CAMBRIDGE – El capitalismo está padeciendo su crisis más severa en muchas décadas. Una combinación de recesión profunda, desajustes económicos globales y la nacionalización efectiva de grandes segmentos del sector financiero en las economías avanzadas del mundo desestabilizó profundamente el equilibro entre mercados y estados. Dónde se verá afectado el nuevo equilibrio, nadie lo sabe.
Quienes predicen la caída del capitalismo tienen que lidiar con un hecho histórico importante: el capitalismo tiene una capacidad casi ilimitada de reinventarse. De hecho, su maleabilidad es la razón por la que superó crisis periódicas a lo largo de los siglos y sobrevivió a las críticas desde Karl Marx en adelante. El verdadero interrogante no es si el capitalismo puede sobrevivir -sí puede-, sino si los líderes mundiales demostrarán el liderazgo necesario para llevarlo a su próxima fase cuando emerjamos de nuestro predicamento actual.
El capitalismo no tiene parangón cuando se trata de dar rienda suelta a las energías económicas colectivas de las sociedades humanas. Es por esto que todas las sociedades prósperas son capitalistas en el sentido amplio del término: están organizadas alrededor de la propiedad privada y les permiten a los mercados desempeñar un papel importante a la hora de asignar recursos y determinar recompensas económicas. La trampa es que ni los derechos de propiedad ni los mercados pueden funcionar por sí solos. Requieren de otras instituciones sociales que los respalden.
De manera que los derechos de propiedad se basan en las cortes y la ejecución legal, mientras que los mercados dependen de los reguladores que pongan rienda a los abusos y reparen las fallas del mercado. A nivel político, el capitalismo exige mecanismos de compensación y transferencia para que sus resultados sean aceptables. Como demostró nuevamente la crisis actual, el capitalismo necesita estabilizar acuerdos como el de un prestador de último recurso y una política fiscal contracíclica. En otras palabras, el capitalismo ni se autogenera, ni se autosostiene, ni se autorregula y ni se autoestabiliza.
La historia del capitalismo ha sido un proceso que implicó aprender y reaprender estas lecciones. La sociedad de mercado idealizada de Adam Smith requería poco más que un "estado vigilante". Lo único que necesitaban hacer los gobiernos para asegurar la división del trabajo era implementar derechos de propiedad, mantener la paz y recaudar algunos impuestos para pagar una gama limitada de bienes públicos.
En la primera parte del siglo XX, el capitalismo estaba gobernado por una visión estrecha de las instituciones públicas necesarias para sustentarlo. En la práctica, el alcance del estado muchas veces llegaba más allá de esta concepción (por ejemplo, como en el caso de la introducción de Bismarck de pensiones para la vejez en Alemania en 1889). Pero los gobiernos seguían viendo sus roles económicos en términos restringidos.
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Esto empezó a cambiar a medida que las sociedades se volvieron más democráticas y los sindicatos y otros grupos se movilizaron contra los abusos percibidos del capitalismo. Se pusieron en marcha políticas antimonopólicas en Estados Unidos. Y se empezó a aceptar ampliamente la utilidad de las políticas monetarias y fiscales activistas tras la Gran Depresión.
El porcentaje de gasto público en el ingreso nacional aumentó rápidamente en los países industrializados de hoy, de menos del 10% promedio a fines del siglo XIX a más del 20% apenas antes de la Segunda Guerra Mundial. Y, después de la Segunda Guerra Mundial, la mayoría de los países erigieron estados elaborados de asistencia social en los que el sector público se expandió a más del 40% del ingreso nacional promedio.
Este modelo de "economía mixta" fue el logro culminante del siglo XX. El nuevo equilibrio que estableció entre estado y mercado creó el marco para un período sin precedentes de cohesión social, estabilidad y prosperidad en las economías avanzadas que duró hasta mediados de los años 1970.
Este modelo empezó a deshilacharse a partir de los años 1980, y ahora parece haberse desmoronado. La razón se puede expresar en una palabra: globalización.
