LONDRES – Recientemente se cuestionó la eficacia de los contratos que procuran reducir el dióxido de carbono en la atmósfera a través de los mercados voluntarios de compensación del carbono. La mayor preocupación es por los proyectos «basados en la naturaleza», relacionados con diversos cambios en el uso del suelo (como la protección de bosques, la forestación, etc.).
Pero las imperfecciones de estos instrumentos no son ningún secreto. Durante más de dos décadas, los ecologistas y silvicultores han estado trabajando para desarrollar métodos más sofisticados para satisfacer la fe de los economistas en los instrumentos de mercado... y lograron buenos avances. Aunque los esquemas de compensación aún están plagados de complejidades, no hay duda de que consiguen dinero para cosas importantes.
Imaginemos qué ve la atmósfera: el Sexto informe de evaluación del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático ofrece un bosquejo del ciclo de carbono del planeta, que deja en claro el papel fundamental de los vegetales para convertir CO2 en celulosa, y viceversa, a escala masiva. Tan solo la fotosíntesis terrestre elimina 113 000 millones de toneladas de carbono al año. Como referencia, la humanidad sumó unos 11 000 millones de toneladas de carbono a la atmósfera el año pasado.
El problema, por supuesto, es que la contribución acumulada de los humanos solo va en una dirección, mientras que el carbono que capturan los vegetales suele equilibrarse con el flujo igual y opuesto proveniente de la respiración y degradación de los vegetales. Cuando interferimos con el sistema climático, afectamos ese equilibrio y agregamos un flujo neto de aproximadamente 5900 millones de toneladas al paisaje y el océano cada año. En otras palabras, el planeta solo retira la mitad de lo que inyectamos a la atmósfera.
Incluso una perturbación relativamente pequeña de este vasto ciclo natural puede ocurrir a una escala enorme. Por eso la naturaleza es una opción tan atractiva para la mitigación climática. Supongamos que logramos eliminar la combustión de combustibles fósiles. Para mantener la temperatura mundial promedio dentro de los 1,5 °C o 2 °C de los niveles preindustriales seguirá haciendo falta eliminar una cantidad sustancial de carbono. Las estimaciones varían, pero están en el orden de entre 200 000 millones y 300 000 millones de toneladas, que los vegetales deben eliminar antes de 2100.
Y ahí no termina la historia, la atmósfera contiene cerca de 870 000 millones de toneladas de CO2 (de las cuales un tercio se agregó desde la industrialización) y el ciclo del carbono conecta a ese volumen en la atmósfera con depósitos gigantescos. El mayor de ellos es el océano, que contiene 900 000 millones de toneladas en la superficie y 37 billones en las profundidades. La vegetación terrestre y los suelos también contienen cerca de 2,15 billones de toneladas, y el permafrost, 1,2 billones adicionales. En lo que respecta a la atmósfera, las pérdidas de cualquiera de esas reservas fácilmente podrían superar al carbono que quemamos (de los 930 000 millones de toneladas que extraemos de los combustibles fósiles).
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Lejos de constituir una preocupación secundaria, la gestión de las existencias y los flujos de carbono en los ecosistemas del planeta es fundamental para mantener el equilibrio de todo el sistema terrestre. Pero para lograrlo tenemos que cambiar nuestras ideas sobre el paisaje. Los paisajes terrestres y marinos no son solo el telón de fondo de nuestras vidas, son una infraestructura pública y, como todas las infraestructuras, requieren gastos y mantenimiento.
Desde el siglo XIX, sin embargo, sabemos que si los pagos por la infraestructura se basan en los beneficios marginales (como ocurre con las compensaciones en las intervenciones basadas en la naturaleza), casi nunca cubren el costo total. Debido a que la infraestructura de los servicios públicos, como las autopistas o los aeropuertos, no suele generar un valor marginal suficiente, hay que cubrir el resto con impuestos. La pregunta más importante entonces es a quién cobrárselos.
Como ejemplo de este punto, pensemos en Brasil, cuyos ecosistemas contienen unos 60 000 millones de toneladas de carbono en biomasa sobre la superficie. Una forma de estimar el valor de esas existencias es suponer un precio dado para el carbono, digamos USD 50 por tonelada (el promedio entre el precio en el mercado regulado europeo y las compensaciones basadas en la naturaleza en los mercados voluntarios). En este escenario, Brasil cuenta con ecosistemas por valor de USD 10 billones, lo que equivale a más de 6 veces su PBI y supera por lejos sus reservas de 13 000 millones de barriles de petróleo.
