MADRID – Nos encontramos en la antesala de un cambio fundamental, en un punto de no retorno; y es precisamente donde necesitamos estar. Es el momento de determinar, de manera decidida, qué camino vamos a seguir.
Aproximadamente dentro de un mes, en París, negociadores, representantes de la sociedad civil y jefes de Estado y gobierno tomarán la decisión más importante en la gobernanza del cambio climático en los últimos veintitrés años. La COP21 de París cuenta con un gran impulso y, al contrario que en la conferencia de Copenhague del 2009, las perspectivas son radicalmente distintas. Pero aún quedan decisiones críticas por tomar.
Esta reunión de los miembros de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (UNFCCC, por sus siglas en inglés) coincide con un cambio en la percepción que ciudadanos, empresas y gobiernos tienen del cambio climático. La narrativa es distinta; y el cambio climático ya se entiende plenamente como un fenómeno de naturaleza transversal.
Las discusiones ya no solo están centradas en los riesgos asociados al cambio climático. Hemos pasado a estudiar los beneficios económicos que supone la transición a una economía de bajas emisiones de carbono. Las ciudades del mundo, por ejemplo, seguirán creciendo exponencialmente, albergando al 60% de la población global en el 2030, y la forma que adopten será determinante para las emisiones y para los costes.
Un estudio sobre las ciudades de Atlanta y Barcelona lo demuestra: aun siendo similares en población, el área urbanizada de Atlanta es, aproximadamente, 12 veces mayor a la de Barcelona. Asimismo, las emisiones de carbono per cápita de la primera superan 6 veces las de la segunda. Por este motivo, y ante el crecimiento de nuevas ciudades en economías emergentes o en desarrollo, la planificación urbana es vital. Si se implementan modelos compactos y conectados – que combatan la urbanización dispersa y el uso excesivo de vehículos privados – las emisiones de carbono, el tráfico y la contaminación atmosférica descenderán. Además, los estudios demuestran que los modelos de ciudades más eficientes supondrán un descenso en la inversión en infraestructura urbana de más de 3 billones de dólares en los próximos 15 años.
Las revoluciones tecnológicas que serán imprescindibles para lograr el cambio necesario – como las energías renovables y los coches eléctricos o híbridos – son cada vez más accesibles y aplicables, aunque hace falta más investigación. Nuestro futuro debe ser y será diferente aunque, en el proceso de cambio, nos tropezaremos sin duda con intereses creados.
Un ejemplo de ello son los activos en combustibles fósiles, que constituyen un elemento fundamental de muchas carteras de inversión (incluyendo las de las compañías aseguradoras). Hace solo unas semanas, el gobernador del Banco de Inglaterra, Mark Carney, advirtió del enorme riesgo de inversión que supondría la depreciación de un gran número de activos relacionados con los combustibles fósiles, que dejarían de ser empleados en la transición hacia una economía baja en carbono. El cambio climático y las acciones necesarias para frenarlo tendrán, inevitablemente, un impacto en nuestra economía e inversiones futuras. Por eso, estos elementos deben estar más presentes en nuestros análisis.
Por otro lado, la opinión pública ha cambiado al comprobar, con mayor claridad, las consecuencias de la quema de combustibles fósiles. A nivel macro cabe destacar que la OMS ha elevado, recientemente, a siete millones su estimación del número de muertes prematuras ocasionadas al año por la contaminación atmosférica (que se produce, por ejemplo, por quemar carbón). A nivel micro, las mascarillas frecuentemente utilizadas en ciudades con altos niveles de contaminación, por ejemplo en China, son un signo visible de la necesidad del cambio.
El cambio climático, como todos sabemos, es un problema clásico de bienes públicos globales. Esto implica que los países, en busca de su propio interés, tenderán a aprovecharse gratuitamente de los esfuerzos que hagan otros para proveer el bien (lo que se conoce como “free riding”). Dicho de otra manera, los que no emprenden ninguna acción contra el cambio climático disfrutarán de los beneficios logrados por quienes sí han actuado. Además, el frustrante horizonte temporal que acompaña a la lucha contra el cambio climático la hace aún más compleja: los resultados logrados por las acciones emprendidas y los costes en que se incurran ahora, sólo podrán disfrutarse en un futuro lejano.
Pero la lógica está cambiando. En primer lugar, los cálculos empiezan a demostrar que también a nivel nacional tiene sentido implementar medidas que lleven a un futuro bajo en carbono. Además, los ciudadanos están movilizándose y piden acción a sus gobernantes, también en las economías emergentes. Así, muchos de esos gobiernos han decidido mostrar en el escenario internacional sus compromisos domésticos.
Durante los meses previos a la COP21 de París, 155 países han presentado sus planes (sus contribuciones previstas y determinadas a nivel nacional, o INDCs por sus siglas en inglés), describiendo las medidas contra el cambio climático que pretenden aplicar a partir del 2020. Los principales países emisores, que no podían o no querían comprometerse en el pasado, han dado un gran impulso al proceso. Fue muy significativo que China y Estados Unidos (el primero y el segundo mayor emisor del mundo, respectivamente) anunciaran de manera conjunta sus compromisos climáticos el año pasado. Algunos incluso lo han calificado como una “distensión climática” en la diplomacia internacional china.
