NUEVA YORK – Al final de este siglo, diez mil millones de personas habitarán nuestro planeta y de ellos 8.500 vivirán en ciudades. Podría ser un asunto propio de pesadillas, pero, con las suficientes voluntad, visión y creatividad políticas –junto con algunos sencillos y prácticos cambios normativos– podríamos crear ciudades de sueño.
Para que el crecimiento mundial sea sostenible y equitativo, debemos modificar el equilibrio entre la urbanización rápìda y el incesante consumo de recursos que entraña. Ése es un objetivo principal de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Desarrollo Sostenible, que ha advertido sobre las presiones sin precedentes que el desarrollo económico impondrá en los próximos decenios a las infraestructuras (en particular el transporte), la vivienda, la eliminación de desechos (en particular, de las substancias peligrosas) y los abastecimientos energéticos.
La batalla para mantener las ciudades del mundo –y, por tanto, la economía mundial– dinámicas y sostenibles se puede ganar creando formas innovadoras de consumir nuestros limitados recursos, sin disminuirlos ni degradar los delicados sistemas ecológicos de los que dependen. Para lograrlo, el mundo debe afrontar seis imperativos amplios.
En primer lugar, debemos cambiar nuestra forma de proyectar las ciudades. La sostenibilidad debe ser fundamental para toda la planificación urbana, en particular en las ciudades costeras, que pronto afrontarán los asoladores efectos del cambio climático. Las ciudades más densas utilizan el terreno más eficientemente, reducen la necesidad de coches privados y aumentan la calidad de vida reservando espacio para parques y para la naturaleza. Asimismo, unos sistemas integrados de transporte colectivo reducen espectacularmente las emisiones de gases que provocan el efecto de invernadero.
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En segundo lugar, debemos replantearnos los proyectos y los funcionamientos de los edificios para que utilicen menos energía o, mejor aún, la produzcan. Los edificios son los causantes de importantes emisiones de CO2 por los materiales utilizados en su construcción, sus necesidades de refrigeración y calefacción y las funciones auxiliares, como, por ejemplo, el suministro de agua, las aguas residuales y la eliminación de desechos sólidos. Nuestros códigos de construcción deben fomentar tecnologías de ingeniería y construcción energéticamente eficientes, que se pueden apoyar mediante incentivos fiscales y reglamentos más estrictos. Como casi el 30 por ciento de los habitantes de ciudades de la región de Asia y el Pacífico viven en tugurios, una de nuestras mayores pruebas será la de mejorar sus condiciones de vida sin causar estragos en el medio ambiente.
El tercer imperativo es el de modificar los hábitos de los ciudadanos en materia de transporte, lo que significa pasar de los coches privados al transporte público y de la carretera al ferrocarril. De hecho, siempre que sea posible, debemos intentar reducir la necesidad de viajar pura y simplemente. Los sistemas de transporte que favorecen a los coches y los camiones causan accidentes, contaminación y congestión crónica. Además, el sector del transporte representó el 23 por ciento de toda las emisiones de CO2 relacionadas con la energía en 2004 y es la fuente de emisiones que aumenta más rápidamente en los países en desarrollo. En cambio, debemos integrar el transporte, la vivienda y la utilización de la tierra, fomentar la utilización del transporte público y hacer agradables y seguras nuestras calles para caminar (en particular para las mujeres y los discapacitados).
El cuarto imperativo es el de cambiar nuestra forma de producir, transportar y consumir la energía, lo que comprende, entre otras cosas, la creación de sistemas energéticos más eficientes y el aumento de nuestras inversiones en fuentes renovables (que en ese proceso es de esperar que creen puestos de trabajo). También podemos alentar a las familias a que consuman menos energía y a las empresas a que reduzcan la cantidad de energía que desperdician.
