FLORENCIA – Se está hablando mucho últimamente –en particular, en Gran Bretaña y los Estados Unidos– de reinventar la diplomacia para el siglo XXI. Tanto la Secretaria de Estado de los EE.UU., Hillary Clinton, como el dirigente de los
tories
británicos, David Cameron, han hablado recientemente de una nueva síntesis de defensa, diplomacia y desarrollo, al observar que la política exterior británica y americana reciente ha insistido demasiado en el primer elemento a expensas de los otros dos.
Entretanto, la Unión Europea
ha creado un nuevo instrumento de política exterior llamado Servicio Europeo de Acción Exterior (SEAE), que ha de representar los intereses comunes de los 27 Estados miembros de la UE. Las divisorias entre la autoridad de los nuevos eurodiplomáticos y los actuales ministros de Asuntos Exteriores no están todavía claras, pero, aun así, el SEAE ya es una realidad.
Planes similares para Asia y otros lugares siguen aún en gran medida en proyecto, pero los miembros de organizaciones como, por ejemplo, el Foro Regional de la ASEAN, la Unión Africana y la Organización de Cooperación de Shanghai al menos están hablando cada vez más en serio de la armonización de políticas sobre asuntos de interés común.
El regionalismo ha pasado al primer plano de la política mundial, excepto en los Estados Unidos, donde se los considera antitéticos. Clinton ha calificado de imperativo mundial más importante en la actualidad para su país el de mejorar la comunicación transfronteriza y en todos los niveles de la sociedad, evidentemente en todas partes. Para ello, su jefa de planificación de políticas, la profesora de Princeton Anne-Marie Slaughter, ha promovido los EE.UU. como centro preferente de una red mundial de personas, instituciones y relaciones.
Pero, mientras que los Estados Unidos lo conciben en forma de redes, el resto del mundo está conectando activamente circuitos. ¿Estarán condenados a no entenderse? No hay razón para que así sea. Las dos concepciones parecen atractivas y coherentes con los principios tradicionales de las relaciones internacionales, en particular el deseo de Thomas Jefferson de “paz, comercio y hermandad amistosa con todas las naciones”, a lo que Clinton podría añadir “personas y grupos dentro de las naciones y entre ellas”.
Sin embargo, ni las personas ni las naciones tienen intereses idénticos. La red mundial de Clinton ya está topando con obstáculos, en particular con China. Está descubriendo que las formas antiguas de relación –tratados, embajadores,
démarches
, alianzas y demás– pueden, al fin y al cabo, ser útiles.
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Desde que se inventó la diplomacia en la Italia del Renacimiento, los Estados han considerado necesario intercambiar enviados para alcanzar (o romper) acuerdos, ya sea en pergamino o por videoconferencia. No parece que la mundialización lo haya superado.
Aun así, no debemos negar que la tecnología ha tenido un efecto importante casi por doquier. Así como el telégrafo permitió eliminar semanas del tiempo que hacía falta para intercambiar mensajes con el extranjero y el aeroplano y el teléfono permitieron a los dirigentes relacionarse directamente con mucho mayor frecuencia que nunca, las tecnologías actuales seguirán sin lugar a dudas modificando los medios básicos de intercambio, ya sea entre naciones, regiones o entidades suprarregionales.
Sin embargo, debemos procurar no confundir los medios y los fines de las políticas. Una comunicación mejor y más rápida no es un valioso fin en sí mismo, al menos para los diplomáticos. Basta con recordar la caótica atmósfera durante la reciente conferencia de las Naciones Unidas sobre el clima en Copenhague para temer los desordenados y decepcionantes resultados que puede tener el deseo de todo el mundo de estar presente y ser aplaudido por doquier y a la vez... y de tener todos los medios para hacerlo. Si esas “cumbres mundiales” van a ser el medio principal de gobierno en el siglo XXI, tenemos un motivo justificado de preocupación.
Por fortuna, una tendencia opuesta manifestada en Copenhague es también digna de mención: la de Estados con opiniones semejantes, con frecuencia vecinos, agrupados para mancomunar su influencia, que fue notable en el caso de algunos de los Estados más pequeños y pobres y que más tenían que perder, de no abordarse el cambio climático. Semejantes agrupaciones pueden llegar a ser, si se hacen con buen juicio, las unidades constructivas, y no obstaculizadoras, del consenso mundial.
El mundo ya ha visto en ocasiones anteriores una síntesis semejante. Cuando, después de la primera guerra mundial, el Presidente Woodrow Wilson proclamó el advenimiento de la llamada “nueva diplomacia”, conforme a la cual el secretismo y el equilibrio de poder serían substituidos por pactos transparentes y seguridad colectiva, muchos lo consideraron un sueño de un predicador idealista. Desde luego, la
Machtpolitik
está viva y coleando en muchas partes del mundo actual. Sin embargo, nadie puede negar que los métodos de la diplomacia en 2010 son enormemente diferentes de los de 1910 –y probablemente superiores a ellos– y han dado mejores resultados por doquier.
