HONOLULU – Hay en marcha una cínica campaña para promover el uso de una nueva tecnología, poderosa y preocupante, conocida como “impulsor genético” (gene drive), como herramienta conservacionista. No es la modificación genética común y corriente (la creación de organismos “transgénicos”), sino algo radicalmente nuevo, consistente en la activación de “mutaciones genéticas en cadena” capaces de modificar sistemas vivos en formas inimaginables.
El impulsor genético es la próxima frontera de la ingeniería genética, la biología sintética y la edición de genes. Esta tecnología permite invalidar las reglas normales de la herencia genética, para asegurar que un rasgo particular injertado artificialmente en el ADN de un organismo mediante tecnología de edición de genes avanzada se transmita a todas las generaciones siguientes, alterando así el futuro de toda la especie.
Es una herramienta biológica con un poder nunca antes visto. Pero en vez de detenerse a pensar bien las implicaciones éticas, ecológicas y sociales aplicables a esta tecnología, muchos se han lanzado a una feroz campaña para promoverla como herramienta de conservación de especies.
Una propuesta apunta a proteger las aves nativas de la isla Kauai, en Hawaii, mediante el uso del impulsor genético para reducir la población de una especie de mosquitos que transmiten la malaria aviar. Otro plan, promovido por un consorcio conservacionista que incluye agencias de los gobiernos estadounidense y australiano, propone erradicar de ciertas islas un tipo de roedor perjudicial para las aves, mediante la introducción de modificaciones genéticas que impedirían a los ratones tener descendencia femenina. Esto sería el primer paso de un plan de Biocontrol Genético de Roedores Invasivos (GBIRd por su sigla en inglés), pensado para provocar la extinción deliberada de “pestes”, por ejemplo los ratones, a fin de salvar especies “favorecidas”, como ciertas aves amenazadas de extinción.
El supuesto subyacente a estas propuestas parece ser que los seres humanos tenemos el conocimiento, las capacidades y la prudencia necesarios para controlar la naturaleza. La idea de que podemos (y debemos) generar extinciones deliberadas para hacer frente a las que provocamos sin desearlo es alarmante.
No soy la única que está preocupada. En el Congreso Mundial de Conservación de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), que se celebra estos días en Hawaii, un grupo de eminentes conservacionistas y científicos publicó una carta abierta, titulada “Llamado a la conservación con conciencia”, que demanda prohibir el impulsor genético como herramienta de conservación de especies. La carta lleva las firmas de, entre otros, el ícono ambientalista David Suzuki, el físico Fritjof Capra, Tom Goldtooth (miembro de la Red Ambiental Indígena), Nell Newman (pionera de la agricultura orgánica) y la autora de este artículo.
El debate iniciado en el congreso de la UICN continuará en el Convenio de las Naciones Unidas sobre Diversidad Biológica, que tendrá lugar en diciembre en México, donde se pondrá a consideración de los gobiernos una propuesta de moratoria global al uso del impulsor genético. Este debate refleja la exigencia de diversos actores de la sociedad civil para pensar mejor las implicaciones científicas, éticas y legales de esta tecnología.
En mi opinión, no estamos haciendo la pregunta correcta. Nuestra enorme capacidad tecnológica suele verse ante todo a través del lente de la ingeniería, y los ingenieros tienden a concentrarse en una cuestión: “¿Produce el efecto deseado?”. Pero como señala Angelika Hilbeck, presidenta de la Red Europea de Científicos por la Responsabilidad Social y Ambiental (ENSSER), sería mejor preguntar: “¿Qué otros efectos produce?”.
Por ejemplo, en relación con el proyecto GBIRd podríamos preguntarnos si es posible que los ratones modificados para no tener descendencia femenina se esparzan fuera del ecosistema particular donde se los introduciría (algo que hacen los cultivos transgénicos y los salmones de criadero), y qué pasaría entonces. En cuanto a los mosquitos de Hawaii, podríamos preguntarnos qué efecto tendría la reducción de su población sobre otra especie amenazada, el murciélago gris.
Asegurar la debida atención a preguntas como estas no será fácil. En mi carácter de abogada con experiencia en la normativa pública estadounidense, puedo decir sin temor a equivocarme que el marco regulatorio actual es totalmente inadecuado para evaluar y controlar la tecnología de impulsores genéticos.
Para peor, los medios de prensa han sido sistemáticamente incapaces de informar a la opinión pública sobre los riesgos de las tecnologías genéticas. Pocos entienden que, como explica Lily Kay, historiadora de la ciencia en el MIT, la ingeniería genética se desarrolló y promovió deliberadamente como una herramienta de control biológico y social. Los promotores de este proceso trataban de cumplir con un supuesto mandato de “intervención social basada en la ciencia”.
