NUEVA YORK – En mayo, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) de las Naciones Unidas dio que hablar en los medios de comunicación con un nuevo informe sobre la energía renovable. Como en el pasado, el IPCC publicó primero un breve resumen y sólo más tarde revelaría todos los datos. Así, pues, correspondió a los expertos del IPCC en presentar su sesgado mensaje a los periodistas para que lo transmitieran.
En la primera línea del comunicado de prensa del IPCC se declaraba que “a mediados de siglo casi el 80 por ciento del suministro energético del mundo podría correr a cargo de las energías renovables, si estuvieran respaldadas por unas políticas públicas adecuadas”. Las organizaciones de medios de comunicación repitieron esa historia a escala mundial.
El mes pasado, el IPCC hizo público el informe completo, junto con los datos en los que se basaba esa afirmación asombrosamente optimista. Sólo entonces se supo que se basaba exclusivamente en la más optimista de las 164 hipótesis resultantes de los modelos y estudiadas por los investigadores y esa única hipótesis procedía de un único estudio que se remontaba a un informe preparado por la organización ecologista Greenpeace. Su autor, un miembro del personal de Greenpeace, era uno de los autores principales del IPCC.
La afirmación se basaba en el supuesto de una gran reducción de la utilización mundial de la energía. Dado el número de personas que están saliendo de la pobreza en China y la India, se trata de una hipótesis poco convincente.
Cuando el IPCC hizo esa afirmación por primera vez, los activistas del calentamiento planetario y las empresas de energías renovables lanzaron vítores. “El informe demuestra claramente que las tecnologías renovables podrían suministrar al mundo más energía de la que jamás necesitaría”, se jactó Steve Sawyer, Secretario General del Consejo Mundial de la Energía Eólica.
Esa clase de comportamiento –en el que los activistas y las grandes empresas se unen para aplaudir algo que indica la necesidad de aumentar las subvenciones a la energía substitutiva– quedó expuesto en la célebre teoría denominada de “los contrabandistas y los bautistas" de la política.
Dicha teoría se debió a la experiencia de los Estados Unidos sureños, donde muchas jurisdicciones obligaban a las tiendas a cerrar los domingos, con lo que impedían la venta de alcohol. Esa reglamentación contaba con el apoyo de grupos religiosos por razones morales, pero también de contrabandistas, porque los domingos tenían el marcado para ellos solos. Los políticos adoptaban la retórica pía de los bautistas, mientras recibían a escondidas contribuciones de los delincuentes a sus campañas.
Naturalmente, los “contrabandistas” del cambio climático actuales no cometen ilegalidad alguna, pero con frecuencia se pasa por alto el interés de las empresas energéticas, los productores de biocombustibles, las compañías de seguros, los grupos de presión y otros en apoyo de las políticas “verdes”.
De hecho, la teoría de “los contrabandistas y los bautistas” sirve para explicar otras derivaciones de la política relativa al calentamiento planetario en el último decenio, más o menos. Por ejemplo, el Protocolo de Kyoto habría costado billones de dólares, pero habría logrado resultados prácticamente inapreciables a la hora de detener el aumento de la temperatura mundial. Y, sin embargo, los activistas afirmaban que existía la obligación moral de reducir las emisiones de dióxido de carbono y fueron aclamados por las empresas que se beneficiarían con ello.
Durante la infausta cumbre del clima celebrada en Copenhague en diciembre de 2009, la capital de Dinamarca quedó cubierta con carteles ingeniosos en los que se instaba a los delegados a lograr un acuerdo válido... pagados por Vestas, el mayor productor de molinos de viento del mundo.
El magnate del petróleo T. Boone Pickens, famoso converso al ecologismo, formuló un “plan” (que bautizó con su propio nombre) para aumentar la dependencia de los Estados Unidos de las renovables. Naturalmente, habría sido también uno de los mayores inversores en las empresas de energía eólica y de gas natural beneficiarias de las subvenciones estatales.
Los gigantes energéticos tradicionales BP y Shell han abanderado sus credenciales “verdes”, pero, además, eran posibles beneficiarios de la venta de petróleo o gas en lugar del carbón medioambientalmente “nocivo”. Incluso el gigante de la electricidad de los EE.UU. Duke Energy, gran consumidor de carbón, obtuvo renombre verde por promover un plan de límites máximos y comercio para los EE.UU., pero la empresa acabó oponiéndose al proyecto legislativo para la creación de dicho plan, porque no concedía suficientes permisos de emisiones de carbono gratuitas a las empresas del carbón.
