WASHINGTON, DC – Como ex presidenta a la Sociedad Estadounidense de Derecho Internacional, debería lamentar como un fracaso el reciente acuerdo de París sobre el cambio climático. Si se mira con un tratado tradicional, le falta mucho camino por recorrer. Sin embargo, esas mismas insuficiencias son sus mayores fortalezas como modelo de gobernanza global eficaz en el siglo veintiuno.
La regla de oro del derecho internacional es el tratado, un documento vinculante que pueda ser ejercido por cortes y tribunales de arbitraje. Son acuerdos que van más allá de las expresiones de interés: comprenden normas codificables y aplicables, además de sanciones por su incumplimiento. De hecho, tienen que ser ratificados por los parlamentos nacionales para convertirse en leyes nacionales.
El acuerdo de París no es ninguna de estas cosas. Para efectos legales, en Estados Unidos es un acuerdo ejecutivo que resulta vinculante sólo para la administración del Presidente Obama. Un acuerdo ejecutivo-legislativo tendría el mismo efecto que un tratado, con la excepción de que éste debe ser ratificado primero por dos tercios del Senado, mientras que el primero debe ser adoptado por el senado y la Cámara bajo las mismas normas que se aplican a todas las leyes nacionales. Si una administración firma un acuerdo ejecutivo, no es necesariamente vinculante sobre su sucesora, pero tendría que ser repudiarse explícitamente para no seguirse.
Más aún, a diferencia de un tratado internacional tradicional, las obligaciones del acuerdo de París no son fijas. El objetivo de negociar cuidadosamente los acuerdos internacionales es que una vez se convierten en ley ya no se pueden modificar si no es a través de procesos de enmienda formalmente acordados. Esa permanencia les confiere autoridad. Sin embargo, los 195 signatarios del acuerdo de París crearon un sistema no vinculante para elevar sus obligaciones individuales cada cinco años. En otras palabras, se motiva (pero no obliga) a las partes a presentar versiones con cifras cada vez más exigentes de sus llamadas Contribuciones previstas y determinadas a nivel nacional (INDC, por sus siglas en inglés), basándose en sus propios criterios.
El acuerdo de París también deja atrás la idea de “conformidad” como criterio de legalidad o ilegalidad. Históricamente, la tarea de los abogados y tribunales internacionales ha sido determinar si el firmante de un acuerdo internacional cumple o no sus obligaciones. Básicamente, el acuerdo de París sustituye conformidad por transparencia, creando un “marco de transparencia mejorado” para “ir desarrollando confianza mutua y promover una implementación efectiva”.
Uno de los artículos subsiguientes del acuerdo crea un mecanismo de conformidad, pero especifica que se “basará en expertos”, es decir, equipos de evaluación formados por científicos del clima y expertos en políticas, así como abogados. Además, tendrá un carácter “facilitador”, que funcionará de manera “transparente, no confrontacional y no punitiva”. Suena más a un grupo asesor que a un comité disciplinario.
En resumen, según las normas legales internacionales estándar, el acuerdo de París es en esencia una declaración de buenas intenciones que fija objetivos aspiracionales de limitar la temperatura global a 2º Celsius (o, idealmente, 1,5ºC) por sobre los niveles preindustriales. Está lo más lejos posible del Tratado de Viena, el Tratado de Versalles o incluso los tratados que prohíben las minas terrestres y crean el Tribunal Penal Internacional. Precisamente por eso tiene buenas posibilidades de funcionar.
Para comenzar, enfrentar un problema tan complejo y tornadizo como el cambio climático sería imposible con compromisos vinculantes y permanentes. Para cuando se firmara (y si se lograra llegar a ese punto), habrían cambiado la escala y características del problema, para no hablar de las tecnologías que se pudieran usar para abordarlo. El tipo de nueva gobernanza del que es ejemplo el acuerdo de París, que reemplaza reglas fijas por procesos en desarrollo, se ajusta mucho mejor a los tipos de problemas que el mundo enfrenta hoy en día.
De manera similar, en un mundo compuesto por 195 países diversos (desde los desesperadamente pobres o asolados por conflictos a los altamente desarrollados), las obligaciones verticalistas nunca pueden funcionar si son demasiado uniformes. Es mucho más promisorio hacer uso de INDS que funcionen de abajo hacia arriba y requieran que los ciudadanos y gobiernos de cada país individual se reúnan para determinar lo que razonablemente pueden lograr.
