COPENHAGUE – La cumbre de la OTAN celebrada en Bucarest lanzó dos señales peligrosas. La primera fue la de que Rusia ha restablecido en Europa una “esfera de intereses” en la que hay países a los que no les está permitido perseguir sus propios fines sin que Moscú los acepte. La otra fue la de que todos los Estados miembros de la OTAN tienen libertad para chantajear a sus socios a fin de que apoyen sus fines, propios de su estrechez de miras.
La primera señal se lanzó cuando se denegó a Ucrania y Georgia el “Plan de acción para la adhesión” (PAA) que deseaban. Varios pesos pesados europeos, encabezados por Alemania y Francia, se negaron, pese al apoyo decidido de esa idea por parte de los Estados Unidos.
La segunda señal se lanzó cuando Grecia logró vetar la adhesión de Macedonia, actitud que reflejó el irresuelto conflicto entre los dos países por el nombre de Macedonia (que, según insiste Grecia, debe ser Antigua República Yugoslava de Macedonia, cuya sigla en inglés –FYROM– es una de las más vergonzosas que afligen a la política internacional actual).
La disputa con Macedonia se remonta a comienzos del decenio de 1990, cuando Yugoslavia se desplomó y se dividió en Estados independientes. Grecia se opuso vehementemente a que su diminuto vecino septentrional, que sólo cuenta con dos millones de habitantes, usara el nombre de Macedonia y los símbolos de la época de Alejandro el Magno en su bandera y su escudo. En determinado momento Macedonia accedió a diseñar una nueva bandera y a eliminar los símbolos, además de a enmendar su Constitución para que quedara claro que no tenía reivindicaciones territoriales sobre Grecia, pero se negó rotundamente a vivir con uno de los nombres, propios de un trabalenguas, propuestos por su vecino de dimensiones mayores.
Conque así estamos: un veto griego a las aspiraciones nacionales de Macedonia hasta que haya elegido un nombre que no haga temblar a los griegos de miedo a una agresión procedente del Norte. Parece ridículo, pero hay otro aspecto, con frecuencia pasado por alto, en esa disputa: al actuar así, Grecia demuestra falta de confianza en sus socios de la OTAN. Si Macedonia formara parte de la OTAN, cualquier política aventurera que socavara la estabilidad regional sería parada en seco sin lugar a dudas. Si los griegos no son capaces de verlo, sus socios deben hacerles saber que su actitud obstruccionista tiene un precio.
El problema con Ucrania y Georgia es mucho más grave. En cierto modo, Rusia se ha comportado como Grecia al afirmar que una ampliación de la OTAN amenaza su seguridad. Eso es absurdo y Rusia lo sabe, pero el Kremlin ha descubierto que actuando como un niño consentido se obtienen resultados: el derecho a influir en la evolución de los acontecimientos en los países ex soviéticos. Dicho de otro modo, se está permitiendo a Rusia reafirmar su “esfera de influencia”, concepto que debería haber sido substituido por el de “toda Europa libre”, que toda la Unión Europea parecía haber hecho suyo cuando el comunismo se desplomó. Pero no: 1989 no fue el fin de la Historia. La Historia amenaza con regresar.
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Los oponentes europeos de un PAA para Ucrania y Georgia sostienen que ninguno de esos dos países está preparado para su ingreso en la OTAN. Se dice que existen demasiados interrogantes sobre su unidad nacional, que arrastran demasiados conflictos internos y que sus ejecutorias en materia de reformas políticas y judiciales son supuestamente dudosas.
Pero el proceso del PAA no entraña un derecho automático a la adhesión a la OTAN. Al contrario, los PAA impondrían exigencias muy estrictas a Ucrania y Georgia. Esos dos países tendrían que responder a muchas preguntas difíciles y convencer a los demás de que pueden cumplir los requisitos democráticos de la OTAN antes de que se les permita el ingreso.
Así, pues, también redundaría en provecho de Rusia que comenzara ese proceso. Rusia tiene preocupaciones válidas respecto de las grandes minorías rusohablantes existentes en los dos países y la mejor forma de abordarlas es en el marco del proceso de PAA, en los que el punto de referencia son las reglas, muy estrictas, de la Organización de Seguridad y Cooperación en Europa sobre el trato a las minorías. De hecho, el proceso de PAA garantizó la protección de las minorías rusas de Estonia, Letonia y Lituania, ex repúblicas soviéticas, todas ellas, que ahora son miembros de la OTAN.
El quid de la cuestión es la falta de voluntad política de Europa para forjar una posición unificada para con Rusia, lo que ha movido a Rusia a aplicar una clásica estrategia de “divide y vencerás” tentando a varios grandes países europeos a concertar acuerdos bilaterales –en particular en materia de cuestiones energéticas– que impiden una posición común de la UE.
Resulta lamentable –tanto para Rusia como para los europeos–, porque fortalece a quienes en Moscú quieren aplicar una política de orgullo nacional y no de intereses nacionales y reduce las posibilidades de creación de una verdadera política exterior y de seguridad común europea.
Pero resulta más lamentable para los países que una vez más van a quedar excluidos. La OTAN debe ser un faro de esperanza para los países que luchan por establecer la democracia y la libertad. La cumbre de Bucarest da a entender que se ha apagado dicho faro.
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Recent developments that look like triumphs of religious fundamentalism represent not a return of religion in politics, but simply the return of the political as such. If they look foreign to Western eyes, that is because the West no longer stands for anything Westerners are willing to fight and die for.
thinks the prosperous West no longer understands what genuine political struggle looks like.