Desde entonces se han presentado compromisos importantes: India, el tercer mayor emisor del mundo, se ha comprometido a que en el año 2030 la intensidad de sus emisiones se reduzca en un 33-35% en comparación con los niveles del 2005, y a obtener el 40% de la producción energética de combustibles no fósiles. Brasil, pretende reducir, para el año 2025, sus emisiones de gases de efecto invernadero en un 37% y para el 2030 en un 43%, con respecto a los niveles de 2005. La Unión Europea, por su parte, se ha comprometido a una reducción mínima de las emisiones en un 40%, en comparación a los niveles de 1990. Además, hace un mes, el presidente chino Xi Jinping anunció que en 2017 estará operativo un mercado nacional del carbono en su país.
El documento acordado en París será el primer tratado de una nueva era. Su estructura de gobernanza híbrida, que combina elementos top-down (principalmente en los mecanismos de seguimiento y verificación) y compromisos bottom-up (contenidos en las INDCs), es revolucionaria. Esta novedosa estructura propone una alentadora solución al bloqueo que a menudo caracteriza los mecanismos actuales de gobernanza multilateral. Hasta ahora, este nuevo modelo ha propiciado la participación por parte de los Estados y ha fomentado la transparencia, pues permite a la sociedad civil examinar las propuestas nacionales, publicadas en el portal de Naciones Unidas.
No obstante, aún queda definir un elemento crucial: cómo asegurar que los compromisos nacionales voluntarios resulten en una solución colectiva eficaz a este problema global. Los países que han presentado las INDCs representan casi el 90% de las emisiones globales. Sin embargo, los cálculos actuales indican que, si se implementan las INDCs actuales, el calentamiento global seguirá superando los dos grados Celsius, marcados como el límite para evitar las más desastrosas consecuencias del cambio climático. Por tanto, queda un trabajo importante por delante. Es vital que los negociadores trabajen en París para aumentar el nivel de ambición.
Hemos llegado a un punto de inflexión, de no retorno. Tenemos por delante un gran desafío: construir puentes entre los planes nacionales y las metas globales que nos lleven en la dirección correcta. Las decisiones que se alcancen en París serán fundamentales para la gobernanza global y para la población mundial.
MADRID – Nos encontramos en la antesala de un cambio fundamental, en un punto de no retorno; y es precisamente donde necesitamos estar. Es el momento de determinar, de manera decidida, qué camino vamos a seguir.
Aproximadamente dentro de un mes, en París, negociadores, representantes de la sociedad civil y jefes de Estado y gobierno tomarán la decisión más importante en la gobernanza del cambio climático en los últimos veintitrés años. La COP21 de París cuenta con un gran impulso y, al contrario que en la conferencia de Copenhague del 2009, las perspectivas son radicalmente distintas. Pero aún quedan decisiones críticas por tomar.
Esta reunión de los miembros de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (UNFCCC, por sus siglas en inglés) coincide con un cambio en la percepción que ciudadanos, empresas y gobiernos tienen del cambio climático. La narrativa es distinta; y el cambio climático ya se entiende plenamente como un fenómeno de naturaleza transversal.
Las discusiones ya no solo están centradas en los riesgos asociados al cambio climático. Hemos pasado a estudiar los beneficios económicos que supone la transición a una economía de bajas emisiones de carbono. Las ciudades del mundo, por ejemplo, seguirán creciendo exponencialmente, albergando al 60% de la población global en el 2030, y la forma que adopten será determinante para las emisiones y para los costes.
Un estudio sobre las ciudades de Atlanta y Barcelona lo demuestra: aun siendo similares en población, el área urbanizada de Atlanta es, aproximadamente, 12 veces mayor a la de Barcelona. Asimismo, las emisiones de carbono per cápita de la primera superan 6 veces las de la segunda. Por este motivo, y ante el crecimiento de nuevas ciudades en economías emergentes o en desarrollo, la planificación urbana es vital. Si se implementan modelos compactos y conectados – que combatan la urbanización dispersa y el uso excesivo de vehículos privados – las emisiones de carbono, el tráfico y la contaminación atmosférica descenderán. Además, los estudios demuestran que los modelos de ciudades más eficientes supondrán un descenso en la inversión en infraestructura urbana de más de 3 billones de dólares en los próximos 15 años.
Las revoluciones tecnológicas que serán imprescindibles para lograr el cambio necesario – como las energías renovables y los coches eléctricos o híbridos – son cada vez más accesibles y aplicables, aunque hace falta más investigación. Nuestro futuro debe ser y será diferente aunque, en el proceso de cambio, nos tropezaremos sin duda con intereses creados.