Pero quizás el cambio más importante que implica el acuerdo de París haya sido pasar de una coerción selectiva a una competencia con respaldo colectivo. En lugar de llevarse a juicio entre sí por no cumplir con una obligación colectiva, los países intentarán superarse unos a los otros en sus esfuerzos por abordar un problema que les afecta por igual. El mecanismo de transparencia sustenta este cambio al permitir que periodistas, activistas, científicos, ciudadanos preocupados y empresas amigables con el medio ambiente participen en debates, den a conocer sus éxitos y fracasos, pidan ayuda y consejo, y ofrezcan apoyo a aquellos países que se vayan quedando atrás.
Esto subraya la característica crucial y final del modelo de gobernanza global del que es ejemplo el acuerdo de París: el trato alcanzado a principios de mes, al igual que la Conferencia de los Partidos, no vale sólo para los gobiernos. Si bien los llama a seguir canalizando fondos públicos a través del Fondo Ecológico para el Clima, también las personas y entidades juegan un papel importante.
Por ejemplo, Bill Gates hizo noticia mundial cuando anunció un fondo de $2 mil millones para invertir en energías limpias a través de la Breakthrough Energy Coalition, que agrupa a 26 filántropos globales y la Universidad de California. La BEC representa un nuevo tipo de colaboración entre los sectores público y privado, en que los inversionistas que cooperan con los gobiernos de cerca de 20 países (entre los que se cuentan China, India y Estados Unidos) abarcan cerca de un 80% de la inversión global en energías limpias, comprometiéndose ya a duplicar sus inversiones.
Los negociadores de París reconocieron que para dar respuesta al cambio climático es necesaria la participación de las empresas, las iniciativas filantrópicas, la sociedad civil, el mundo académico y los ciudadanos comunes y corrientes. También a nivel de gobierno se puede apreciar este cambio: a menudo las autoridades municipales superan a sus contrapartes nacionales a través de vehículos como el C-40, una “red de megaciudades mundiales comprometidas con la respuesta al cambio climático”.
El acuerdo de París es un amplio y creciente conjunto de compromisos nacionales planteados por una gran variedad de partidos y actores. No es una ley, sino un valiente paso hacia la solución de un problema público a escala global. Y es el único enfoque con opciones realistas de funcionar.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen
WASHINGTON, DC – Como ex presidenta a la Sociedad Estadounidense de Derecho Internacional, debería lamentar como un fracaso el reciente acuerdo de París sobre el cambio climático. Si se mira con un tratado tradicional, le falta mucho camino por recorrer. Sin embargo, esas mismas insuficiencias son sus mayores fortalezas como modelo de gobernanza global eficaz en el siglo veintiuno.
La regla de oro del derecho internacional es el tratado, un documento vinculante que pueda ser ejercido por cortes y tribunales de arbitraje. Son acuerdos que van más allá de las expresiones de interés: comprenden normas codificables y aplicables, además de sanciones por su incumplimiento. De hecho, tienen que ser ratificados por los parlamentos nacionales para convertirse en leyes nacionales.
El acuerdo de París no es ninguna de estas cosas. Para efectos legales, en Estados Unidos es un acuerdo ejecutivo que resulta vinculante sólo para la administración del Presidente Obama. Un acuerdo ejecutivo-legislativo tendría el mismo efecto que un tratado, con la excepción de que éste debe ser ratificado primero por dos tercios del Senado, mientras que el primero debe ser adoptado por el senado y la Cámara bajo las mismas normas que se aplican a todas las leyes nacionales. Si una administración firma un acuerdo ejecutivo, no es necesariamente vinculante sobre su sucesora, pero tendría que ser repudiarse explícitamente para no seguirse.
Más aún, a diferencia de un tratado internacional tradicional, las obligaciones del acuerdo de París no son fijas. El objetivo de negociar cuidadosamente los acuerdos internacionales es que una vez se convierten en ley ya no se pueden modificar si no es a través de procesos de enmienda formalmente acordados. Esa permanencia les confiere autoridad. Sin embargo, los 195 signatarios del acuerdo de París crearon un sistema no vinculante para elevar sus obligaciones individuales cada cinco años. En otras palabras, se motiva (pero no obliga) a las partes a presentar versiones con cifras cada vez más exigentes de sus llamadas Contribuciones previstas y determinadas a nivel nacional (INDC, por sus siglas en inglés), basándose en sus propios criterios.