La economía mixta de posguerra se creó y operó a nivel de los estados naciones, y exigía mantener a raya a la economía internacional. El régimen de Bretton Woods-GATT demandaba una forma "superficial" de integración económica internacional que implicaba controles a los flujos internacionales de capital, que Keynes y sus contemporáneos habían considerado cruciales para la gestión económica interna. A los países se les exigía acometer una liberalización comercial sólo de manera limitada, con muchas excepciones para los sectores socialmente sensibles (agricultura, textiles, servicios). Esto los dejó en libertad de construir sus propias versiones de capitalismo nacional, siempre que obedecieran unas pocas reglas internacionales simples.
La crisis actual demuestra cuánto nos hemos alejado de aquel modelo. La globalización financiera, en particular, hizo estragos con las viejas reglas. Cuando el capitalismo al estilo chino se topó con el capitalismo al estilo norteamericano, con pocas válvulas de seguridad en funcionamiento, se generó una mezcla explosiva. No había mecanismos de protección para impedir que se desarrollara un exceso de liquidez global y luego, en combinación con las fallas regulatorias de Estados Unidos, que se produjera un espectacular apogeo y derrumbe inmobiliario. Tampoco había ninguna barricada internacional que impidiera que la crisis se propagara desde su epicentro.
La lección no es que el capitalismo está muerto. Es que necesitamos reinventarlo para un nuevo siglo en el que las fuerzas de la globalización económica son mucho más poderosas que antes. De la misma manera que el capitalismo mínimo de Smith se transformó en la economía mixta de Keynes, necesitamos contemplar una transición de la versión nacional de la economía mixta a su contraparte global.
Esto implica imaginar un mejor equilibro entre los mercados y las instituciones que los respaldan a nivel global . A veces, esto demandará extender las instituciones fuera de los estados naciones y fortalecer la gobernancia global. Otras, implicará impedir que los mercados se expandan más allá del alcance de las instituciones que siguen siendo nacionales. La estrategia correcta diferirá entre los grupos de países y entre las áreas en cuestión.
Diseñar el próximo capitalismo no será fácil. Pero tenemos a la historia de nuestro lado: la gracia salvadora del capitalismo es que es casi infinitamente maleable.
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At the end of a year of domestic and international upheaval, Project Syndicate commentators share their favorite books from the past 12 months. Covering a wide array of genres and disciplines, this year’s picks provide fresh perspectives on the defining challenges of our time and how to confront them.
ask Project Syndicate contributors to select the books that resonated with them the most over the past year.
CAMBRIDGE – El capitalismo está padeciendo su crisis más severa en muchas décadas. Una combinación de recesión profunda, desajustes económicos globales y la nacionalización efectiva de grandes segmentos del sector financiero en las economías avanzadas del mundo desestabilizó profundamente el equilibro entre mercados y estados. Dónde se verá afectado el nuevo equilibrio, nadie lo sabe.
Quienes predicen la caída del capitalismo tienen que lidiar con un hecho histórico importante: el capitalismo tiene una capacidad casi ilimitada de reinventarse. De hecho, su maleabilidad es la razón por la que superó crisis periódicas a lo largo de los siglos y sobrevivió a las críticas desde Karl Marx en adelante. El verdadero interrogante no es si el capitalismo puede sobrevivir -sí puede-, sino si los líderes mundiales demostrarán el liderazgo necesario para llevarlo a su próxima fase cuando emerjamos de nuestro predicamento actual.
El capitalismo no tiene parangón cuando se trata de dar rienda suelta a las energías económicas colectivas de las sociedades humanas. Es por esto que todas las sociedades prósperas son capitalistas en el sentido amplio del término: están organizadas alrededor de la propiedad privada y les permiten a los mercados desempeñar un papel importante a la hora de asignar recursos y determinar recompensas económicas. La trampa es que ni los derechos de propiedad ni los mercados pueden funcionar por sí solos. Requieren de otras instituciones sociales que los respalden.
De manera que los derechos de propiedad se basan en las cortes y la ejecución legal, mientras que los mercados dependen de los reguladores que pongan rienda a los abusos y reparen las fallas del mercado. A nivel político, el capitalismo exige mecanismos de compensación y transferencia para que sus resultados sean aceptables. Como demostró nuevamente la crisis actual, el capitalismo necesita estabilizar acuerdos como el de un prestador de último recurso y una política fiscal contracíclica. En otras palabras, el capitalismo ni se autogenera, ni se autosostiene, ni se autorregula y ni se autoestabiliza.
