NUEVA DELHI – Los mercados emergentes y las economías en desarrollo (EMDE, por sus siglas en inglés) están sintiendo la asfixia financiera. Dos tercios de los países de bajos ingresos ya sufren o pueden sufrir un alto riesgo de caer en una crisis de endeudamiento, la guerra de Rusia en Ucrania está agravando los shocks financieros con los altos precios de la energía y los alimentos que ha traído consigo, y el coste en ascenso del capital está dejando a los gobiernos con poco o ningún espacio de maniobra fiscal.
Al mismo tiempo, varios EMDE están padeciendo los peores efectos de un cambio climático creciente sobre el que han tenido poca incidencia. Las catastróficas inundaciones en Paquistán el año pasado causaron daños y pérdidas económicas por un total de más de $30 mil millones, y se estima que los costes de la reconstrucción serán de unos $16 mil millones adicionales. En el Caribe, los ciclones tropicales que ocurren con cada vez más regularidad provocan daños y pérdidas equivalentes a cerca del 100% del PIB, y el calentamiento global implica que la intensidad y la frecuencia de los fenómenos climáticos extremos no harán más que aumentar. Y, sin embargo, los EMDE no son capaces de invertir en resiliencia climática como lo necesitan, debido a su limitado espacio fiscal y su pobre acceso a los mercados internacionales.
Como institución multilateral clave encargada de promover la estabilidad macroeconómica y financiera global, el Fondo Monetario Internacional enfrenta un momento de “ahora o nunca” para ayudar a facilitar una transición justa hacia una economía con bajo uso de carbono resiliente a las condiciones climáticas.
Desde su reconocimiento de las profundas implicancias macroeconómicas del aumento de las temperaturas globales, el FMI ha presentado una estrategia para hacer frente al cambio climático, en la que enuncia sus planes para integrar este tema a su trabajo, especialmente su vigilancia macroeconómica y sus planes crediticios. Lo más notable es que, tras su histórica asignación de $650 millones en derechos especiales de giro (DEG, el activo de reserva del FMI) en 2021, la institución creó un Fondo para la Resiliencia y la Sostenibilidad (FRS) que, en parte, servirá para financiar las medidas climáticas en los EMDE.
El último informe del Grupo Intergubernamental de las Naciones Unidas de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) hizo sonar las alarmas acerca del rápido acrecentamiento de los peligros del calentamiento global y del poco tiempo que tenemos para adaptarnos. Con esto como telón de fondo, un nuevo informe del Grupo de Tareas sobre el Clima, el Desarrollo y el FMI, del cual formamos parte, evalúa las medidas climáticas del Fondo frente a las necesidades actuales.
Concluimos que, si bien el FMI ha hecho avances muy bienvenidos hacia la integración de consideraciones climáticas a sus operaciones, sigue habiendo brechas importantes en cuatro áreas clave: modelar los riesgos climáticos dentro de sus análisis de sostenibilidad de la deuda (DSA, por sus siglas en inglés); adaptar la asesoría de políticas a los contextos nacionales; actualizar sus herramientas crediticias para abordar desequilibrios macro críticos y las catástrofes naturales ocasionadas por el cambio climático; y, junto con otras instituciones, facilitar las inversiones de gran escala necesarias para ayudar a que los países adopten una ruta de bajo uso de carbono.
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Hasta ahora, la recomendación de medidas preferida por el FMI ha sido fijar un precio a las emisiones de carbono lo suficientemente alto como para disuadir a quienes contaminan a generar menos emisiones. Sus documentos de trabajo han sugerido un precio mínimo coordinado y diferenciado globalmente para elevar el alcance de las políticas y fomentar una transición ordenada. Pero, si bien fijar un precio al carbono se puede considerar óptimo en la teoría, su implementación e impacto suponen varios desafíos.
La fijación de precios al carbono en el mundo todavía es poco uniforme y está mal coordinada con las políticas energéticas nacionales, tales como elevar los subsidios a los combustibles fósiles. Además, varios gobiernos están utilizando una amplia gama de medidas climáticas mejor alineadas con las circunstancias específicas de sus países. Para tener en cuenta las necesidades nacionales, el FMI debe dejar de hacer uso de una política universal estándar y desarrollar un método eficaz para evaluar los efectos de los precios explícitos e implícitos al carbono, que pueden diferir de manera importante entre países y al interior de ellos.