Afirmaciones equívocas por parte de activistas fieles dieron pie para la aparición de la industria de los biocombustibles (con el apoyo de grupos de presión). Es probable que la producción de biocombustibles aumente el carbono atmosférico por la desforestación en gran escala que requiere, mientras que la desviación de cosechas aumenta los precios de los alimentos y contribuye al hambre mundial. Si bien los ecologistas han empezado a reconocerlo, la industria recibió mucho apoyo de ellos en sus comienzos y ahora ni las agroindustrias ni los productores de energías verdes tienen interés alguno en cambiar de rumbo.
Evidentemente, la motivación de las empresas privadas es el propio interés, cosa que no es mala en sí, pero con demasiada frecuencia vemos a comentaristas indicar que, cuando Greenpeace y grandes empresas están de acuerdo en algo, debe de ser una opción sensata. El apoyo de empresas a políticas caras, como, por ejemplo, el protocolo de Kyoto, que habría servido de muy poco para luchar contra el cambio climático, indica lo contrario.
Los “bautistas” del cambio climático brindan la cobertura moral que los políticos pueden utilizar para vender una reglamentación, junto con historias aterradoras que los medios de comunicación pueden utilizar para atraer a lectores y espectadores. Las empresas ven las oportunidades de obtener subvenciones con cargo al contribuyente y de hacer recaer sobre los consumidores el inevitable aumento de los costos.
Lamentablemente, esa convergencia de intereses puede hacer que nos centremos en reacciones ineficaces y onerosas ante el cambio climático. Siempre que fuerzas políticas opuestas se atraen, como lo han hecho los activistas y las grandes empresas en el caso del calentamiento planetario, existe un gran riesgo de que el interés público quede atrapado en el medio.
NUEVA YORK – En mayo, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) de las Naciones Unidas dio que hablar en los medios de comunicación con un nuevo informe sobre la energía renovable. Como en el pasado, el IPCC publicó primero un breve resumen y sólo más tarde revelaría todos los datos. Así, pues, correspondió a los expertos del IPCC en presentar su sesgado mensaje a los periodistas para que lo transmitieran.
En la primera línea del comunicado de prensa del IPCC se declaraba que “a mediados de siglo casi el 80 por ciento del suministro energético del mundo podría correr a cargo de las energías renovables, si estuvieran respaldadas por unas políticas públicas adecuadas”. Las organizaciones de medios de comunicación repitieron esa historia a escala mundial.
El mes pasado, el IPCC hizo público el informe completo, junto con los datos en los que se basaba esa afirmación asombrosamente optimista. Sólo entonces se supo que se basaba exclusivamente en la más optimista de las 164 hipótesis resultantes de los modelos y estudiadas por los investigadores y esa única hipótesis procedía de un único estudio que se remontaba a un informe preparado por la organización ecologista Greenpeace. Su autor, un miembro del personal de Greenpeace, era uno de los autores principales del IPCC.
La afirmación se basaba en el supuesto de una gran reducción de la utilización mundial de la energía. Dado el número de personas que están saliendo de la pobreza en China y la India, se trata de una hipótesis poco convincente.
Cuando el IPCC hizo esa afirmación por primera vez, los activistas del calentamiento planetario y las empresas de energías renovables lanzaron vítores. “El informe demuestra claramente que las tecnologías renovables podrían suministrar al mundo más energía de la que jamás necesitaría”, se jactó Steve Sawyer, Secretario General del Consejo Mundial de la Energía Eólica.
Esa clase de comportamiento –en el que los activistas y las grandes empresas se unen para aplaudir algo que indica la necesidad de aumentar las subvenciones a la energía substitutiva– quedó expuesto en la célebre teoría denominada de “los contrabandistas y los bautistas" de la política.
BLACK FRIDAY SALE: Subscribe for as little as $34.99
Subscribe now to gain access to insights and analyses from the world’s leading thinkers – starting at just $34.99 for your first year.
