VANCOUVER/BERLÍN – El fin de la era de los combustibles fósiles está cerca. Las señales abundan: las fuentes renovables (como la solar y la eólica) exceden sistemáticamente las expectativas; la difusión del vehículo eléctrico supera con creces los pronósticos; y gobiernos de todo el mundo reconocen la urgencia de hacer frente al cambio climático.
Pero parece faltar una discusión seria de la cuestión central: ¿cuál es el plan para liberarnos de la dependencia del petróleo, el carbón y el gas?
Es una pregunta cada vez más urgente, ya que gobiernos de todo el mundo, de Argentina a la India y Noruega, promueven planes para seguir produciendo combustibles fósiles y explorar en busca de más. Afirman que los nuevos proyectos son compatibles con sus compromisos según el acuerdo de París sobre el clima, pero lo cierto es que incluso con sólo quemar los combustibles fósiles que hay en las reservas ya conocidas, las temperaturas globales subirán más de 2 °C por encima de los niveles preindustriales, es decir, mucho más que el límite establecido en ese acuerdo. Es una asombrosa muestra de disonancia cognitiva.
La realidad es que limitar la producción de combustibles fósiles ya mismo es esencial para no seguir reforzando el arraigue de infraestructuras energéticas y dinámicas políticas que dificultarán y encarecerán todavía más el abandono de esos combustibles. Se plantean en esto importantes cuestiones en materia de equidad: ¿quién podrá vender el último barril de petróleo? ¿Quién pagará la transición a las fuentes renovables? ¿Quién compensará a trabajadores y comunidades afectados? Son preguntas que en última instancia es preciso responder en el contexto más amplio de la justicia climática.
Se ha dicho que el cambio climático es el desafío moral de nuestra era. Sólo este año, el mundo se enfrentó a una serie inédita de inundaciones, huracanes, incendios forestales y sequías en casi todos los continentes. Pero lo peor todavía no llegó. Para evitar los efectos más devastadores, el abandono gradual del carbón (el asesino climático número uno) no será suficiente. La seguridad climática futura demanda poner fin a la era de las grandes petroleras.
Felizmente, el cambio social no es un proceso gradual y lineal, sino que suele darse en oleadas, caracterizadas por “momentos de inflexión” donde confluyen el progreso tecnológico, los incentivos financieros, el liderazgo político, el cambio de políticas y, lo más importante, la movilización social. Parece que nos acercamos a uno de esos momentos.
Para empezar, la tecnología avanza a un ritmo más veloz que el que se creía posible. Hace veinte años (cuando comenzamos a trabajar en temas climáticos) enviábamos faxes, hacíamos llamadas desde teléfonos fijos y revelábamos en cuartos oscuros fotos tomadas en película de 35 mm. Dentro de veinte años viviremos en un mundo impulsado por el sol, las olas y el viento.
Además, el desarrollo de proyectos de combustibles fósiles genera cada vez más oposición popular, con la presión política y los riesgos financieros y legales que eso supone. Personas comunes y corrientes en todas partes luchan para detener proyectos incompatibles con un futuro climático seguro; por ejemplo, protestando contra la construcción de nuevos oleogasoductos como el Dakota Access Pipeline en Estados Unidos o el Kinder Morgan Trans Mountain Pipeline System en Canadá; uniéndose al bloqueo realizado por “kayactivistas” a plataformas petroleras en el Ártico; o usando referendos locales para detener proyectos petroleros y mineros en Colombia.
Hace poco, más de 450 organizaciones de más de 70 países firmaron la Declaración de Lofoten, que pide explícitamente un abandono controlado de los combustibles fósiles, liderado por los que están en mejor situación para hacerlo, con una transición justa para los afectados y apoyo para los países que enfrentan los desafíos más importantes.
Los países ricos deben ser los primeros. Noruega, por ejemplo, no sólo es uno de los más ricos del mundo; también es el séptimo exportador de emisiones de dióxido de carbono, y sigue permitiendo la exploración y el desarrollo de nuevos campos gaspetroleros. Algunos proyectos nuevos propuestos o previstos pueden aumentar un 150% el límite de emisiones de Noruega.
