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Punto muerto en Durban

NUEVA YORK.– La 17.a conferencia de la Convención Marco de la ONU sobre el Cambio Climático, conocida como COP-17, está llevándose a cabo en Durban, Sudáfrica, en un momento crítico, ya que el histórico Protocolo de Kioto, de 1997, caducará el año próximo. Pero, como en las conferencias sobre cambio climático de Copenhague en 2009 y Cancún en 2010, puede esperarse que la COP-17 gaste mucho y produzca poco.

Verdaderamente, la extravagancia de estas conferencias parece aumentar en vez de disminuir, a medida que sus deprimentes resultados son cada vez más visibles. La COP-15 en Copenhague duró 12 días, se estima que atrajo a 15 000 delegados y 5000 periodistas. Las emisiones de carbono generadas por el transporte aéreo a Dinamarca de tantas personas fueron reales, mientras que los límites a las emisiones buscados por la conferencia continuaron fuera de alcance. Será igual en Durban, e incluso en una escala mayor.

El verdadero problema es que las expectativas sobre acciones significativas respecto del cambio climático, en vez de los ardides como la llegada a último minuto del presidente de los EE. UU. Barack Obama y gestos minúsculos en Copenhague, están en su mínimo histórico. Hay dos problemas que no pueden hacerse desaparecer a fuerza de deseos.

En primer lugar, los Estados Unidos bajo el liderazgo ineficaz de Obama se han desviado aún más hacia una actitud de «¿Qué tienen para mí?» respecto de las cuestiones clave que exigen acción internacional. En lugar de lo que el economista Charles Kindleberger una vez llamó «hegemón altruista», los EE. UU. a los que se enfrenta hoy el mundo son lo que yo llamo un «hegemón egoísta».

Por lo tanto, los EE. UU. prácticamente se han retirado de la Ronda de Doha para negociaciones de comercio multilateral, con Obama consintiendo a los codiciosos grupos de presión que no se calmarán a menos que se cumplan más de sus demandas. Pero Obama no solo abandonó Doha; también puso seriamente en peligro al sistema de comercio multilateral al desviar los esfuerzos y recursos estadounidenses hacia acuerdos comerciales bilaterales discriminatorios y, más recientemente, hacia el Acuerdo Transpacífico, que principalmente ayudará a países preocupados por la agresividad China y busca seguridad política en lugar de mayor comercio. Esto también es cierto para las acciones ambientales: luego de la tardía ratificación del Protocolo de Kioto por Australia en 2007, los EE. UU. son el único país que no ha convalidado el acuerdo.

El segundo problema es que el enorme peso de los EE. UU. en los asuntos internacionales, aunque actualmente menor, ha conducido de todas formas a una corrupción de los principios que debieran apuntalar un nuevo tratado de control climático que suceda al Protocolo de Kioto.

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Por ejemplo, a diferencia de la Organización Mundial del Comercio, cuyo mecanismo de resolución de disputas impone penas por abandonar las reducciones negociadas para las barreras comerciales, las metas para las reducciones de emisiones no son compromisos vinculantes y exigibles. Los EE. UU. no han acordado aceptar esas sanciones por incumplimientos de las metas de emisiones; pero, sin penalizaciones, el ejercicio es en gran medida inútil y solo fomenta el cinismo respecto del esfuerzo para combatir el cambio climático.

Por otra parte, en un abandono de la exención del Protocolo de Kioto para los países en desarrollo respecto de las obligaciones sobre las emisiones actuales, los EE. UU. han insistido en obligaciones para China e India, que reflejan una forma común de «impuestos» sobre las emisiones. Pero existen motivos persuasivos por los cuales esos países insisten en que las obligaciones, en lugar de ello, deben reflejar las emisiones per cápita, un criterio que exigiría mucho mayores reducciones en los EE. UU. de las que sus líderes contemplan.

Además, esos países argumentan correctamente que la disyuntiva entre la acción sobre cambio climático y la reducción de pobreza es más imperiosa para ellos a su nivel de ingreso per cápita, a menos que puedan acceder a las nuevas tecnologías emergentes a bajo costo. Este pedido sugiere que los EE. UU. debieran subsidiar el flujo de tecnología hacia India y China desde las empresas estadounidenses propietarias de patentes, algo verdaderamente poco práctico.

Aquí es donde el Fondo Mundial contra el Cambio Climático de 100 millardos de dólares, prometido en la conferencia COP-16 en Cancún, entra en acción. Desafortunadamente, hasta los iconos ambientalistas como Al Gore en los EE. UU. han invertido tanto en las nuevas tecnologías verdes que su propio interés está atado a que este fondo se destine al desarrollo de nuevas tecnologías de propiedad privada protegidas por patentes.

Las nuevas semillas de la «Revolución Verde» que el agrónomo y premio Nobel Norman Borlaug desarrolló con dinero público estaban disponibles en forma gratuita para todo el mundo. La tecnología desarrollada con el dinero del Fondo Mundial contra el Cambio Climático también debería ser accesible para todos, incluidas India y China, lo que les permitiría acordar más reducciones de sus emisiones.

De hecho, incluso las contribuciones al Fondo deberían haber reflejado los daños anteriores generados por los países desarrollados a lo largo de un siglo de emisiones de carbono –una obligación basada en el bien establecido principio de responsabilidad que los EE. UU. han aceptado para la contaminación local. Pero aquí, también, los EE. UU. han rechazado la idea de plano.

Varias de esas formas sensatas para diseñar el tratado sucesor al Protocolo de Kioto se han visto debilitadas por los esfuerzos para dar lugar a demandas y objeciones inapropiadas impulsadas por los EE. UU., lo que ha resultado en el impasse que se tornó evidente en las conferencias COP en Copenhague y Cancún. Quienes no creen en la magia han aprendido a no esperar que de alguna manera eso desaparezca en Durban.

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