Subscribe Now
Dicha teoría se debió a la experiencia de los Estados Unidos sureños, donde muchas jurisdicciones obligaban a las tiendas a cerrar los domingos, con lo que impedían la venta de alcohol. Esa reglamentación contaba con el apoyo de grupos religiosos por razones morales, pero también de contrabandistas, porque los domingos tenían el marcado para ellos solos. Los políticos adoptaban la retórica pía de los bautistas, mientras recibían a escondidas contribuciones de los delincuentes a sus campañas.
Naturalmente, los “contrabandistas” del cambio climático actuales no cometen ilegalidad alguna, pero con frecuencia se pasa por alto el interés de las empresas energéticas, los productores de biocombustibles, las compañías de seguros, los grupos de presión y otros en apoyo de las políticas “verdes”.
De hecho, la teoría de “los contrabandistas y los bautistas” sirve para explicar otras derivaciones de la política relativa al calentamiento planetario en el último decenio, más o menos. Por ejemplo, el Protocolo de Kyoto habría costado billones de dólares, pero habría logrado resultados prácticamente inapreciables a la hora de detener el aumento de la temperatura mundial. Y, sin embargo, los activistas afirmaban que existía la obligación moral de reducir las emisiones de dióxido de carbono y fueron aclamados por las empresas que se beneficiarían con ello.
Durante la infausta cumbre del clima celebrada en Copenhague en diciembre de 2009, la capital de Dinamarca quedó cubierta con carteles ingeniosos en los que se instaba a los delegados a lograr un acuerdo válido... pagados por Vestas, el mayor productor de molinos de viento del mundo.
El magnate del petróleo T. Boone Pickens, famoso converso al ecologismo, formuló un “plan” (que bautizó con su propio nombre) para aumentar la dependencia de los Estados Unidos de las renovables. Naturalmente, habría sido también uno de los mayores inversores en las empresas de energía eólica y de gas natural beneficiarias de las subvenciones estatales.
Los gigantes energéticos tradicionales BP y Shell han abanderado sus credenciales “verdes”, pero, además, eran posibles beneficiarios de la venta de petróleo o gas en lugar del carbón medioambientalmente “nocivo”. Incluso el gigante de la electricidad de los EE.UU. Duke Energy, gran consumidor de carbón, obtuvo renombre verde por promover un plan de límites máximos y comercio para los EE.UU., pero la empresa acabó oponiéndose al proyecto legislativo para la creación de dicho plan, porque no concedía suficientes permisos de emisiones de carbono gratuitas a las empresas del carbón.
Afirmaciones equívocas por parte de activistas fieles dieron pie para la aparición de la industria de los biocombustibles (con el apoyo de grupos de presión). Es probable que la producción de biocombustibles aumente el carbono atmosférico por la desforestación en gran escala que requiere, mientras que la desviación de cosechas aumenta los precios de los alimentos y contribuye al hambre mundial. Si bien los ecologistas han empezado a reconocerlo, la industria recibió mucho apoyo de ellos en sus comienzos y ahora ni las agroindustrias ni los productores de energías verdes tienen interés alguno en cambiar de rumbo.
Evidentemente, la motivación de las empresas privadas es el propio interés, cosa que no es mala en sí, pero con demasiada frecuencia vemos a comentaristas indicar que, cuando Greenpeace y grandes empresas están de acuerdo en algo, debe de ser una opción sensata. El apoyo de empresas a políticas caras, como, por ejemplo, el protocolo de Kyoto, que habría servido de muy poco para luchar contra el cambio climático, indica lo contrario.
Los “bautistas” del cambio climático brindan la cobertura moral que los políticos pueden utilizar para vender una reglamentación, junto con historias aterradoras que los medios de comunicación pueden utilizar para atraer a lectores y espectadores. Las empresas ven las oportunidades de obtener subvenciones con cargo al contribuyente y de hacer recaer sobre los consumidores el inevitable aumento de los costos.
Lamentablemente, esa convergencia de intereses puede hacer que nos centremos en reacciones ineficaces y onerosas ante el cambio climático. Siempre que fuerzas políticas opuestas se atraen, como lo han hecho los activistas y las grandes empresas en el caso del calentamiento planetario, existe un gran riesgo de que el interés público quede atrapado en el medio.