NORTHAMPTON – Cada año, en todo el mundo más de cuatro millones de personas mueren en forma prematura por respirar aire impuro. Sólo en China, la cantidad de muertes atribuibles a la contaminación del aire supera un millón al año; una cifra que tal vez parezca previsible, ya que los medios nos muestran todo el tiempo imágenes de Beijing, Shanghai y otras ciudades chinas envueltas en denso, fuliginoso esmog. Pero aunque se hable mucho menos de él, el aire de Estados Unidos también mata.
Según un estudio publicado en 2013 por el MIT, se calcula que la mala calidad del aire provoca unas 200 000 muertes prematuras al año en Estados Unidos, es decir, más que los accidentes de tránsito y la diabetes (otros estudios ponen un número menor, más cerca de 100 000). Pero mientras China le está haciendo frente al problema de la contaminación, Estados Unidos ha comenzado a revertir medidas de protección de la calidad del aire, en nombre del crecimiento económico: una estrategia errada que tendrá un efecto devastador sobre la salud de las personas.
Desde que en 1993 Harvard publicó un famoso estudio de seis ciudades estadounidenses, la comunidad científica y los funcionarios del área de salud pública conocen el efecto mortal de la materia particulada fina, también llamada PM 2,5 (partículas de diámetro inferior a 2,5 micrones presentes en el aire). Al inhalar PM 2,5, una mezcla de polvo, suciedad, sustancias químicas orgánicas y metales en forma de microscópicos cuerpos sólidos y líquidos pulverizados penetra profundamente en los pulmones, pudiendo llegar incluso al torrente sanguíneo. Investigaciones realizadas los últimos veinte años vincularon la PM 2,5 con una variedad de trastornos sanitarios, entre ellos asma, bronquitis aguda, cáncer de pulmón, infarto y enfermedades cardiorrespiratorias.
El origen de la mayor parte de la PM 2,5 es conocido: las centrales de energía, la industria pesada y los vehículos automotores. La quema de combustibles fósiles libera en el aire dióxido de carbono (el más común de los gases de efecto invernadero), junto con partículas sólidas de sustancias de combustión incompleta y gases (sobre todo dióxido de azufre y óxidos de nitrógeno) que reaccionan químicamente en la atmósfera y generan materia particulada fina.
Conocidos los contaminantes asesinos y su fuente, en 1990 la Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos (EPA) instituyó (mediante la Ley de Aire Limpio) normas para la reducción de los niveles de PM 2,5. La EPA estima que entre 1990 y 2015, la concentración de materia particulada en la atmósfera de los Estados Unidos se redujo un 37%, y que en 2010, las regulaciones evitaron unas 160 000 muertes prematuras. En síntesis, pese a que la mortandad vinculada con la contaminación del aire en Estados Unidos todavía es considerable, el país venía en la dirección correcta; pero eso fue hasta este año.
Ahora, el presidente Donald Trump prometió crear una “prosperidad increíble” mediante la anulación de normas que buscan reducir las emisiones tóxicas de las centrales termoeléctricas a carbón, la reducción o eliminación de normas sobre la eficiencia energética de los motores y el desmantelamiento de la EPA. También juró derogar los límites al fracking, liberar más terrenos públicos para la extracción de carbón y expandir la producción gaspetrolera en los océanos Ártico y Atlántico.
Supongamos por un momento que esas medidas realmente trajeran prosperidad a todo el país, y no sólo a la industria de los combustibles fósiles. ¿Qué precio está dispuesto a pagar Estados Unidos, como país? ¿Cuántas muertes prematuras al año serían demasiadas?
Hay alternativas que no demandan un cálculo de suma cero entre el crecimiento económico y la salud de las personas. Y lo irónico es que una posible fuente de inspiración es China.
Tal vez parezca absurdo proponer como modelo para imitar a China, donde los niveles de PM 2,5 son considerablemente superiores a los de Estados Unidos, y el consumo de combustibles fósiles (sobre todo carbón) es mucho mayor. Pero las autoridades chinas están tomando medidas decididas para cambiar de rumbo, liberar al país de la dependencia de los combustibles fósiles y crear una economía del futuro, impulsada por energías limpias y tecnologías verdes, que coloca a China en la vanguardia de la economía mundial.