Readers seeking a self-critical analysis of the former German chancellor’s 16-year tenure will be disappointed by her long-awaited memoir, as she offers neither a mea culpa nor even an acknowledgment of her missteps. Still, the book provides a rare glimpse into the mind of a remarkable politician.
highlights how and why the former German chancellor’s legacy has soured in the three years since she left power.
COPENHAGUE – La cumbre de la OTAN celebrada en Bucarest lanzó dos señales peligrosas. La primera fue la de que Rusia ha restablecido en Europa una “esfera de intereses” en la que hay países a los que no les está permitido perseguir sus propios fines sin que Moscú los acepte. La otra fue la de que todos los Estados miembros de la OTAN tienen libertad para chantajear a sus socios a fin de que apoyen sus fines, propios de su estrechez de miras.
La primera señal se lanzó cuando se denegó a Ucrania y Georgia el “Plan de acción para la adhesión” (PAA) que deseaban. Varios pesos pesados europeos, encabezados por Alemania y Francia, se negaron, pese al apoyo decidido de esa idea por parte de los Estados Unidos.
La segunda señal se lanzó cuando Grecia logró vetar la adhesión de Macedonia, actitud que reflejó el irresuelto conflicto entre los dos países por el nombre de Macedonia (que, según insiste Grecia, debe ser Antigua República Yugoslava de Macedonia, cuya sigla en inglés –FYROM– es una de las más vergonzosas que afligen a la política internacional actual).
La disputa con Macedonia se remonta a comienzos del decenio de 1990, cuando Yugoslavia se desplomó y se dividió en Estados independientes. Grecia se opuso vehementemente a que su diminuto vecino septentrional, que sólo cuenta con dos millones de habitantes, usara el nombre de Macedonia y los símbolos de la época de Alejandro el Magno en su bandera y su escudo. En determinado momento Macedonia accedió a diseñar una nueva bandera y a eliminar los símbolos, además de a enmendar su Constitución para que quedara claro que no tenía reivindicaciones territoriales sobre Grecia, pero se negó rotundamente a vivir con uno de los nombres, propios de un trabalenguas, propuestos por su vecino de dimensiones mayores.
Conque así estamos: un veto griego a las aspiraciones nacionales de Macedonia hasta que haya elegido un nombre que no haga temblar a los griegos de miedo a una agresión procedente del Norte. Parece ridículo, pero hay otro aspecto, con frecuencia pasado por alto, en esa disputa: al actuar así, Grecia demuestra falta de confianza en sus socios de la OTAN. Si Macedonia formara parte de la OTAN, cualquier política aventurera que socavara la estabilidad regional sería parada en seco sin lugar a dudas. Si los griegos no son capaces de verlo, sus socios deben hacerles saber que su actitud obstruccionista tiene un precio.
El problema con Ucrania y Georgia es mucho más grave. En cierto modo, Rusia se ha comportado como Grecia al afirmar que una ampliación de la OTAN amenaza su seguridad. Eso es absurdo y Rusia lo sabe, pero el Kremlin ha descubierto que actuando como un niño consentido se obtienen resultados: el derecho a influir en la evolución de los acontecimientos en los países ex soviéticos. Dicho de otro modo, se está permitiendo a Rusia reafirmar su “esfera de influencia”, concepto que debería haber sido substituido por el de “toda Europa libre”, que toda la Unión Europea parecía haber hecho suyo cuando el comunismo se desplomó. Pero no: 1989 no fue el fin de la Historia. La Historia amenaza con regresar.
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Los oponentes europeos de un PAA para Ucrania y Georgia sostienen que ninguno de esos dos países está preparado para su ingreso en la OTAN. Se dice que existen demasiados interrogantes sobre su unidad nacional, que arrastran demasiados conflictos internos y que sus ejecutorias en materia de reformas políticas y judiciales son supuestamente dudosas.
Pero el proceso del PAA no entraña un derecho automático a la adhesión a la OTAN. Al contrario, los PAA impondrían exigencias muy estrictas a Ucrania y Georgia. Esos dos países tendrían que responder a muchas preguntas difíciles y convencer a los demás de que pueden cumplir los requisitos democráticos de la OTAN antes de que se les permita el ingreso.
Así, pues, también redundaría en provecho de Rusia que comenzara ese proceso. Rusia tiene preocupaciones válidas respecto de las grandes minorías rusohablantes existentes en los dos países y la mejor forma de abordarlas es en el marco del proceso de PAA, en los que el punto de referencia son las reglas, muy estrictas, de la Organización de Seguridad y Cooperación en Europa sobre el trato a las minorías. De hecho, el proceso de PAA garantizó la protección de las minorías rusas de Estonia, Letonia y Lituania, ex repúblicas soviéticas, todas ellas, que ahora son miembros de la OTAN.
El quid de la cuestión es la falta de voluntad política de Europa para forjar una posición unificada para con Rusia, lo que ha movido a Rusia a aplicar una clásica estrategia de “divide y vencerás” tentando a varios grandes países europeos a concertar acuerdos bilaterales –en particular en materia de cuestiones energéticas– que impiden una posición común de la UE.
Resulta lamentable –tanto para Rusia como para los europeos–, porque fortalece a quienes en Moscú quieren aplicar una política de orgullo nacional y no de intereses nacionales y reduce las posibilidades de creación de una verdadera política exterior y de seguridad común europea.
Pero resulta más lamentable para los países que una vez más van a quedar excluidos. La OTAN debe ser un faro de esperanza para los países que luchan por establecer la democracia y la libertad. La cumbre de Bucarest da a entender que se ha apagado dicho faro.