Ahora, ¿cuánto debiera pagar el mundo al Brasil para que conserve esos bosques en fideicomiso? Supongamos una tarifa del 2 % del valor de los activos (una tasa razonable para la mayoría de los gestores de activos), Brasil debiera recibir USD 200 mil millones al año. En esa situación, casi seguramente detendría la deforestación del Amazonas.
Pero aquí nos golpeamos contra la triste verdad: nada indica que la comunidad internacional esté dispuesta a pagar esas sumas. La asistencia directa al extranjero en 2022 solo fue de USD 186 000 millones. Durante años, los países ricos incumplieron la promesa que hicieron en 2009 de destinar USD 100 000 millones por año a ayudar a los países en desarrollo a adaptarse al cambio climático.
Cuando consideramos a los recursos naturales como productores de servicios en vez de infraestructura, terminamos dependiendo de los pagos voluntarios de las empresas al precio marginal, a cambio de «compensar» otras reducciones que no pueden o no desean llevar a cabo. Pero, más allá de todas las falencias de este mecanismo, al menos asigna cierto dinero —aunque sea una gota en el océano— a la gestión del panorama del carbono.
Por supuesto, vale la pena someter a las compensaciones a un mayor escrutinio para mejorarlas, pero llegar a la conclusión de que proteger los bosques o aumentar el sumidero de carbono de la Tierra es menos urgente que reducir las emisiones de los combustibles fósiles sería un error fatal. Debemos considerar a las compensaciones basadas en la naturaleza y negociadas en los mercados voluntarios de carbono solo como un primer paso. Al final tendremos que hacer «todo lo anterior»: dejar de usar combustibles sólidos, mantener los ecosistemas y aumentar la capacidad de la naturaleza de retirar el carbono, independientemente de que podamos probar que esas reducciones, de todos modos, no hubieran ocurrido.
A la atmósfera no le importan nuestras motivaciones, los razonamientos contrafácticos ni el riesgo moral. Solo entiende de flujos entrantes y salientes de carbono. Los ecosistemas almacenan el carbono y lo retiran de la atmósfera a una escala significativa. Todos —los contribuyentes, consumidores y empresas— debemos pagar por este bien público fundamental.
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Not only did Donald Trump win last week’s US presidential election decisively – winning some three million more votes than his opponent, Vice President Kamala Harris – but the Republican Party he now controls gained majorities in both houses on Congress. Given the far-reaching implications of this result – for both US democracy and global stability – understanding how it came about is essential.
By voting for Republican candidates, working-class voters effectively get to have their cake and eat it, expressing conservative moral preferences while relying on Democrats to fight for their basic economic security. The best strategy for Democrats now will be to permit voters to face the consequences of their choice.
urges the party to adopt a long-term strategy aimed at discrediting the MAGA ideology once and for all.
LONDRES – Recientemente se cuestionó la eficacia de los contratos que procuran reducir el dióxido de carbono en la atmósfera a través de los mercados voluntarios de compensación del carbono. La mayor preocupación es por los proyectos «basados en la naturaleza», relacionados con diversos cambios en el uso del suelo (como la protección de bosques, la forestación, etc.).
Pero las imperfecciones de estos instrumentos no son ningún secreto. Durante más de dos décadas, los ecologistas y silvicultores han estado trabajando para desarrollar métodos más sofisticados para satisfacer la fe de los economistas en los instrumentos de mercado... y lograron buenos avances. Aunque los esquemas de compensación aún están plagados de complejidades, no hay duda de que consiguen dinero para cosas importantes.
Imaginemos qué ve la atmósfera: el Sexto informe de evaluación del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático ofrece un bosquejo del ciclo de carbono del planeta, que deja en claro el papel fundamental de los vegetales para convertir CO2 en celulosa, y viceversa, a escala masiva. Tan solo la fotosíntesis terrestre elimina 113 000 millones de toneladas de carbono al año. Como referencia, la humanidad sumó unos 11 000 millones de toneladas de carbono a la atmósfera el año pasado.
El problema, por supuesto, es que la contribución acumulada de los humanos solo va en una dirección, mientras que el carbono que capturan los vegetales suele equilibrarse con el flujo igual y opuesto proveniente de la respiración y degradación de los vegetales. Cuando interferimos con el sistema climático, afectamos ese equilibrio y agregamos un flujo neto de aproximadamente 5900 millones de toneladas al paisaje y el océano cada año. En otras palabras, el planeta solo retira la mitad de lo que inyectamos a la atmósfera.