Los precios al carbono también se están adoptando como una herramienta para financiar inversiones climáticas, pero es poco probable que sus ingresos reemplacen a los que producen los combustibles fósiles. Eso también es válido para los productores de hidrocarburos, como los que hay en América Latina y el Caribe, cuyas finanzas públicas dependen altamente de las exportaciones de combustibles fósiles, y para los importadores de hidrocarburos que recaudan impuestos importantes sobre su uso.
Además de ampliar sus actividades de vigilancia y su modelado económico para reflejar la realidad de las diversas circunstancias nacionales, el FMI debería impulsar medidas orientadas al futuro, como un gran esfuerzo de inversión (aunque de manera prudente en lo fiscal). Eso precisaría de una modernización del marco de DSA para ver de manera más amplia las necesidades de financiación de cada país.
Para alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible 2030 de la ONU y sus compromisos bajo el acuerdo de París, los EMDE necesitarán movilizar recursos sustanciales, que algunos estiman en unos $2,4 billones por año, más del 2% del PIB global actual. Más allá de eso, los estudios realizados por el FMI muestran que invertir en sectores respetuosos con el medio ambiente puede ser un multiplicador del crecimiento más potente que hacerlo en sectores con alto consumo de carbono. Y, además de evitar costosos daños en el futuro, invertir en resiliencia climática ayuda a reducir el riesgo soberano actual.
Sin embargo, el marco de trabajo de DSA del FMI no incorpora adecuadamente los riesgos climáticos físicos de los países ni sus necesidades fiscales para financiar una transición verde. Si bien el Fondo ha hecho modestos avances hacia la integración de los golpes climáticos a su marco de DSA, todavía le falta mucho para vincular las negociaciones de programas con las políticas climáticas. Hasta que eso cambie, los países carecerán del espacio fiscal necesario para financiar esa transición. Después de todo, las inversiones climáticas no se pueden posponer hasta que un país esté en mejores condiciones financieras.
En cuanto a sus herramientas crediticias, el FMI ha elevado ligeramente los límites de endeudamiento de los países. Pero, en general, todavía enfatiza la estabilidad fiscal de corto plazo por sobre la movilización de recursos necesaria para salvaguardarlos frente a crisis climáticas futuras.
De manera similar, las reglas para acceder al FRS son demasiado restrictivas. Tal como están las cosas, un país debe tener implementado un programa del FMI para acceder a esos fondos, pero eso excluye a economías vulnerables que siguen necesitando desarrollar resiliencia, incluso si no están en dificultades concretas, como lo ilustra el caso del reciente terremoto en Turquía, aunque no haya sido de carácter climático. Sin embargo, incluso con una cantidad de participantes más amplia, el FRS sigue siendo demasiado pequeño como para satisfacer las necesidades actuales, y es necesario elevar su escala drásticamente (junto con otras posibilidades crediticias).
El FMI ha dado grandes pasos sobre el cambio climático en poco tiempo. Pero, como concluye el IPCC, “Existe una ventana de oportunidad que se está cerrando con rapidez para asegurar un futuro habitable y sostenible para todos”. Para aumentar al máximo sus efectos, el Fondo debería tener presentes los contextos nacionales, adaptar sus modelos macrofinancieros, prestar mayor atención al sustancial esfuerzo de inversiones necesario para las transiciones a un bajo uso de carbono, y elevar el tamaño y alcance de sus herramientas crediticias. No será fácil, pero no se necesitará nada menos si se desea asegurar un futuro resiliente al cambio climático y financieramente estable para el mundo.
Rakesh Mohan, ex vicegobernador del Banco de la Reserva de la India, es presidente emérito del Centro para el Progreso Social y Económico y miembro del Grupo de Tareas sobre el Clima, el Desarrollo y el FMI. Irene Monasterolo, profesora de Finanzas Climáticas en la Escuela de Negocios de la EDHEC y el Instituto de Impacto del Riesgo Climático-EDHEC, es miembro del Grupo de Tareas sobre el Clima, el Desarrollo y el FMI. Rishikesh Ram Bhandary, director asistente de la Iniciativa de Gobernanza Económica de la Universidad de Boston en el Centro de Políticas de Desarrollo Global de la Universidad de Boston, es miembro del Grupo de Tareas sobre el Clima, el Desarrollo y el FMI.
