MADRID –Durante este año de pandemia, una palabra se ha repetido hasta la saciedad en el debate público: “resiliencia”. El concepto suele interpretarse como antónimo de “fragilidad”. Ciertamente, para muchas familias y empresas, la resiliencia es lo máximo a lo que se puede aspirar en estos tiempos aciagos. ¿Qué más podemos pedir la mayoría de nosotros que salir relativamente airosos del temporal? Pero el verdadero antónimo de “fragilidad” es otro. Como meta colectiva, a la resiliencia le falta ambición. Es deseable y viable ir incluso más allá.
MADRID –Durante este año de pandemia, una palabra se ha repetido hasta la saciedad en el debate público: “resiliencia”. El concepto suele interpretarse como antónimo de “fragilidad”. Ciertamente, para muchas familias y empresas, la resiliencia es lo máximo a lo que se puede aspirar en estos tiempos aciagos. ¿Qué más podemos pedir la mayoría de nosotros que salir relativamente airosos del temporal? Pero el verdadero antónimo de “fragilidad” es otro. Como meta colectiva, a la resiliencia le falta ambición. Es deseable y viable ir incluso más allá.