Para que Noruega cumpla su papel declarado de líder de la discusión internacional sobre el clima, su gobierno debe trabajar activamente para reducir la producción, y al mismo tiempo dar apoyo durante la transición a trabajadores y comunidades afectados. Canadá, otro país rico que se declara líder climático, pero sigue encarando nuevos proyectos gaspetroleros, debe hacer lo mismo.
Algunos países ya están dando pasos en la dirección correcta. El presidente francés Emmanuel Macron presentó un proyecto de ley para el abandono gradual de toda exploración y producción gaspetrolera en Francia y sus territorios de ultramar, de aquí a 2040; el gobierno escocés prohibió directamente el fracking; y Costa Rica ahora produce la inmensa mayoría de su electricidad sin petróleo. Pero el trabajo real todavía está por hacerse: no basta que los países cancelen planes de construir nuevas infraestructuras basadas en los combustibles fósiles, también es necesario que vayan desmontando los sistemas que ya hay.
Una economía libre de combustibles fósiles llegará, con nuestra intervención o sin ella. Si la creamos deliberadamente, podremos resolver cuestiones relacionadas con la equidad y los derechos humanos, garantizando que la transición sea fluida y justa, y que la nueva infraestructura energética sea ecológicamente sostenible y esté bajo control democrático. Pero si sólo dejamos que se dé por sí misma, muchas jurisdicciones se encontrarán un día con oleogasoductos a ninguna parte, inmensas minas a medio construir y activos inmovilizados que debilitarán sus economías y contribuirán a la polarización política y la agitación social. Hay una sola elección razonable.
Ciudadanos de todo el mundo se han alzado en defensa de la visión de un futuro mejor, en el que las comunidades, no las corporaciones, gestionen los recursos naturales y ecosistemas como bienes comunes, y en el que las personas consuman menos, generen menos residuos plásticos tóxicos y disfruten de un medioambiente más saludable. Hacer realidad esa visión es responsabilidad de los dirigentes políticos, que deben trabajar activamente para diseñar una transición justa e inteligente a un futuro libre de combustibles fósiles, en vez de hacer que alcanzarlo sea cada vez más difícil y caro.
(Las autoras agradecen a Hannah McKinnon, de Oil Change International, la ayuda que brindó para este artículo.)
Traducción: Esteban Flamini
VANCOUVER/BERLÍN – El fin de la era de los combustibles fósiles está cerca. Las señales abundan: las fuentes renovables (como la solar y la eólica) exceden sistemáticamente las expectativas; la difusión del vehículo eléctrico supera con creces los pronósticos; y gobiernos de todo el mundo reconocen la urgencia de hacer frente al cambio climático.
Pero parece faltar una discusión seria de la cuestión central: ¿cuál es el plan para liberarnos de la dependencia del petróleo, el carbón y el gas?
Es una pregunta cada vez más urgente, ya que gobiernos de todo el mundo, de Argentina a la India y Noruega, promueven planes para seguir produciendo combustibles fósiles y explorar en busca de más. Afirman que los nuevos proyectos son compatibles con sus compromisos según el acuerdo de París sobre el clima, pero lo cierto es que incluso con sólo quemar los combustibles fósiles que hay en las reservas ya conocidas, las temperaturas globales subirán más de 2 °C por encima de los niveles preindustriales, es decir, mucho más que el límite establecido en ese acuerdo. Es una asombrosa muestra de disonancia cognitiva.
La realidad es que limitar la producción de combustibles fósiles ya mismo es esencial para no seguir reforzando el arraigue de infraestructuras energéticas y dinámicas políticas que dificultarán y encarecerán todavía más el abandono de esos combustibles. Se plantean en esto importantes cuestiones en materia de equidad: ¿quién podrá vender el último barril de petróleo? ¿Quién pagará la transición a las fuentes renovables? ¿Quién compensará a trabajadores y comunidades afectados? Son preguntas que en última instancia es preciso responder en el contexto más amplio de la justicia climática.
Se ha dicho que el cambio climático es el desafío moral de nuestra era. Sólo este año, el mundo se enfrentó a una serie inédita de inundaciones, huracanes, incendios forestales y sequías en casi todos los continentes. Pero lo peor todavía no llegó. Para evitar los efectos más devastadores, el abandono gradual del carbón (el asesino climático número uno) no será suficiente. La seguridad climática futura demanda poner fin a la era de las grandes petroleras.