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NUEVA DELHI – Los mercados emergentes y las economías en desarrollo (EMDE, por sus siglas en inglés) están sintiendo la asfixia financiera. Dos tercios de los países de bajos ingresos ya sufren o pueden sufrir un alto riesgo de caer en una crisis de endeudamiento, la guerra de Rusia en Ucrania está agravando los shocks financieros con los altos precios de la energía y los alimentos que ha traído consigo, y el coste en ascenso del capital está dejando a los gobiernos con poco o ningún espacio de maniobra fiscal.
Al mismo tiempo, varios EMDE están padeciendo los peores efectos de un cambio climático creciente sobre el que han tenido poca incidencia. Las catastróficas inundaciones en Paquistán el año pasado causaron daños y pérdidas económicas por un total de más de $30 mil millones, y se estima que los costes de la reconstrucción serán de unos $16 mil millones adicionales. En el Caribe, los ciclones tropicales que ocurren con cada vez más regularidad provocan daños y pérdidas equivalentes a cerca del 100% del PIB, y el calentamiento global implica que la intensidad y la frecuencia de los fenómenos climáticos extremos no harán más que aumentar. Y, sin embargo, los EMDE no son capaces de invertir en resiliencia climática como lo necesitan, debido a su limitado espacio fiscal y su pobre acceso a los mercados internacionales.
Como institución multilateral clave encargada de promover la estabilidad macroeconómica y financiera global, el Fondo Monetario Internacional enfrenta un momento de “ahora o nunca” para ayudar a facilitar una transición justa hacia una economía con bajo uso de carbono resiliente a las condiciones climáticas.
Desde su reconocimiento de las profundas implicancias macroeconómicas del aumento de las temperaturas globales, el FMI ha presentado una estrategia para hacer frente al cambio climático, en la que enuncia sus planes para integrar este tema a su trabajo, especialmente su vigilancia macroeconómica y sus planes crediticios. Lo más notable es que, tras su histórica asignación de $650 millones en derechos especiales de giro (DEG, el activo de reserva del FMI) en 2021, la institución creó un Fondo para la Resiliencia y la Sostenibilidad (FRS) que, en parte, servirá para financiar las medidas climáticas en los EMDE.
El último informe del Grupo Intergubernamental de las Naciones Unidas de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) hizo sonar las alarmas acerca del rápido acrecentamiento de los peligros del calentamiento global y del poco tiempo que tenemos para adaptarnos. Con esto como telón de fondo, un nuevo informe del Grupo de Tareas sobre el Clima, el Desarrollo y el FMI, del cual formamos parte, evalúa las medidas climáticas del Fondo frente a las necesidades actuales.
Concluimos que, si bien el FMI ha hecho avances muy bienvenidos hacia la integración de consideraciones climáticas a sus operaciones, sigue habiendo brechas importantes en cuatro áreas clave: modelar los riesgos climáticos dentro de sus análisis de sostenibilidad de la deuda (DSA, por sus siglas en inglés); adaptar la asesoría de políticas a los contextos nacionales; actualizar sus herramientas crediticias para abordar desequilibrios macro críticos y las catástrofes naturales ocasionadas por el cambio climático; y, junto con otras instituciones, facilitar las inversiones de gran escala necesarias para ayudar a que los países adopten una ruta de bajo uso de carbono.
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La fijación de precios al carbono en el mundo todavía es poco uniforme y está mal coordinada con las políticas energéticas nacionales, tales como elevar los subsidios a los combustibles fósiles. Además, varios gobiernos están utilizando una amplia gama de medidas climáticas mejor alineadas con las circunstancias específicas de sus países. Para tener en cuenta las necesidades nacionales, el FMI debe dejar de hacer uso de una política universal estándar y desarrollar un método eficaz para evaluar los efectos de los precios explícitos e implícitos al carbono, que pueden diferir de manera importante entre países y al interior de ellos.