El acuerdo de París también deja atrás la idea de “conformidad” como criterio de legalidad o ilegalidad. Históricamente, la tarea de los abogados y tribunales internacionales ha sido determinar si el firmante de un acuerdo internacional cumple o no sus obligaciones. Básicamente, el acuerdo de París sustituye conformidad por transparencia, creando un “marco de transparencia mejorado” para “ir desarrollando confianza mutua y promover una implementación efectiva”.
Uno de los artículos subsiguientes del acuerdo crea un mecanismo de conformidad, pero especifica que se “basará en expertos”, es decir, equipos de evaluación formados por científicos del clima y expertos en políticas, así como abogados. Además, tendrá un carácter “facilitador”, que funcionará de manera “transparente, no confrontacional y no punitiva”. Suena más a un grupo asesor que a un comité disciplinario.
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En resumen, según las normas legales internacionales estándar, el acuerdo de París es en esencia una declaración de buenas intenciones que fija objetivos aspiracionales de limitar la temperatura global a 2º Celsius (o, idealmente, 1,5ºC) por sobre los niveles preindustriales. Está lo más lejos posible del Tratado de Viena, el Tratado de Versalles o incluso los tratados que prohíben las minas terrestres y crean el Tribunal Penal Internacional. Precisamente por eso tiene buenas posibilidades de funcionar.
Para comenzar, enfrentar un problema tan complejo y tornadizo como el cambio climático sería imposible con compromisos vinculantes y permanentes. Para cuando se firmara (y si se lograra llegar a ese punto), habrían cambiado la escala y características del problema, para no hablar de las tecnologías que se pudieran usar para abordarlo. El tipo de nueva gobernanza del que es ejemplo el acuerdo de París, que reemplaza reglas fijas por procesos en desarrollo, se ajusta mucho mejor a los tipos de problemas que el mundo enfrenta hoy en día.
De manera similar, en un mundo compuesto por 195 países diversos (desde los desesperadamente pobres o asolados por conflictos a los altamente desarrollados), las obligaciones verticalistas nunca pueden funcionar si son demasiado uniformes. Es mucho más promisorio hacer uso de INDS que funcionen de abajo hacia arriba y requieran que los ciudadanos y gobiernos de cada país individual se reúnan para determinar lo que razonablemente pueden lograr.
Pero quizás el cambio más importante que implica el acuerdo de París haya sido pasar de una coerción selectiva a una competencia con respaldo colectivo. En lugar de llevarse a juicio entre sí por no cumplir con una obligación colectiva, los países intentarán superarse unos a los otros en sus esfuerzos por abordar un problema que les afecta por igual. El mecanismo de transparencia sustenta este cambio al permitir que periodistas, activistas, científicos, ciudadanos preocupados y empresas amigables con el medio ambiente participen en debates, den a conocer sus éxitos y fracasos, pidan ayuda y consejo, y ofrezcan apoyo a aquellos países que se vayan quedando atrás.
Esto subraya la característica crucial y final del modelo de gobernanza global del que es ejemplo el acuerdo de París: el trato alcanzado a principios de mes, al igual que la Conferencia de los Partidos, no vale sólo para los gobiernos. Si bien los llama a seguir canalizando fondos públicos a través del Fondo Ecológico para el Clima, también las personas y entidades juegan un papel importante.
Por ejemplo, Bill Gates hizo noticia mundial cuando anunció un fondo de $2 mil millones para invertir en energías limpias a través de la Breakthrough Energy Coalition, que agrupa a 26 filántropos globales y la Universidad de California. La BEC representa un nuevo tipo de colaboración entre los sectores público y privado, en que los inversionistas que cooperan con los gobiernos de cerca de 20 países (entre los que se cuentan China, India y Estados Unidos) abarcan cerca de un 80% de la inversión global en energías limpias, comprometiéndose ya a duplicar sus inversiones.
Los negociadores de París reconocieron que para dar respuesta al cambio climático es necesaria la participación de las empresas, las iniciativas filantrópicas, la sociedad civil, el mundo académico y los ciudadanos comunes y corrientes. También a nivel de gobierno se puede apreciar este cambio: a menudo las autoridades municipales superan a sus contrapartes nacionales a través de vehículos como el C-40, una “red de megaciudades mundiales comprometidas con la respuesta al cambio climático”.
El acuerdo de París es un amplio y creciente conjunto de compromisos nacionales planteados por una gran variedad de partidos y actores. No es una ley, sino un valiente paso hacia la solución de un problema público a escala global. Y es el único enfoque con opciones realistas de funcionar.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen