Carlos Ghosn Christophe Morin/IP3/Getty Images

Cuando los líderes no se van

DUBLÍN – El espectacular ascenso y posterior caída de Carlos Ghosn, el “matador de costos”, que salvó a Nissan después de 1999 y creó una poderosa alianza entre la automotriz japonesa, su accionista francesa Renault y la japonesa Mitsubishi Motors, recuerda al teatro kabuki, con la reafirmación de los poderes establecidos al final. Pero a lo que más se parece la caída de Ghosn es a una tragedia griega clásica, con elementos alemanes modernos. Es una historia de encuentro entre Hybris y Némesis. Y el mejor paralelo para Ghosn es la canciller alemana Angela Merkel.

Hasta los representantes de superestrellas y los líderes políticos se arriesgan al desastre cuando sobreestiman su poder y se quedan más de lo debido. Es lo que hizo Merkel al permanecer en el cargo 13 años, lo que la convierte en la canciller más duradera desde que Helmut Kohl ocupó el puesto entre 1982 y 1998.

En tiempos recientes a Merkel se la ha visto (con o sin razón) en términos heroicos, por su papel en la estabilización del euro. Pero cuando deje el cargo (probablemente en los próximos meses), quedará de ella una imagen muy disminuida, tal vez incluso humillada.

Al menos su destino parece mejor que el de Ghosn, que fue arrestado en Tokio tras aterrizar allí en un jet privado, y ahora enfrenta acusaciones de que malversó fondos de la empresa y ocultó millones de dólares en remuneraciones no declaradas. Cualesquiera sean los hechos que al final se descubran, la carrera del ejecutivo brasileño‑libanés‑francés (que incluyó 18 años al mando de Nissan y 13 al mando de Renault) ha encontrado un súbito final.

Del arresto de Ghosn pueden extraerse muchas enseñanzas. Una es la nueva importancia de los denunciantes en el sector corporativo japonés. Como en el escándalo contable de 2011 que involucró a la Olympus Corporation, la presunta inconducta de Ghosn llegó a oídos de la gerencia de la empresa de boca de una fuente interna.

Pero hay otra enseñanza: que las normas de auditoría y gobernanza corporativa de las grandes empresas japonesas siguen siendo inadecuadas. Si Ghosn realmente omitió de los libros contables de Nissan una parte de sus ingresos reales, tuvo que haber colaboradores en el departamento de finanzas de la empresa, y esas prácticas debieron ser identificadas por los auditores e investigadas por directores independientes. Una revelación tan repentina y tardía de inconducta por parte de un ejecutivo proyecta una oscura sombra sobre toda la empresa.

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Esa sombra también se extiende a la afirmación de que la gobernanza corporativa en Japón ha mejorado sustancialmente tras las reformas alentadas por el gobierno del primer ministro Shinzo Abe. Pero es posible que esas falencias queden en segundo plano, por la presencia de un elemento adicional en este relato que se evidenció tras el arresto, cuando el anterior codirector de la empresa junto con Ghosn, Hiroto Saikawa, lo despidió brutalmente: la reafirmación de la solidaridad empresaria de los directivos japoneses, en un intento de reequilibrar el poder en la alianza Nissan‑Renault‑Mitsubishi Motors, restándoselo a Renault para devolvérselo a Nissan.

Este cambio pone en riesgo la estabilidad de la alianza, pero los directivos de Nissan aparentemente consideran que es preferible a ser subsumidos en una fusión de facto (que por las historias que se están revelando en Tokio, era lo que tramaba Ghosn). En la actualidad Renault posee una participación del 43% en Nissan, mientras que Nissan posee el 15% de Renault y el 34% de Mitsubishi Motors. Estas estructuras de propiedad cruzada son práctica común en el mundo empresarial japonés, pero es posible que a Ghosn y a Renault les pareciera que un sistema de propiedad total sería un modelo más sostenible a largo plazo.

Pero la principal moraleja de este relato trágico no deriva de un conflicto entre prácticas japonesas y europeas, ni de una disputa por remuneraciones ni de prácticas corporativas dudosas. La gran enseñanza es que a menos que uno sea el dueño de una empresa, es mejor que no piense que va a dominarla para siempre.

El año pasado Ghosn renunció al cargo de codirector de Nissan, pero conservó la presidencia, y es evidente que creía que seguiría al mando. Organizar la propia sucesión es una tarea fundamental para cualquier líder, que no debe postergarse hasta que sea demasiado tarde; pero Ghosn no lo hizo (en parte, porque nunca se fue realmente).

Es lo que está haciendo ahora Merkel, si tomamos sus palabras literalmente. En octubre anunció que no se presentará para la reelección como líder de la Unión Demócrata Cristiana en diciembre, pero aseguró que seguirá como canciller hasta 2021. Sin embargo, en cuanto se elija al nuevo líder del partido, comenzarán a oírse voces que reclamen el retiro inmediato de Merkel (especialmente si el nuevo líder termina siendo su viejo rival Friedrich Merz).

Para evitar esa presión de antemano, lo mejor sería que Merkel tome la iniciativa de anunciar su partida en diciembre. Ya es demasiado tarde para que intente cambiar su legado, en el que siempre se destacará su controvertida decisión en 2015 de abrir las fronteras de Alemania a más de un millón de solicitantes de asilo procedentes de Siria y otros países de Medio Oriente. Su última oportunidad para influir en lo que los historiadores escribirán sobre ella es elegir el momento y la manera de abandonar el escenario político.

En cambio, el único modo que tiene Ghosn de influir en su legado es a través de lo que sus abogados consigan probar en las demandas que eventualmente enfrente. Si se hubiera ido mucho antes, entregando todo el poder con elegancia, su historia hubiera sido una de grandes logros, y con mucho menos daño a las empresas a las que otrora supo servir tan bien.

Traducción: Esteban Flamini

https://prosyn.org/xLTTmgYes