Cuba sin ir demasiado lejos. Y para algunos gobiernos europeos, se trata de un típico remedio no intervencionista que les permite poner el problema en el campo de los Estados Unidos.

Sin embargo, los caminos vietnamita o chino son inaceptables en América Latina, que ha avanzado enormemente en cuanto a transformaciones democráticas y respeto por los derechos humanos, en pos de un orden regional legal que vaya más allá de la soberanía nacional o el sacrosanto principio de la no intervención. Tras décadas de golpes de estado, dictaduras, tortura y desapariciones, hoy América Latina, que si bien no está del todo libre de estas plagas, ha creado una serie de recursos para precaverlas.

Aceptar una excepción en Cuba sería un enorme retroceso. ¿Qué disuadirá al próximo dictador y asesino centroamericano si se les da un pase libre a los cubanos? Invocar el pragmatismo para justificar la continuación de las violaciones a los derechos humanos en Cuba meramente porque las reformas económicas podrían evitar un éxodo masivo a México y Florida es una mala idea.

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México ha parecido estar particularmente tentado a volver a la complicidad que en el pasado tenía con Cuba. Parece, que en una próxima visita a La Habana, el ministro de relaciones exteriores mexicano no se reunirá con los disidentes locales, rompiendo los precedentes que existían desde 1993.

Hay sólidas razones para definir un calendario para el regreso de Cuba a la comunidad de países latinoamericanos en democracia, sin imponer que haya elecciones como condición previa. De hecho, unas elecciones libres y justas y el respeto pleno de los derechos humanos pueden fijarse al final del camino, si es que el camino se define con claridad.

Lo que sería inaceptable son los dos extremos: hacer de una transición inmediata a un régimen democrático una condición previa para la normalización de relaciones con Estados Unidos y reingresar a la comunidad latinoamericana, o eximir a Cuba de la obligación de adherir a principios y prácticas democráticas con el argumento de que, de alguna manera, es un país diferente.

En 1953, Fidel Castro, en el que es probablemente el discurso político mejor conocido de la historia política latinoamericana, proclamó ante un tribunal que la historia lo absolvería. De hecho, la historia lo juzgará a él y a su cerca de 50 años en el poder sólo cuando los resultados estén bien claros: cuando los logros iniciales en salud y educación y en el combate contra la desigualdad se evalúen según estándares internacionales y con la transparencia a la cual están sujetos los demás países de la región.

Sólo entonces sabremos si el trueque valió la pena, incluso si para muchos era inaceptable: auténtica justicia social y progreso a cambio de un régimen autoritario, ostracismo internacional y un desierto cultural.

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