No se debe sólo a una ley de hierro del progreso. Muchos elementos valiosos de la llamada “vieja diplomacia” persisten: el alineamiento de las políticas exteriores con los intereses nacionales y regionales, la preferencia por lo posible por encima de lo meramente deseable y el cultivo de las que hoy se llaman “medidas de creación de confianza”, es decir, métodos para afianzar la confianza entre grupos pequeños de negociadores profesionales y entre ellos y los pueblos a los que representan.
Quienes suponen que la anticuada diplomacia del siglo XX –como la califican los actuales entusiastas de las redes mundiales– se llevaba a cabo enteramente a puerta cerrada y por parte de minorías selectas no conocen su historia. Basta con leer las crónicas de la prensa contemporánea de cualquier conferencia internacional importante durante aquel período para comprender lo importantes que eran diversos grupos de presión –no sólo la prensa, sino también “activistas en pro de la paz”, banqueros, industriales, sindicatos, organizaciones religiosas y muchos otros– en casi todos aquellos casos.
De hecho, durante mucho tiempo los diplomáticos han sido algunos de los más competentes creadores de redes y conexiones sociales y durante mucho tiempo han afrontado programas y seguidores múltiples, desde los que clamaban para influir en las conferencias de desarme de la Sociedad de Naciones en el decenio de 1930 hasta los que empuñaban megáfonos en Copenhague el pasado mes de diciembre.
El imperativo actual es el de canalizar semejantes pasiones para obtener resultados, cosa que sólo se puede hacer mediante los métodos de eficacia demostrada consistentes en combinar la promoción con la profesionalidad y preparando a una nueva generación de funcionarios internacionales llamados “diplomáticos”. El mundo los necesita –a ellos y su bagaje diplomático– más que nunca.
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America's president subscribes to a brand of isolationism that has waxed and waned throughout US history, but has its roots in the two-century-old Monroe Doctrine. This is bad news for nearly everyone, because it implies acceptance of a world order based on spheres of influence, as envisioned by China and Russia.
hears echoes of the Monroe Doctrine in the US president's threats to acquire Greenland.
Financial markets and official economic indicators over the past few weeks give policymakers around the world plenty to contemplate. Was the recent spike in bond yields a sufficient warning to Donald Trump and his team, or will they still follow through with inflationary stimulus, tariff, and immigration policies?
wonders if recent market signals will keep the new administration’s radicalism in check.
While some observers doubt that US President-elect Donald Trump poses a grave threat to US democracy, others are bracing themselves for the destruction of the country’s constitutional order. With Trump’s inauguration just around the corner, we asked PS commentators how vulnerable US institutions really are.
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FLORENCIA – Se está hablando mucho últimamente –en particular, en Gran Bretaña y los Estados Unidos– de reinventar la diplomacia para el siglo XXI. Tanto la Secretaria de Estado de los EE.UU., Hillary Clinton, como el dirigente de los tories británicos, David Cameron, han hablado recientemente de una nueva síntesis de defensa, diplomacia y desarrollo, al observar que la política exterior británica y americana reciente ha insistido demasiado en el primer elemento a expensas de los otros dos.
Entretanto, la Unión Europea ha creado un nuevo instrumento de política exterior llamado Servicio Europeo de Acción Exterior (SEAE), que ha de representar los intereses comunes de los 27 Estados miembros de la UE. Las divisorias entre la autoridad de los nuevos eurodiplomáticos y los actuales ministros de Asuntos Exteriores no están todavía claras, pero, aun así, el SEAE ya es una realidad.
Planes similares para Asia y otros lugares siguen aún en gran medida en proyecto, pero los miembros de organizaciones como, por ejemplo, el Foro Regional de la ASEAN, la Unión Africana y la Organización de Cooperación de Shanghai al menos están hablando cada vez más en serio de la armonización de políticas sobre asuntos de interés común.
El regionalismo ha pasado al primer plano de la política mundial, excepto en los Estados Unidos, donde se los considera antitéticos. Clinton ha calificado de imperativo mundial más importante en la actualidad para su país el de mejorar la comunicación transfronteriza y en todos los niveles de la sociedad, evidentemente en todas partes. Para ello, su jefa de planificación de políticas, la profesora de Princeton Anne-Marie Slaughter, ha promovido los EE.UU. como centro preferente de una red mundial de personas, instituciones y relaciones.