Herramientas poderosas como la modificación genética y, especialmente, la tecnología de impulsores genéticos, echan a volar la imaginación de cualquiera que pueda darles un uso, desde el ejército (que podría usarlas para crear armas biológicas invencibles) hasta sanitaristas bienintencionados (para quienes servirían para ayudar a erradicar ciertas enfermedades mortales). Sin duda estas herramientas encajan bien con la “narrativa del héroe” que muchos de mis colegas ambientalistas suscriben.
Pero el hecho es que no hemos creado la infraestructura intelectual necesaria para encarar los desafíos fundamentales que plantea el impulsor genético (por no hablar de otras tecnologías también poderosas). Y ahora se nos pide suspender el juicio crítico y confiar en la promesa de las tecnoélites de usar el impulsor genético con responsabilidad y al servicio de objetivos ambientales aparentemente positivos. Parece que no hace falta una deliberación pública. Pero, ¿por qué hemos de creer a ciegas que todo está bajo control?
En mi opinión, el énfasis en el uso de la tecnología de impulsor genético como herramienta conservacionista es una estratagema para obtener aceptación del público y protección regulatoria. ¿Por qué exponer algo al escrutinio de la opinión pública, con el consiguiente riesgo de que se le pongan límites, cuando uno puede introducirlo subrepticiamente con el pretexto de que su uso será beneficioso? Los riesgos son demasiado evidentes para que los defensores de la tecnología de impulsor genético quieran hablar de ellos.
Tras más de veinte años que llevo investigando y publicando en relación con las tecnologías transgénicas, creí que ya había visto todo en materia de falsas promesas y de la histeria que promueven. Pero el impulsor genético no se parece a nada que ya hayamos visto: pondrá definitivamente a prueba nuestro supuesto autocontrol. ¿Podemos realmente confiar en que la ciencia nos servirá de guía, o lanzarnos a actuar irreflexivamente con la fe puesta en el poder mágico de la tecnología?
Felizmente, todavía tenemos elección. El hecho de que el impulsor genético puede cambiar la relación básica entre la humanidad y el mundo natural es tanto un desafío cuanto una oportunidad. Podemos hacer ahora lo que debimos hacer mucho tiempo atrás respecto de la tecnología nuclear y la transgénica: empezar a mirar con más atención los riesgos del ingenio humano y con más respeto el genio de la naturaleza.
Traducción: Esteban Flamini
HONOLULU – Hay en marcha una cínica campaña para promover el uso de una nueva tecnología, poderosa y preocupante, conocida como “impulsor genético” (gene drive), como herramienta conservacionista. No es la modificación genética común y corriente (la creación de organismos “transgénicos”), sino algo radicalmente nuevo, consistente en la activación de “mutaciones genéticas en cadena” capaces de modificar sistemas vivos en formas inimaginables.
El impulsor genético es la próxima frontera de la ingeniería genética, la biología sintética y la edición de genes. Esta tecnología permite invalidar las reglas normales de la herencia genética, para asegurar que un rasgo particular injertado artificialmente en el ADN de un organismo mediante tecnología de edición de genes avanzada se transmita a todas las generaciones siguientes, alterando así el futuro de toda la especie.
Es una herramienta biológica con un poder nunca antes visto. Pero en vez de detenerse a pensar bien las implicaciones éticas, ecológicas y sociales aplicables a esta tecnología, muchos se han lanzado a una feroz campaña para promoverla como herramienta de conservación de especies.
Una propuesta apunta a proteger las aves nativas de la isla Kauai, en Hawaii, mediante el uso del impulsor genético para reducir la población de una especie de mosquitos que transmiten la malaria aviar. Otro plan, promovido por un consorcio conservacionista que incluye agencias de los gobiernos estadounidense y australiano, propone erradicar de ciertas islas un tipo de roedor perjudicial para las aves, mediante la introducción de modificaciones genéticas que impedirían a los ratones tener descendencia femenina. Esto sería el primer paso de un plan de Biocontrol Genético de Roedores Invasivos (GBIRd por su sigla en inglés), pensado para provocar la extinción deliberada de “pestes”, por ejemplo los ratones, a fin de salvar especies “favorecidas”, como ciertas aves amenazadas de extinción.
El supuesto subyacente a estas propuestas parece ser que los seres humanos tenemos el conocimiento, las capacidades y la prudencia necesarios para controlar la naturaleza. La idea de que podemos (y debemos) generar extinciones deliberadas para hacer frente a las que provocamos sin desearlo es alarmante.