Incluso una perturbación relativamente pequeña de este vasto ciclo natural puede ocurrir a una escala enorme. Por eso la naturaleza es una opción tan atractiva para la mitigación climática. Supongamos que logramos eliminar la combustión de combustibles fósiles. Para mantener la temperatura mundial promedio dentro de los 1,5 °C o 2 °C de los niveles preindustriales seguirá haciendo falta eliminar una cantidad sustancial de carbono. Las estimaciones varían, pero están en el orden de entre 200 000 millones y 300 000 millones de toneladas, que los vegetales deben eliminar antes de 2100.
Y ahí no termina la historia, la atmósfera contiene cerca de 870 000 millones de toneladas de CO2 (de las cuales un tercio se agregó desde la industrialización) y el ciclo del carbono conecta a ese volumen en la atmósfera con depósitos gigantescos. El mayor de ellos es el océano, que contiene 900 000 millones de toneladas en la superficie y 37 billones en las profundidades. La vegetación terrestre y los suelos también contienen cerca de 2,15 billones de toneladas, y el permafrost, 1,2 billones adicionales. En lo que respecta a la atmósfera, las pérdidas de cualquiera de esas reservas fácilmente podrían superar al carbono que quemamos (de los 930 000 millones de toneladas que extraemos de los combustibles fósiles).
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Desde el siglo XIX, sin embargo, sabemos que si los pagos por la infraestructura se basan en los beneficios marginales (como ocurre con las compensaciones en las intervenciones basadas en la naturaleza), casi nunca cubren el costo total. Debido a que la infraestructura de los servicios públicos, como las autopistas o los aeropuertos, no suele generar un valor marginal suficiente, hay que cubrir el resto con impuestos. La pregunta más importante entonces es a quién cobrárselos.
Como ejemplo de este punto, pensemos en Brasil, cuyos ecosistemas contienen unos 60 000 millones de toneladas de carbono en biomasa sobre la superficie. Una forma de estimar el valor de esas existencias es suponer un precio dado para el carbono, digamos USD 50 por tonelada (el promedio entre el precio en el mercado regulado europeo y las compensaciones basadas en la naturaleza en los mercados voluntarios). En este escenario, Brasil cuenta con ecosistemas por valor de USD 10 billones, lo que equivale a más de 6 veces su PBI y supera por lejos sus reservas de 13 000 millones de barriles de petróleo.
Ahora, ¿cuánto debiera pagar el mundo al Brasil para que conserve esos bosques en fideicomiso? Supongamos una tarifa del 2 % del valor de los activos (una tasa razonable para la mayoría de los gestores de activos), Brasil debiera recibir USD 200 mil millones al año. En esa situación, casi seguramente detendría la deforestación del Amazonas.
Pero aquí nos golpeamos contra la triste verdad: nada indica que la comunidad internacional esté dispuesta a pagar esas sumas. La asistencia directa al extranjero en 2022 solo fue de USD 186 000 millones. Durante años, los países ricos incumplieron la promesa que hicieron en 2009 de destinar USD 100 000 millones por año a ayudar a los países en desarrollo a adaptarse al cambio climático.
Cuando consideramos a los recursos naturales como productores de servicios en vez de infraestructura, terminamos dependiendo de los pagos voluntarios de las empresas al precio marginal, a cambio de «compensar» otras reducciones que no pueden o no desean llevar a cabo. Pero, más allá de todas las falencias de este mecanismo, al menos asigna cierto dinero —aunque sea una gota en el océano— a la gestión del panorama del carbono.
Por supuesto, vale la pena someter a las compensaciones a un mayor escrutinio para mejorarlas, pero llegar a la conclusión de que proteger los bosques o aumentar el sumidero de carbono de la Tierra es menos urgente que reducir las emisiones de los combustibles fósiles sería un error fatal. Debemos considerar a las compensaciones basadas en la naturaleza y negociadas en los mercados voluntarios de carbono solo como un primer paso. Al final tendremos que hacer «todo lo anterior»: dejar de usar combustibles sólidos, mantener los ecosistemas y aumentar la capacidad de la naturaleza de retirar el carbono, independientemente de que podamos probar que esas reducciones, de todos modos, no hubieran ocurrido.
A la atmósfera no le importan nuestras motivaciones, los razonamientos contrafácticos ni el riesgo moral. Solo entiende de flujos entrantes y salientes de carbono. Los ecosistemas almacenan el carbono y lo retiran de la atmósfera a una escala significativa. Todos —los contribuyentes, consumidores y empresas— debemos pagar por este bien público fundamental.
Traducción al español por Ant-Translation