Hoy China es el mayor inversor del mundo en energías renovables, para las que en 2015 destinó 103 000 millones de dólares (más del doble de los 44 000 millones de Estados Unidos). De los 8,1 millones de puestos de trabajo relacionados con la energía renovable que hay en el planeta, 3,5 millones están en China, contra menos de un millón en Estados Unidos. Con la convicción de que la energía limpia es buena para el medioambiente y al mismo tiempo para la economía, China comprometió 367 000 millones de dólares de aquí a 2020 para el desarrollo de fuentes de energía renovables, un nivel de inversión que, se espera, generará 13 millones de puestos de trabajo.
Además, China piensa más allá de sus fronteras, ya que está exportando la experiencia que desarrolló en fuentes de energía renovables y sus tecnologías de soporte. Es así que en 2016 invirtió cifras astronómicas en proyectos de energía renovable en Australia, Alemania, Brasil, Chile, Egipto, Pakistán, Vietnam, Indonesia y otros países.
Asimismo, para reducir la contaminación generada por los autos, el gobierno de China dio alta prioridad a la adopción de vehículos eléctricos, con la meta de tener cinco millones circulando por las rutas y calles del país en 2020. Para promover su venta, exime a los compradores de pagar varios impuestos que ascienden a entre 6000 y 10 000 dólares por vehículo. Y anticipándose al futuro reemplazo global de los motores convencionales, las autoridades subsidian generosamente la fabricación local de vehículos alternativos.
Mientras China hace esto, el gobierno de Trump está tratando de retrasar el reloj con su apuesta a la resurrección de una industria de los combustibles fósiles moribunda (y mortal). Trump describió la transición al vehículo eléctrico como destructora de trabajos, y defendió la eliminación de subsidios federales que alientan su desarrollo, fabricación y venta en Estados Unidos, por ejemplo el crédito fiscal federal de 7500 dólares para los compradores.
La dependencia de los combustibles fósiles hundió a China en un profundo pozo medioambiental, pero su dirigencia está decidida a salir de él. Estados Unidos, en cambio, está literalmente cavando su propia tumba. Cuando cada año no menos de 200 000 estadounidenses hallan una muerte prematura, no podemos permitir que una hybris económica como la que promueve Trump prevalezca sobre la búsqueda de soluciones, dondequiera que se las pueda encontrar.
Traducción: Esteban Flamini
NORTHAMPTON – Cada año, en todo el mundo más de cuatro millones de personas mueren en forma prematura por respirar aire impuro. Sólo en China, la cantidad de muertes atribuibles a la contaminación del aire supera un millón al año; una cifra que tal vez parezca previsible, ya que los medios nos muestran todo el tiempo imágenes de Beijing, Shanghai y otras ciudades chinas envueltas en denso, fuliginoso esmog. Pero aunque se hable mucho menos de él, el aire de Estados Unidos también mata.
Según un estudio publicado en 2013 por el MIT, se calcula que la mala calidad del aire provoca unas 200 000 muertes prematuras al año en Estados Unidos, es decir, más que los accidentes de tránsito y la diabetes (otros estudios ponen un número menor, más cerca de 100 000). Pero mientras China le está haciendo frente al problema de la contaminación, Estados Unidos ha comenzado a revertir medidas de protección de la calidad del aire, en nombre del crecimiento económico: una estrategia errada que tendrá un efecto devastador sobre la salud de las personas.
Desde que en 1993 Harvard publicó un famoso estudio de seis ciudades estadounidenses, la comunidad científica y los funcionarios del área de salud pública conocen el efecto mortal de la materia particulada fina, también llamada PM 2,5 (partículas de diámetro inferior a 2,5 micrones presentes en el aire). Al inhalar PM 2,5, una mezcla de polvo, suciedad, sustancias químicas orgánicas y metales en forma de microscópicos cuerpos sólidos y líquidos pulverizados penetra profundamente en los pulmones, pudiendo llegar incluso al torrente sanguíneo. Investigaciones realizadas los últimos veinte años vincularon la PM 2,5 con una variedad de trastornos sanitarios, entre ellos asma, bronquitis aguda, cáncer de pulmón, infarto y enfermedades cardiorrespiratorias.
El origen de la mayor parte de la PM 2,5 es conocido: las centrales de energía, la industria pesada y los vehículos automotores. La quema de combustibles fósiles libera en el aire dióxido de carbono (el más común de los gases de efecto invernadero), junto con partículas sólidas de sustancias de combustión incompleta y gases (sobre todo dióxido de azufre y óxidos de nitrógeno) que reaccionan químicamente en la atmósfera y generan materia particulada fina.