No soy la única que está preocupada. En el Congreso Mundial de Conservación de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), que se celebra estos días en Hawaii, un grupo de eminentes conservacionistas y científicos publicó una carta abierta, titulada “Llamado a la conservación con conciencia”, que demanda prohibir el impulsor genético como herramienta de conservación de especies. La carta lleva las firmas de, entre otros, el ícono ambientalista David Suzuki, el físico Fritjof Capra, Tom Goldtooth (miembro de la Red Ambiental Indígena), Nell Newman (pionera de la agricultura orgánica) y la autora de este artículo.
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El debate iniciado en el congreso de la UICN continuará en el Convenio de las Naciones Unidas sobre Diversidad Biológica, que tendrá lugar en diciembre en México, donde se pondrá a consideración de los gobiernos una propuesta de moratoria global al uso del impulsor genético. Este debate refleja la exigencia de diversos actores de la sociedad civil para pensar mejor las implicaciones científicas, éticas y legales de esta tecnología.
En mi opinión, no estamos haciendo la pregunta correcta. Nuestra enorme capacidad tecnológica suele verse ante todo a través del lente de la ingeniería, y los ingenieros tienden a concentrarse en una cuestión: “¿Produce el efecto deseado?”. Pero como señala Angelika Hilbeck, presidenta de la Red Europea de Científicos por la Responsabilidad Social y Ambiental (ENSSER), sería mejor preguntar: “¿Qué otros efectos produce?”.
Por ejemplo, en relación con el proyecto GBIRd podríamos preguntarnos si es posible que los ratones modificados para no tener descendencia femenina se esparzan fuera del ecosistema particular donde se los introduciría (algo que hacen los cultivos transgénicos y los salmones de criadero), y qué pasaría entonces. En cuanto a los mosquitos de Hawaii, podríamos preguntarnos qué efecto tendría la reducción de su población sobre otra especie amenazada, el murciélago gris.
Asegurar la debida atención a preguntas como estas no será fácil. En mi carácter de abogada con experiencia en la normativa pública estadounidense, puedo decir sin temor a equivocarme que el marco regulatorio actual es totalmente inadecuado para evaluar y controlar la tecnología de impulsores genéticos.
Para peor, los medios de prensa han sido sistemáticamente incapaces de informar a la opinión pública sobre los riesgos de las tecnologías genéticas. Pocos entienden que, como explica Lily Kay, historiadora de la ciencia en el MIT, la ingeniería genética se desarrolló y promovió deliberadamente como una herramienta de control biológico y social. Los promotores de este proceso trataban de cumplir con un supuesto mandato de “intervención social basada en la ciencia”.
Herramientas poderosas como la modificación genética y, especialmente, la tecnología de impulsores genéticos, echan a volar la imaginación de cualquiera que pueda darles un uso, desde el ejército (que podría usarlas para crear armas biológicas invencibles) hasta sanitaristas bienintencionados (para quienes servirían para ayudar a erradicar ciertas enfermedades mortales). Sin duda estas herramientas encajan bien con la “narrativa del héroe” que muchos de mis colegas ambientalistas suscriben.
Pero el hecho es que no hemos creado la infraestructura intelectual necesaria para encarar los desafíos fundamentales que plantea el impulsor genético (por no hablar de otras tecnologías también poderosas). Y ahora se nos pide suspender el juicio crítico y confiar en la promesa de las tecnoélites de usar el impulsor genético con responsabilidad y al servicio de objetivos ambientales aparentemente positivos. Parece que no hace falta una deliberación pública. Pero, ¿por qué hemos de creer a ciegas que todo está bajo control?
En mi opinión, el énfasis en el uso de la tecnología de impulsor genético como herramienta conservacionista es una estratagema para obtener aceptación del público y protección regulatoria. ¿Por qué exponer algo al escrutinio de la opinión pública, con el consiguiente riesgo de que se le pongan límites, cuando uno puede introducirlo subrepticiamente con el pretexto de que su uso será beneficioso? Los riesgos son demasiado evidentes para que los defensores de la tecnología de impulsor genético quieran hablar de ellos.
Tras más de veinte años que llevo investigando y publicando en relación con las tecnologías transgénicas, creí que ya había visto todo en materia de falsas promesas y de la histeria que promueven. Pero el impulsor genético no se parece a nada que ya hayamos visto: pondrá definitivamente a prueba nuestro supuesto autocontrol. ¿Podemos realmente confiar en que la ciencia nos servirá de guía, o lanzarnos a actuar irreflexivamente con la fe puesta en el poder mágico de la tecnología?
Felizmente, todavía tenemos elección. El hecho de que el impulsor genético puede cambiar la relación básica entre la humanidad y el mundo natural es tanto un desafío cuanto una oportunidad. Podemos hacer ahora lo que debimos hacer mucho tiempo atrás respecto de la tecnología nuclear y la transgénica: empezar a mirar con más atención los riesgos del ingenio humano y con más respeto el genio de la naturaleza.
Traducción: Esteban Flamini