En quinto lugar, debemos reformar la gestión de nuestros recursos y la infraestructura hídrica a fin de que se pueda reutilizar varias veces ese recurso tan necesario y a escala de toda una ciudad, para lo cual es necesario que integremos los diversos aspectos de la gestión del agua, como, por ejemplo, el suministro a los hogares, la captación del agua de lluvia, el tratamiento y reciclado de las aguas residuales y las medidas de lucha contra las inundaciones.
Por último, debemos cambiar nuestra forma de gestionar los desechos sólidos para que se conviertan en un recurso, no un costo. En muchos países en desarrollo, entre el 60 y el 80 por ciento de los desechos sólidos son orgánicos y los vertederos al aire libre hacen que entren en la atmósfera cantidades excesivas de metano. Las administraciones locales escasas de fondos gastan entre el 30 y el 40 por ciento de sus presupuestos en la gestión de desechos, pero obtienen poco a cambio. Sin embargo, con mejoras tecnológicas y de diseño sencillas –encaminadas, por ejemplo, a lograr tasas mayores de conversión en mantillo y reciclado– el 90 por ciento de dichos desechos podrían convertirse en algo útil, como, por ejemplo, biogás y combustible procedente de los recursos.
Esas seis medidas requieren un cambio amplio y coordinado de comportamiento, por lo que los gobiernos de todos los niveles deberán cooperar, hacer inversiones de escala, compartir ideas, reproducir los procedimientos óptimos y planificar a largo plazo. Se trata de un imperativo monumental e ingente, pero no imposible. Si lo logramos, el mundo podrá tener aún el futuro urbano que merece.
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At the end of a year of domestic and international upheaval, Project Syndicate commentators share their favorite books from the past 12 months. Covering a wide array of genres and disciplines, this year’s picks provide fresh perspectives on the defining challenges of our time and how to confront them.
ask Project Syndicate contributors to select the books that resonated with them the most over the past year.
NUEVA YORK – Al final de este siglo, diez mil millones de personas habitarán nuestro planeta y de ellos 8.500 vivirán en ciudades. Podría ser un asunto propio de pesadillas, pero, con las suficientes voluntad, visión y creatividad políticas –junto con algunos sencillos y prácticos cambios normativos– podríamos crear ciudades de sueño.
Las ciudades son conglomerados de poder económico y social. Impulsan el desarrollo nacional y mundial al concentrar conocimientos técnicos, ideas y recursos en una sola localidad, pero el desarrollo urbano rápido entraña un costo muy elevado. Al ampliarse las ciudades, se tragan tierra que, de lo contrario, se utilizaría para la producción de alimentos. Reducen los suministros de agua, representan casi el 70 por ciento de la utilización mundial de la energía y producen más del 70 por ciento de las emisiones de gases que provocan el efecto de invernadero.
Para que el crecimiento mundial sea sostenible y equitativo, debemos modificar el equilibrio entre la urbanización rápìda y el incesante consumo de recursos que entraña. Ése es un objetivo principal de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Desarrollo Sostenible, que ha advertido sobre las presiones sin precedentes que el desarrollo económico impondrá en los próximos decenios a las infraestructuras (en particular el transporte), la vivienda, la eliminación de desechos (en particular, de las substancias peligrosas) y los abastecimientos energéticos.
La batalla para mantener las ciudades del mundo –y, por tanto, la economía mundial– dinámicas y sostenibles se puede ganar creando formas innovadoras de consumir nuestros limitados recursos, sin disminuirlos ni degradar los delicados sistemas ecológicos de los que dependen. Para lograrlo, el mundo debe afrontar seis imperativos amplios.
En primer lugar, debemos cambiar nuestra forma de proyectar las ciudades. La sostenibilidad debe ser fundamental para toda la planificación urbana, en particular en las ciudades costeras, que pronto afrontarán los asoladores efectos del cambio climático. Las ciudades más densas utilizan el terreno más eficientemente, reducen la necesidad de coches privados y aumentan la calidad de vida reservando espacio para parques y para la naturaleza. Asimismo, unos sistemas integrados de transporte colectivo reducen espectacularmente las emisiones de gases que provocan el efecto de invernadero.