Pero, mientras que los Estados Unidos lo conciben en forma de redes, el resto del mundo está conectando activamente circuitos. ¿Estarán condenados a no entenderse? No hay razón para que así sea. Las dos concepciones parecen atractivas y coherentes con los principios tradicionales de las relaciones internacionales, en particular el deseo de Thomas Jefferson de “paz, comercio y hermandad amistosa con todas las naciones”, a lo que Clinton podría añadir “personas y grupos dentro de las naciones y entre ellas”.
Sin embargo, ni las personas ni las naciones tienen intereses idénticos. La red mundial de Clinton ya está topando con obstáculos, en particular con China. Está descubriendo que las formas antiguas de relación –tratados, embajadores, démarches , alianzas y demás– pueden, al fin y al cabo, ser útiles.
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Aun así, no debemos negar que la tecnología ha tenido un efecto importante casi por doquier. Así como el telégrafo permitió eliminar semanas del tiempo que hacía falta para intercambiar mensajes con el extranjero y el aeroplano y el teléfono permitieron a los dirigentes relacionarse directamente con mucho mayor frecuencia que nunca, las tecnologías actuales seguirán sin lugar a dudas modificando los medios básicos de intercambio, ya sea entre naciones, regiones o entidades suprarregionales.
Sin embargo, debemos procurar no confundir los medios y los fines de las políticas. Una comunicación mejor y más rápida no es un valioso fin en sí mismo, al menos para los diplomáticos. Basta con recordar la caótica atmósfera durante la reciente conferencia de las Naciones Unidas sobre el clima en Copenhague para temer los desordenados y decepcionantes resultados que puede tener el deseo de todo el mundo de estar presente y ser aplaudido por doquier y a la vez... y de tener todos los medios para hacerlo. Si esas “cumbres mundiales” van a ser el medio principal de gobierno en el siglo XXI, tenemos un motivo justificado de preocupación.
Por fortuna, una tendencia opuesta manifestada en Copenhague es también digna de mención: la de Estados con opiniones semejantes, con frecuencia vecinos, agrupados para mancomunar su influencia, que fue notable en el caso de algunos de los Estados más pequeños y pobres y que más tenían que perder, de no abordarse el cambio climático. Semejantes agrupaciones pueden llegar a ser, si se hacen con buen juicio, las unidades constructivas, y no obstaculizadoras, del consenso mundial.
El mundo ya ha visto en ocasiones anteriores una síntesis semejante. Cuando, después de la primera guerra mundial, el Presidente Woodrow Wilson proclamó el advenimiento de la llamada “nueva diplomacia”, conforme a la cual el secretismo y el equilibrio de poder serían substituidos por pactos transparentes y seguridad colectiva, muchos lo consideraron un sueño de un predicador idealista. Desde luego, la Machtpolitik está viva y coleando en muchas partes del mundo actual. Sin embargo, nadie puede negar que los métodos de la diplomacia en 2010 son enormemente diferentes de los de 1910 –y probablemente superiores a ellos– y han dado mejores resultados por doquier.
No se debe sólo a una ley de hierro del progreso. Muchos elementos valiosos de la llamada “vieja diplomacia” persisten: el alineamiento de las políticas exteriores con los intereses nacionales y regionales, la preferencia por lo posible por encima de lo meramente deseable y el cultivo de las que hoy se llaman “medidas de creación de confianza”, es decir, métodos para afianzar la confianza entre grupos pequeños de negociadores profesionales y entre ellos y los pueblos a los que representan.
Quienes suponen que la anticuada diplomacia del siglo XX –como la califican los actuales entusiastas de las redes mundiales– se llevaba a cabo enteramente a puerta cerrada y por parte de minorías selectas no conocen su historia. Basta con leer las crónicas de la prensa contemporánea de cualquier conferencia internacional importante durante aquel período para comprender lo importantes que eran diversos grupos de presión –no sólo la prensa, sino también “activistas en pro de la paz”, banqueros, industriales, sindicatos, organizaciones religiosas y muchos otros– en casi todos aquellos casos.
De hecho, durante mucho tiempo los diplomáticos han sido algunos de los más competentes creadores de redes y conexiones sociales y durante mucho tiempo han afrontado programas y seguidores múltiples, desde los que clamaban para influir en las conferencias de desarme de la Sociedad de Naciones en el decenio de 1930 hasta los que empuñaban megáfonos en Copenhague el pasado mes de diciembre.
El imperativo actual es el de canalizar semejantes pasiones para obtener resultados, cosa que sólo se puede hacer mediante los métodos de eficacia demostrada consistentes en combinar la promoción con la profesionalidad y preparando a una nueva generación de funcionarios internacionales llamados “diplomáticos”. El mundo los necesita –a ellos y su bagaje diplomático– más que nunca.