MELBOURNE/PRINCETON – Hace seis años, el petróleo se vendía por encima de 100 dólares el barril. Hoy, gracias a las sacudidas paralelas de una guerra de precios entre Arabia Saudita y Rusia y la caída de la demanda ocasionada por la crisis del COVID-19, el precio está más cerca de 20 dólares el barril. Eso hace que éste sea un momento ideal para que los países industrializados en todo el mundo que todavía no le hayan puesto un precio al carbono sigan los pasos de quienes ya lo han hecho.
Los líderes empresarios, los medios y los economistas coinciden: es necesario ponerle un precio al carbono para que las empresas y los gobiernos estimen todos los costos de los daños climáticos que resulten de sus emisiones. La justificación clásica del libre mercado descansa en las transacciones voluntarias, en las que los compradores eligen pagar precios que cubran los costos de producción. Si algunos de esos costos se imponen a terceros que no pueden elegir evitarlos, y que no son compensados por ellos, el mercado ha fallado y la transacción es ilegítima.
En otras palabras, si las empresas y los gobiernos pueden emitir dióxido de carbono sin pagar por el daño resultante, excederán la cantidad que maximizaría la utilidad para todos los afectados por sus decisiones. En alguna parte, hay que gente que estará pagando por la cantidad extra emitida, más allá de si el precio está denominado en daño a la propiedad, pérdida de vida o la necesidad de adaptarse a diferentes condiciones climáticas.
Las formas más comúnmente discutidas para el precio del carbono son un impuesto al carbono que impone un costo fijo por unidad de emisión y un sistema de tope y canje que divide una cantidad prevista de emisiones totales en “provisiones” de emisiones que se pueden comercializar entre emisores. En ambos casos, los precios del carbono generan un inventivo para abandonar aquellas actividades con un alto consumo de carbono. El precio del carbono puede subir gradualmente de manera que hay tiempo para adoptar prácticas que consuman menos carbono para hacer las cosas. Si se lo hace bien, el precio del carbono puede reducir las emisiones sin afectar a la economía local.
Algunos temen que el precio del carbono sea económicamente regresivo, porque los hogares más pobres gastan un porcentaje mayor de su presupuesto mensual en cosas que consumen mucho carbono, como la calefacción y el combustible para sus vehículos. Pero el precio del carbono puede seguir el modelo de Canadá, que incluye descuentos que compensan esos costos, haciendo que la política sea una ganancia neta para la mayor parte de la población.
¿Por qué, entonces, deberíamos introducir el precio del carbono ahora? Una razón es que cuando los precios de la energía ya son bajos, los consumidores los perciben menos. En circunstancias normales, aumentar el costo de la energía es malo para nuestro bienestar, porque hace que los viajes, en auto o en avión, sean más caros. Pero durante una pandemia, los gobiernos quieren que la gente viaje menos para impedir que el virus se propague.
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Aun cuando los confinamientos no prohíben viajar, las personas eligen viajar menos porque están intentando reducir los riesgos de infectarse y de infectar a otros. De manera que lo que, de otro modo, sería un costo se transforma en un beneficio.
Sin embargo, el argumento más sólido para un precio del carbono no tiene que ver con lo que está sucediendo hoy, sino con lo que pasará si no actuamos ahora y tomamos conciencia de que, en pocos años, un precio del carbono es esencial para que nuestro planeta siga siendo habitable. Introducir un precio del carbono ahora haría que el ajuste de nuestro comportamiento de consumo de carbono fuera más fácil de lo que habría sido previamente, cuando los precios del petróleo eran mucho más altos y la gente viajaba más, y más fácil de lo que sería en el futuro, cuando se levanten los confinamientos y las empresas y el turismo hayan revivido. Considerando dónde estamos ahora, no sería un shock tan importante volver a un “nuevo normal” en el que el uso de carbono haya sido reducido gracias a un precio del carbono, como que se introdujera un precio del carbono una vez que el consumo ya se haya recuperado plenamente.
Es verdad, introducir un precio del carbono ahora agravaría el sufrimiento importante que hoy padecen los productores de petróleo. Si bien una gran proporción de la producción de combustibles fósiles proviene de un puñado de países muy ricos en Oriente Medio, los productores más pobres como Nigeria, Ghana, Argentina y Venezuela también están sufriendo el colapso de los precios y podrían sufrir aún más si se introdujeran impuestos al carbono.
Si bien estos perjuicios para los países pobres son de profunda importancia moral, están compensados por las consecuencias desastrosas que tendrá el cambio climático para la gente más pobre del mundo. Muchos de los más vulnerables son los agricultores de subsistencia, que dependen de patrones de lluvia que probablemente se verán alterados por los cambios generados por nuestras emisiones continuas. Otros cultivan regiones fértiles, pero en zonas muy bajas que serán inundadas por huracanes más intensos y por las crecientes en los niveles de los océanos, algo que pronostican los modelos de cambio climático. Ninguno de ellos puede recurrir a la ayuda de seguridad social que ofrecen los países más adinerados.
Antes de la pandemia del COVID-19 y de la caída concomitante de los precios del petróleo, un precio del carbono habría sido inmediatamente penoso para los países que lo impusieran, pero mucho mejor para todos en el más largo plazo. En este momento sin precedentes, introducir un precio del carbono sería beneficial tanto ahora como en el futuro.