Felizmente, el cambio social no es un proceso gradual y lineal, sino que suele darse en oleadas, caracterizadas por “momentos de inflexión” donde confluyen el progreso tecnológico, los incentivos financieros, el liderazgo político, el cambio de políticas y, lo más importante, la movilización social. Parece que nos acercamos a uno de esos momentos.
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Para empezar, la tecnología avanza a un ritmo más veloz que el que se creía posible. Hace veinte años (cuando comenzamos a trabajar en temas climáticos) enviábamos faxes, hacíamos llamadas desde teléfonos fijos y revelábamos en cuartos oscuros fotos tomadas en película de 35 mm. Dentro de veinte años viviremos en un mundo impulsado por el sol, las olas y el viento.
Además, el desarrollo de proyectos de combustibles fósiles genera cada vez más oposición popular, con la presión política y los riesgos financieros y legales que eso supone. Personas comunes y corrientes en todas partes luchan para detener proyectos incompatibles con un futuro climático seguro; por ejemplo, protestando contra la construcción de nuevos oleogasoductos como el Dakota Access Pipeline en Estados Unidos o el Kinder Morgan Trans Mountain Pipeline System en Canadá; uniéndose al bloqueo realizado por “kayactivistas” a plataformas petroleras en el Ártico; o usando referendos locales para detener proyectos petroleros y mineros en Colombia.
Hace poco, más de 450 organizaciones de más de 70 países firmaron la Declaración de Lofoten, que pide explícitamente un abandono controlado de los combustibles fósiles, liderado por los que están en mejor situación para hacerlo, con una transición justa para los afectados y apoyo para los países que enfrentan los desafíos más importantes.
Los países ricos deben ser los primeros. Noruega, por ejemplo, no sólo es uno de los más ricos del mundo; también es el séptimo exportador de emisiones de dióxido de carbono, y sigue permitiendo la exploración y el desarrollo de nuevos campos gaspetroleros. Algunos proyectos nuevos propuestos o previstos pueden aumentar un 150% el límite de emisiones de Noruega.
Para que Noruega cumpla su papel declarado de líder de la discusión internacional sobre el clima, su gobierno debe trabajar activamente para reducir la producción, y al mismo tiempo dar apoyo durante la transición a trabajadores y comunidades afectados. Canadá, otro país rico que se declara líder climático, pero sigue encarando nuevos proyectos gaspetroleros, debe hacer lo mismo.
Algunos países ya están dando pasos en la dirección correcta. El presidente francés Emmanuel Macron presentó un proyecto de ley para el abandono gradual de toda exploración y producción gaspetrolera en Francia y sus territorios de ultramar, de aquí a 2040; el gobierno escocés prohibió directamente el fracking; y Costa Rica ahora produce la inmensa mayoría de su electricidad sin petróleo. Pero el trabajo real todavía está por hacerse: no basta que los países cancelen planes de construir nuevas infraestructuras basadas en los combustibles fósiles, también es necesario que vayan desmontando los sistemas que ya hay.
Una economía libre de combustibles fósiles llegará, con nuestra intervención o sin ella. Si la creamos deliberadamente, podremos resolver cuestiones relacionadas con la equidad y los derechos humanos, garantizando que la transición sea fluida y justa, y que la nueva infraestructura energética sea ecológicamente sostenible y esté bajo control democrático. Pero si sólo dejamos que se dé por sí misma, muchas jurisdicciones se encontrarán un día con oleogasoductos a ninguna parte, inmensas minas a medio construir y activos inmovilizados que debilitarán sus economías y contribuirán a la polarización política y la agitación social. Hay una sola elección razonable.
Ciudadanos de todo el mundo se han alzado en defensa de la visión de un futuro mejor, en el que las comunidades, no las corporaciones, gestionen los recursos naturales y ecosistemas como bienes comunes, y en el que las personas consuman menos, generen menos residuos plásticos tóxicos y disfruten de un medioambiente más saludable. Hacer realidad esa visión es responsabilidad de los dirigentes políticos, que deben trabajar activamente para diseñar una transición justa e inteligente a un futuro libre de combustibles fósiles, en vez de hacer que alcanzarlo sea cada vez más difícil y caro.
(Las autoras agradecen a Hannah McKinnon, de Oil Change International, la ayuda que brindó para este artículo.)
Traducción: Esteban Flamini