Conocidos los contaminantes asesinos y su fuente, en 1990 la Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos (EPA) instituyó (mediante la Ley de Aire Limpio) normas para la reducción de los niveles de PM 2,5. La EPA estima que entre 1990 y 2015, la concentración de materia particulada en la atmósfera de los Estados Unidos se redujo un 37%, y que en 2010, las regulaciones evitaron unas 160 000 muertes prematuras. En síntesis, pese a que la mortandad vinculada con la contaminación del aire en Estados Unidos todavía es considerable, el país venía en la dirección correcta; pero eso fue hasta este año.
Ahora, el presidente Donald Trump prometió crear una “prosperidad increíble” mediante la anulación de normas que buscan reducir las emisiones tóxicas de las centrales termoeléctricas a carbón, la reducción o eliminación de normas sobre la eficiencia energética de los motores y el desmantelamiento de la EPA. También juró derogar los límites al fracking, liberar más terrenos públicos para la extracción de carbón y expandir la producción gaspetrolera en los océanos Ártico y Atlántico.
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Supongamos por un momento que esas medidas realmente trajeran prosperidad a todo el país, y no sólo a la industria de los combustibles fósiles. ¿Qué precio está dispuesto a pagar Estados Unidos, como país? ¿Cuántas muertes prematuras al año serían demasiadas?
Hay alternativas que no demandan un cálculo de suma cero entre el crecimiento económico y la salud de las personas. Y lo irónico es que una posible fuente de inspiración es China.
Tal vez parezca absurdo proponer como modelo para imitar a China, donde los niveles de PM 2,5 son considerablemente superiores a los de Estados Unidos, y el consumo de combustibles fósiles (sobre todo carbón) es mucho mayor. Pero las autoridades chinas están tomando medidas decididas para cambiar de rumbo, liberar al país de la dependencia de los combustibles fósiles y crear una economía del futuro, impulsada por energías limpias y tecnologías verdes, que coloca a China en la vanguardia de la economía mundial.
Hoy China es el mayor inversor del mundo en energías renovables, para las que en 2015 destinó 103 000 millones de dólares (más del doble de los 44 000 millones de Estados Unidos). De los 8,1 millones de puestos de trabajo relacionados con la energía renovable que hay en el planeta, 3,5 millones están en China, contra menos de un millón en Estados Unidos. Con la convicción de que la energía limpia es buena para el medioambiente y al mismo tiempo para la economía, China comprometió 367 000 millones de dólares de aquí a 2020 para el desarrollo de fuentes de energía renovables, un nivel de inversión que, se espera, generará 13 millones de puestos de trabajo.
Además, China piensa más allá de sus fronteras, ya que está exportando la experiencia que desarrolló en fuentes de energía renovables y sus tecnologías de soporte. Es así que en 2016 invirtió cifras astronómicas en proyectos de energía renovable en Australia, Alemania, Brasil, Chile, Egipto, Pakistán, Vietnam, Indonesia y otros países.
Asimismo, para reducir la contaminación generada por los autos, el gobierno de China dio alta prioridad a la adopción de vehículos eléctricos, con la meta de tener cinco millones circulando por las rutas y calles del país en 2020. Para promover su venta, exime a los compradores de pagar varios impuestos que ascienden a entre 6000 y 10 000 dólares por vehículo. Y anticipándose al futuro reemplazo global de los motores convencionales, las autoridades subsidian generosamente la fabricación local de vehículos alternativos.
Mientras China hace esto, el gobierno de Trump está tratando de retrasar el reloj con su apuesta a la resurrección de una industria de los combustibles fósiles moribunda (y mortal). Trump describió la transición al vehículo eléctrico como destructora de trabajos, y defendió la eliminación de subsidios federales que alientan su desarrollo, fabricación y venta en Estados Unidos, por ejemplo el crédito fiscal federal de 7500 dólares para los compradores.
La dependencia de los combustibles fósiles hundió a China en un profundo pozo medioambiental, pero su dirigencia está decidida a salir de él. Estados Unidos, en cambio, está literalmente cavando su propia tumba. Cuando cada año no menos de 200 000 estadounidenses hallan una muerte prematura, no podemos permitir que una hybris económica como la que promueve Trump prevalezca sobre la búsqueda de soluciones, dondequiera que se las pueda encontrar.
Traducción: Esteban Flamini