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At the end of a year of domestic and international upheaval, Project Syndicate commentators share their favorite books from the past 12 months. Covering a wide array of genres and disciplines, this year’s picks provide fresh perspectives on the defining challenges of our time and how to confront them.
ask Project Syndicate contributors to select the books that resonated with them the most over the past year.
MELBOURNE/PRINCETON – Hace seis años, el petróleo se vendía por encima de 100 dólares el barril. Hoy, gracias a las sacudidas paralelas de una guerra de precios entre Arabia Saudita y Rusia y la caída de la demanda ocasionada por la crisis del COVID-19, el precio está más cerca de 20 dólares el barril. Eso hace que éste sea un momento ideal para que los países industrializados en todo el mundo que todavía no le hayan puesto un precio al carbono sigan los pasos de quienes ya lo han hecho.
Los líderes empresarios, los medios y los economistas coinciden: es necesario ponerle un precio al carbono para que las empresas y los gobiernos estimen todos los costos de los daños climáticos que resulten de sus emisiones. La justificación clásica del libre mercado descansa en las transacciones voluntarias, en las que los compradores eligen pagar precios que cubran los costos de producción. Si algunos de esos costos se imponen a terceros que no pueden elegir evitarlos, y que no son compensados por ellos, el mercado ha fallado y la transacción es ilegítima.
En otras palabras, si las empresas y los gobiernos pueden emitir dióxido de carbono sin pagar por el daño resultante, excederán la cantidad que maximizaría la utilidad para todos los afectados por sus decisiones. En alguna parte, hay que gente que estará pagando por la cantidad extra emitida, más allá de si el precio está denominado en daño a la propiedad, pérdida de vida o la necesidad de adaptarse a diferentes condiciones climáticas.
Las formas más comúnmente discutidas para el precio del carbono son un impuesto al carbono que impone un costo fijo por unidad de emisión y un sistema de tope y canje que divide una cantidad prevista de emisiones totales en “provisiones” de emisiones que se pueden comercializar entre emisores. En ambos casos, los precios del carbono generan un inventivo para abandonar aquellas actividades con un alto consumo de carbono. El precio del carbono puede subir gradualmente de manera que hay tiempo para adoptar prácticas que consuman menos carbono para hacer las cosas. Si se lo hace bien, el precio del carbono puede reducir las emisiones sin afectar a la economía local.
Algunos temen que el precio del carbono sea económicamente regresivo, porque los hogares más pobres gastan un porcentaje mayor de su presupuesto mensual en cosas que consumen mucho carbono, como la calefacción y el combustible para sus vehículos. Pero el precio del carbono puede seguir el modelo de Canadá, que incluye descuentos que compensan esos costos, haciendo que la política sea una ganancia neta para la mayor parte de la población.
¿Por qué, entonces, deberíamos introducir el precio del carbono ahora? Una razón es que cuando los precios de la energía ya son bajos, los consumidores los perciben menos. En circunstancias normales, aumentar el costo de la energía es malo para nuestro bienestar, porque hace que los viajes, en auto o en avión, sean más caros. Pero durante una pandemia, los gobiernos quieren que la gente viaje menos para impedir que el virus se propague.
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Sin embargo, el argumento más sólido para un precio del carbono no tiene que ver con lo que está sucediendo hoy, sino con lo que pasará si no actuamos ahora y tomamos conciencia de que, en pocos años, un precio del carbono es esencial para que nuestro planeta siga siendo habitable. Introducir un precio del carbono ahora haría que el ajuste de nuestro comportamiento de consumo de carbono fuera más fácil de lo que habría sido previamente, cuando los precios del petróleo eran mucho más altos y la gente viajaba más, y más fácil de lo que sería en el futuro, cuando se levanten los confinamientos y las empresas y el turismo hayan revivido. Considerando dónde estamos ahora, no sería un shock tan importante volver a un “nuevo normal” en el que el uso de carbono haya sido reducido gracias a un precio del carbono, como que se introdujera un precio del carbono una vez que el consumo ya se haya recuperado plenamente.
Es verdad, introducir un precio del carbono ahora agravaría el sufrimiento importante que hoy padecen los productores de petróleo. Si bien una gran proporción de la producción de combustibles fósiles proviene de un puñado de países muy ricos en Oriente Medio, los productores más pobres como Nigeria, Ghana, Argentina y Venezuela también están sufriendo el colapso de los precios y podrían sufrir aún más si se introdujeran impuestos al carbono.
Si bien estos perjuicios para los países pobres son de profunda importancia moral, están compensados por las consecuencias desastrosas que tendrá el cambio climático para la gente más pobre del mundo. Muchos de los más vulnerables son los agricultores de subsistencia, que dependen de patrones de lluvia que probablemente se verán alterados por los cambios generados por nuestras emisiones continuas. Otros cultivan regiones fértiles, pero en zonas muy bajas que serán inundadas por huracanes más intensos y por las crecientes en los niveles de los océanos, algo que pronostican los modelos de cambio climático. Ninguno de ellos puede recurrir a la ayuda de seguridad social que ofrecen los países más adinerados.
Antes de la pandemia del COVID-19 y de la caída concomitante de los precios del petróleo, un precio del carbono habría sido inmediatamente penoso para los países que lo impusieran, pero mucho mejor para todos en el más largo plazo. En este momento sin precedentes, introducir un precio del carbono sería beneficial tanto ahora como en el futuro.