La historia del capitalismo ha sido un proceso que implicó aprender y reaprender estas lecciones. La sociedad de mercado idealizada de Adam Smith requería poco más que un "estado vigilante". Lo único que necesitaban hacer los gobiernos para asegurar la división del trabajo era implementar derechos de propiedad, mantener la paz y recaudar algunos impuestos para pagar una gama limitada de bienes públicos.
En la primera parte del siglo XX, el capitalismo estaba gobernado por una visión estrecha de las instituciones públicas necesarias para sustentarlo. En la práctica, el alcance del estado muchas veces llegaba más allá de esta concepción (por ejemplo, como en el caso de la introducción de Bismarck de pensiones para la vejez en Alemania en 1889). Pero los gobiernos seguían viendo sus roles económicos en términos restringidos.
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Esto empezó a cambiar a medida que las sociedades se volvieron más democráticas y los sindicatos y otros grupos se movilizaron contra los abusos percibidos del capitalismo. Se pusieron en marcha políticas antimonopólicas en Estados Unidos. Y se empezó a aceptar ampliamente la utilidad de las políticas monetarias y fiscales activistas tras la Gran Depresión.
El porcentaje de gasto público en el ingreso nacional aumentó rápidamente en los países industrializados de hoy, de menos del 10% promedio a fines del siglo XIX a más del 20% apenas antes de la Segunda Guerra Mundial. Y, después de la Segunda Guerra Mundial, la mayoría de los países erigieron estados elaborados de asistencia social en los que el sector público se expandió a más del 40% del ingreso nacional promedio.
Este modelo de "economía mixta" fue el logro culminante del siglo XX. El nuevo equilibrio que estableció entre estado y mercado creó el marco para un período sin precedentes de cohesión social, estabilidad y prosperidad en las economías avanzadas que duró hasta mediados de los años 1970.
Este modelo empezó a deshilacharse a partir de los años 1980, y ahora parece haberse desmoronado. La razón se puede expresar en una palabra: globalización.
La economía mixta de posguerra se creó y operó a nivel de los estados naciones, y exigía mantener a raya a la economía internacional. El régimen de Bretton Woods-GATT demandaba una forma "superficial" de integración económica internacional que implicaba controles a los flujos internacionales de capital, que Keynes y sus contemporáneos habían considerado cruciales para la gestión económica interna. A los países se les exigía acometer una liberalización comercial sólo de manera limitada, con muchas excepciones para los sectores socialmente sensibles (agricultura, textiles, servicios). Esto los dejó en libertad de construir sus propias versiones de capitalismo nacional, siempre que obedecieran unas pocas reglas internacionales simples.
La crisis actual demuestra cuánto nos hemos alejado de aquel modelo. La globalización financiera, en particular, hizo estragos con las viejas reglas. Cuando el capitalismo al estilo chino se topó con el capitalismo al estilo norteamericano, con pocas válvulas de seguridad en funcionamiento, se generó una mezcla explosiva. No había mecanismos de protección para impedir que se desarrollara un exceso de liquidez global y luego, en combinación con las fallas regulatorias de Estados Unidos, que se produjera un espectacular apogeo y derrumbe inmobiliario. Tampoco había ninguna barricada internacional que impidiera que la crisis se propagara desde su epicentro.
La lección no es que el capitalismo está muerto. Es que necesitamos reinventarlo para un nuevo siglo en el que las fuerzas de la globalización económica son mucho más poderosas que antes. De la misma manera que el capitalismo mínimo de Smith se transformó en la economía mixta de Keynes, necesitamos contemplar una transición de la versión nacional de la economía mixta a su contraparte global.
Esto implica imaginar un mejor equilibro entre los mercados y las instituciones que los respaldan a nivel global . A veces, esto demandará extender las instituciones fuera de los estados naciones y fortalecer la gobernancia global. Otras, implicará impedir que los mercados se expandan más allá del alcance de las instituciones que siguen siendo nacionales. La estrategia correcta diferirá entre los grupos de países y entre las áreas en cuestión.
Diseñar el próximo capitalismo no será fácil. Pero tenemos a la historia de nuestro lado: la gracia salvadora del capitalismo es que es casi infinitamente maleable.