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En segundo lugar, debemos replantearnos los proyectos y los funcionamientos de los edificios para que utilicen menos energía o, mejor aún, la produzcan. Los edificios son los causantes de importantes emisiones de CO2 por los materiales utilizados en su construcción, sus necesidades de refrigeración y calefacción y las funciones auxiliares, como, por ejemplo, el suministro de agua, las aguas residuales y la eliminación de desechos sólidos. Nuestros códigos de construcción deben fomentar tecnologías de ingeniería y construcción energéticamente eficientes, que se pueden apoyar mediante incentivos fiscales y reglamentos más estrictos. Como casi el 30 por ciento de los habitantes de ciudades de la región de Asia y el Pacífico viven en tugurios, una de nuestras mayores pruebas será la de mejorar sus condiciones de vida sin causar estragos en el medio ambiente.
El tercer imperativo es el de modificar los hábitos de los ciudadanos en materia de transporte, lo que significa pasar de los coches privados al transporte público y de la carretera al ferrocarril. De hecho, siempre que sea posible, debemos intentar reducir la necesidad de viajar pura y simplemente. Los sistemas de transporte que favorecen a los coches y los camiones causan accidentes, contaminación y congestión crónica. Además, el sector del transporte representó el 23 por ciento de toda las emisiones de CO2 relacionadas con la energía en 2004 y es la fuente de emisiones que aumenta más rápidamente en los países en desarrollo. En cambio, debemos integrar el transporte, la vivienda y la utilización de la tierra, fomentar la utilización del transporte público y hacer agradables y seguras nuestras calles para caminar (en particular para las mujeres y los discapacitados).
El cuarto imperativo es el de cambiar nuestra forma de producir, transportar y consumir la energía, lo que comprende, entre otras cosas, la creación de sistemas energéticos más eficientes y el aumento de nuestras inversiones en fuentes renovables (que en ese proceso es de esperar que creen puestos de trabajo). También podemos alentar a las familias a que consuman menos energía y a las empresas a que reduzcan la cantidad de energía que desperdician.
En quinto lugar, debemos reformar la gestión de nuestros recursos y la infraestructura hídrica a fin de que se pueda reutilizar varias veces ese recurso tan necesario y a escala de toda una ciudad, para lo cual es necesario que integremos los diversos aspectos de la gestión del agua, como, por ejemplo, el suministro a los hogares, la captación del agua de lluvia, el tratamiento y reciclado de las aguas residuales y las medidas de lucha contra las inundaciones.
Por último, debemos cambiar nuestra forma de gestionar los desechos sólidos para que se conviertan en un recurso, no un costo. En muchos países en desarrollo, entre el 60 y el 80 por ciento de los desechos sólidos son orgánicos y los vertederos al aire libre hacen que entren en la atmósfera cantidades excesivas de metano. Las administraciones locales escasas de fondos gastan entre el 30 y el 40 por ciento de sus presupuestos en la gestión de desechos, pero obtienen poco a cambio. Sin embargo, con mejoras tecnológicas y de diseño sencillas –encaminadas, por ejemplo, a lograr tasas mayores de conversión en mantillo y reciclado– el 90 por ciento de dichos desechos podrían convertirse en algo útil, como, por ejemplo, biogás y combustible procedente de los recursos.
Esas seis medidas requieren un cambio amplio y coordinado de comportamiento, por lo que los gobiernos de todos los niveles deberán cooperar, hacer inversiones de escala, compartir ideas, reproducir los procedimientos óptimos y planificar a largo plazo. Se trata de un imperativo monumental e ingente, pero no imposible. Si lo logramos, el mundo podrá tener aún el futuro urbano que merece.
Traducido del inglés por Carlos Manzano.