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Un ejemplo de ello son los activos en combustibles fósiles, que constituyen un elemento fundamental de muchas carteras de inversión (incluyendo las de las compañías aseguradoras). Hace solo unas semanas, el gobernador del Banco de Inglaterra, Mark Carney, advirtió del enorme riesgo de inversión que supondría la depreciación de un gran número de activos relacionados con los combustibles fósiles, que dejarían de ser empleados en la transición hacia una economía baja en carbono. El cambio climático y las acciones necesarias para frenarlo tendrán, inevitablemente, un impacto en nuestra economía e inversiones futuras. Por eso, estos elementos deben estar más presentes en nuestros análisis.
Por otro lado, la opinión pública ha cambiado al comprobar, con mayor claridad, las consecuencias de la quema de combustibles fósiles. A nivel macro cabe destacar que la OMS ha elevado, recientemente, a siete millones su estimación del número de muertes prematuras ocasionadas al año por la contaminación atmosférica (que se produce, por ejemplo, por quemar carbón). A nivel micro, las mascarillas frecuentemente utilizadas en ciudades con altos niveles de contaminación, por ejemplo en China, son un signo visible de la necesidad del cambio.
El cambio climático, como todos sabemos, es un problema clásico de bienes públicos globales. Esto implica que los países, en busca de su propio interés, tenderán a aprovecharse gratuitamente de los esfuerzos que hagan otros para proveer el bien (lo que se conoce como “free riding”). Dicho de otra manera, los que no emprenden ninguna acción contra el cambio climático disfrutarán de los beneficios logrados por quienes sí han actuado. Además, el frustrante horizonte temporal que acompaña a la lucha contra el cambio climático la hace aún más compleja: los resultados logrados por las acciones emprendidas y los costes en que se incurran ahora, sólo podrán disfrutarse en un futuro lejano.
Pero la lógica está cambiando. En primer lugar, los cálculos empiezan a demostrar que también a nivel nacional tiene sentido implementar medidas que lleven a un futuro bajo en carbono. Además, los ciudadanos están movilizándose y piden acción a sus gobernantes, también en las economías emergentes. Así, muchos de esos gobiernos han decidido mostrar en el escenario internacional sus compromisos domésticos.
Durante los meses previos a la COP21 de París, 155 países han presentado sus planes (sus contribuciones previstas y determinadas a nivel nacional, o INDCs por sus siglas en inglés), describiendo las medidas contra el cambio climático que pretenden aplicar a partir del 2020. Los principales países emisores, que no podían o no querían comprometerse en el pasado, han dado un gran impulso al proceso. Fue muy significativo que China y Estados Unidos (el primero y el segundo mayor emisor del mundo, respectivamente) anunciaran de manera conjunta sus compromisos climáticos el año pasado. Algunos incluso lo han calificado como una “distensión climática” en la diplomacia internacional china.
Desde entonces se han presentado compromisos importantes: India, el tercer mayor emisor del mundo, se ha comprometido a que en el año 2030 la intensidad de sus emisiones se reduzca en un 33-35% en comparación con los niveles del 2005, y a obtener el 40% de la producción energética de combustibles no fósiles. Brasil, pretende reducir, para el año 2025, sus emisiones de gases de efecto invernadero en un 37% y para el 2030 en un 43%, con respecto a los niveles de 2005. La Unión Europea, por su parte, se ha comprometido a una reducción mínima de las emisiones en un 40%, en comparación a los niveles de 1990. Además, hace un mes, el presidente chino Xi Jinping anunció que en 2017 estará operativo un mercado nacional del carbono en su país.
El documento acordado en París será el primer tratado de una nueva era. Su estructura de gobernanza híbrida, que combina elementos top-down (principalmente en los mecanismos de seguimiento y verificación) y compromisos bottom-up (contenidos en las INDCs), es revolucionaria. Esta novedosa estructura propone una alentadora solución al bloqueo que a menudo caracteriza los mecanismos actuales de gobernanza multilateral. Hasta ahora, este nuevo modelo ha propiciado la participación por parte de los Estados y ha fomentado la transparencia, pues permite a la sociedad civil examinar las propuestas nacionales, publicadas en el portal de Naciones Unidas.
No obstante, aún queda definir un elemento crucial: cómo asegurar que los compromisos nacionales voluntarios resulten en una solución colectiva eficaz a este problema global. Los países que han presentado las INDCs representan casi el 90% de las emisiones globales. Sin embargo, los cálculos actuales indican que, si se implementan las INDCs actuales, el calentamiento global seguirá superando los dos grados Celsius, marcados como el límite para evitar las más desastrosas consecuencias del cambio climático. Por tanto, queda un trabajo importante por delante. Es vital que los negociadores trabajen en París para aumentar el nivel de ambición.
Hemos llegado a un punto de inflexión, de no retorno. Tenemos por delante un gran desafío: construir puentes entre los planes nacionales y las metas globales que nos lleven en la dirección correcta. Las decisiones que se alcancen en París serán fundamentales para la gobernanza global y para la población mundial.