Los precios al carbono también se están adoptando como una herramienta para financiar inversiones climáticas, pero es poco probable que sus ingresos reemplacen a los que producen los combustibles fósiles. Eso también es válido para los productores de hidrocarburos, como los que hay en América Latina y el Caribe, cuyas finanzas públicas dependen altamente de las exportaciones de combustibles fósiles, y para los importadores de hidrocarburos que recaudan impuestos importantes sobre su uso.
Además de ampliar sus actividades de vigilancia y su modelado económico para reflejar la realidad de las diversas circunstancias nacionales, el FMI debería impulsar medidas orientadas al futuro, como un gran esfuerzo de inversión (aunque de manera prudente en lo fiscal). Eso precisaría de una modernización del marco de DSA para ver de manera más amplia las necesidades de financiación de cada país.
Para alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible 2030 de la ONU y sus compromisos bajo el acuerdo de París, los EMDE necesitarán movilizar recursos sustanciales, que algunos estiman en unos $2,4 billones por año, más del 2% del PIB global actual. Más allá de eso, los estudios realizados por el FMI muestran que invertir en sectores respetuosos con el medio ambiente puede ser un multiplicador del crecimiento más potente que hacerlo en sectores con alto consumo de carbono. Y, además de evitar costosos daños en el futuro, invertir en resiliencia climática ayuda a reducir el riesgo soberano actual.
Sin embargo, el marco de trabajo de DSA del FMI no incorpora adecuadamente los riesgos climáticos físicos de los países ni sus necesidades fiscales para financiar una transición verde. Si bien el Fondo ha hecho modestos avances hacia la integración de los golpes climáticos a su marco de DSA, todavía le falta mucho para vincular las negociaciones de programas con las políticas climáticas. Hasta que eso cambie, los países carecerán del espacio fiscal necesario para financiar esa transición. Después de todo, las inversiones climáticas no se pueden posponer hasta que un país esté en mejores condiciones financieras.
En cuanto a sus herramientas crediticias, el FMI ha elevado ligeramente los límites de endeudamiento de los países. Pero, en general, todavía enfatiza la estabilidad fiscal de corto plazo por sobre la movilización de recursos necesaria para salvaguardarlos frente a crisis climáticas futuras.
De manera similar, las reglas para acceder al FRS son demasiado restrictivas. Tal como están las cosas, un país debe tener implementado un programa del FMI para acceder a esos fondos, pero eso excluye a economías vulnerables que siguen necesitando desarrollar resiliencia, incluso si no están en dificultades concretas, como lo ilustra el caso del reciente terremoto en Turquía, aunque no haya sido de carácter climático. Sin embargo, incluso con una cantidad de participantes más amplia, el FRS sigue siendo demasiado pequeño como para satisfacer las necesidades actuales, y es necesario elevar su escala drásticamente (junto con otras posibilidades crediticias).
El FMI ha dado grandes pasos sobre el cambio climático en poco tiempo. Pero, como concluye el IPCC, “Existe una ventana de oportunidad que se está cerrando con rapidez para asegurar un futuro habitable y sostenible para todos”. Para aumentar al máximo sus efectos, el Fondo debería tener presentes los contextos nacionales, adaptar sus modelos macrofinancieros, prestar mayor atención al sustancial esfuerzo de inversiones necesario para las transiciones a un bajo uso de carbono, y elevar el tamaño y alcance de sus herramientas crediticias. No será fácil, pero no se necesitará nada menos si se desea asegurar un futuro resiliente al cambio climático y financieramente estable para el mundo.
Rakesh Mohan, ex vicegobernador del Banco de la Reserva de la India, es presidente emérito del Centro para el Progreso Social y Económico y miembro del Grupo de Tareas sobre el Clima, el Desarrollo y el FMI. Irene Monasterolo, profesora de Finanzas Climáticas en la Escuela de Negocios de la EDHEC y el Instituto de Impacto del Riesgo Climático-EDHEC, es miembro del Grupo de Tareas sobre el Clima, el Desarrollo y el FMI. Rishikesh Ram Bhandary, director asistente de la Iniciativa de Gobernanza Económica de la Universidad de Boston en el Centro de Políticas de Desarrollo Global de la Universidad de Boston, es miembro del Grupo de Tareas sobre el Clima, el Desarrollo y el FMI.